domingo, 7 de agosto de 2022

The Loves of Carmen (Los amores de Carmen) -2-

 

GITANEO DE PROSPER MÉRIMÉE FRENTE AL GLAMOUR HOLLYWOODENSE





Fue la enésima versión del atractivo y fascinante mito amoroso de Carmen, esta vez con una sevillana de sangre, Margarita Carmen Cansino, transformada por Hollywood en Rita Hayworth, convenientemente adaptada al americanismo imperante, aunque no lo suficientemente delirante como la Concha Pérez de Marlene Dietrich en “The Devil is a Woman” (“El diablo es una mujer”), de 1935, dirigida por Josef von Sternberg. De todos modos, fue una exótica producción que, tras el boom de “Gilda” dirigida  también por Charles Vidor, en 1946, con la Hayworth y Glenn Ford, pasó de idéntica manera a convertirse casi en un film mítico como su antecesora. Fue en realidad una de esas typical spanish americanas impagables, decididamente lujosa y dada a todos los apetecibles excesos del género andalucista propuesto por el escritor francés Prosper Mérimée, bien diseccionada por Vidor, con la belleza desbordante de la más resplandeciente Hayworth, los celos arrebatados de un Ford con sabor a western, y  un final de amor fati implacable y áspero, de visión insólita para una época acostumbrada a sus happy end hollywoodenses, y hoy perfectamente apetecible y disfrutable.
 









... "Me llamo José de Lizarrabengoa. Fui sargento y me tenían prometido hacerme aposentador, cuando, por mi desgracia, me tocó ir con mi regimiento hasta la ciudad de Sevilla. Cuando se me permitió salir, paseé por las calurosas calles sevillanas.
 
Un mozalbete se me acercó pidiéndome unos reales. Y fue entonces cuando oí una voz que decía: "Ahí está la gitana robando naranjas" .
 
Levanté los ojos y la vi. Era un viernes: no lo olvidaré jamás. Vi a esa Carmen que tanta fama gastaba en Sevilla. Apartaba a los lados la chambra, y dejaba colgar sus collares, mostrando los hombros. Sentada en el alero de una ventana, comía una naranja, balanceando sus hermosas piernas. En Sevilla echábale cada cual algún requiebro por su aire, y ella le respondía a cada uno mirando por el rabo del ojo. Carmen siguiendo el uso de las mujeres y de los gatos, que no vienen cuando se les llama y cuando no se les llama vienen, me miró relamiéndose. Y luego con su gracia andaluza me preguntó mi nombre: "José de Lizarrabengoa, recién llegado a Sevilla, señorita" "¡Un navarro!" Oyó un sonido y yo le mostré que era la musiquilla de mi reloj. Rió complacida. Luego, pasó por allí un cortejo de boda y como ella conocía al novio, de nombre Manolito, empezó a burlarse de ellos. Una sevillana vieja y su nieta que barría la escalera de al lado se metió con Carmen, diciéndole que todo era envidia porque ella no se casaría nunca con un hombre decente.  
Y Carmen le repuso que ella no necesitaba casarse para tener todos los hombres que quisiera. Luego lanzó una de las naranjas a la novia del cortejo que se revolvió furiosa contra la incitadora sevillana llamándola sucia gitana. Carmen ante eso no cesaba de reír. Yo me sentí algo avergonzado, aunque no pude remediar una sonrisa ante la gracia de aquella mujer al burlarse de los acompañantes de la boda y en especial de la novia.




Y luego con su gracia gitanesca, sin dejar de disfrutar de la situación que había creado, me pidió que la ayudase a bajar del alero donde se hallaba subida. Era tan hermosa que cuando nuestros cuerpos se rozaron, pese al calor reinante en Sevilla, sentí escalofríos. Una vez la tuve cogida, resbalaron las naranjas de su verde faldón, y yo, torpemente, me lancé a recogerlas. Pero Carmen salió huyendo de allí, mientras una mujer, desde la reja de su ventana, gritaba que la gitana le habia robado sus naranjas. Yo corrí sin saber  adónde ir, y tropecé con un hombre que venía en mi dirección, y ambos dimos con el cuerpo en tierra. La hermosa Carmen había desaparecido, mientras el pobre sevillano con el que había chocado cómicamente me lanzaba algún que otro improperio.


 

Al día siguiente, paseaba  con un compañero y vimos a Carmen tan fresca, después de su salida de la fábrica de tabacos. Yo estaba todavía pensando en mi encuentro con ella el día antes, y me sonrió. Luego pasó un oficial y ella le sonrió también. Mi compañero le reprochó que nunca se dirigía a él con una sonrisa, ignorándole. "Mis ojos son míos, y miro  donde quiero", dijo Carmen. "Es mala hasta los huesos, pero daría lo que fuera porque me dijera que me quiere", comentó mi compañero. Cuando se iba oí la musiquilla de mi reloj. Y al ir a buscarlo entre mi uniforme, me di cuenta de que no lo tenía. Carmen se detuvo. Me lo había robado el día antes. Y retrocediendo, con su sonrisa diabólica, me lo devolvió, dejando caer una rosa roja que yo recogí y guardé estimulado por aquel gesto provocativo.

Poco después, se nos dijo  que tras la salida de las gitanas de la fábrica de tabacos, había  una pelea en la fuente entre mujeres, todas ellas gritando, aullando, gesticulando... A un lado estaba una cigarrera, la que había contraído matrimonio el día antes con el tal Manolito. Y le echó en cara que se había casado con ella, y no con una gitana sucia como Carmen. "¡Nadie se casaría contigo!" Luego se revolcaron, Carmen le metió la cabeza en el agua de la fuente, le mordió, y extrayendo una pequeña navaja escondida entre las ligas de su pierna, la dejó cubierta de sangre, con una X en la cara que acababa de marcarle, con dos cuchilladas. Cuando asistimos al lugar vimos a Carmen, mientras la herida gritaba: "¡Confesión!... Muerta soy!"... Carmen nada decía: rechinaba los dientes y movía los ojos como un camaleón.  "Sólo le he hecho dos abrevaderos de moscas en la cara", se jactaba la gitana, que sin encomendarse a Dios ni al diablo, ¡zis! ¡zas!, había empezado, con la navaja con que cortaba las puntas de los cigarros, a dibujarle una cruz de San Andrés en el rostro. Y cuando se llevaron a la herida, Carmen no cesó de gritarle e insultarla. Delante de los soldados que llegaron, todos  los presentes acusaron a  la gitana de haber iniciado la pelea.
 


 
Cuando yo fui requerido y me enfrenté a ella, no tuve más remedio que llevármela prisionera y la coloqué entre dos dragones y marché delante con ella detrás. Luego me dijo: "¿A dónde me lleva, señor Navarro?"... "Ante el magistrado" "¡Ay!, ¿qué va ser de mí? ¡Téngame usted lástima, señor oficial!... Déjeme usted escapar, y le daa usted un pedazo de la barlachi que le hará a usted querer de todas las mujeres!"  "Laguna, ene bihotsarena, camarada de mi corazón", me dijo de pronto, y me sentí muy conmovido al oír hablar mi lengua. "Yo soy de Echalar", dijo ella. "Fuí llevada a Sevilla por unos gitanos... Camarada, amigo: ¿no va usted a hacer nada por su paisana? Si yo os diese un empujón y cayéseis no serían esos dos quintos castellanos quienes me pararían los pies"...Por las revueltas que hace, en la calle de las Sierpes, comenzó a dar gritos diciendo que la pellizcaban mis dragones.
Después me siguió rogando que la dejara escapar. Y cuando llegamos a unas escaleras que salían por el callejón hacia lo alto, me dijo: "Mira que buenas piernas tengo para correr" Me empujó, dio un brinco, y se lanzó escaleras arriba. Yo caí a propósito sobre mis dragones reteniéndoles para que no persiguieran a la gitana. El soldado que la había detenido antes de que yo llegara, dijo al oficial que yo la había dejado escapar  adrede, hechizado por sus encantos.  Fui degradado y condenado a hacer guardías nocturnas en las caballerizas y delante de la casa cuartel, sin salir durante 30 días.
 

 

Después de la ceremonia de la degradación, creía no tener ya nada más que sufrir, y, sin embargo, me quedaba todavía por devorar una cruel humillación. Hacía mi guardia una de aquellas noches como centinela a la puerta del coronel, que le gustaba divertirse y dar fiestas. Todos los oficiales jóvenes iban a su casa, y muchos paisanos, y mujeres de la mejor sociedad de Sevilla también.  Llegó un coche y descendieron algunos invitados importantes que dieron una limosna al pobre mendigo que se hallaba junto a la verja.




Llegó entonces otro coche, y ¿a quién veo bajar? ¡A Carmen!  Iba muy engalanada, todo collares y un vestido de lentejuelas. Era verdad que los señores sevillanos y los oficiales se divertían, por tanto, haciendo venir gitanos a sus casas para que bailasen y cantaran. Carmen me reconoció, pero sólamente me sonrió, y me miró varias veces desde el interior. 
Mi coronel la recibía y ella, echándome una ojeada, le daba la mano y se dirigió junto a él hacia el interior del patio, desde donde ya no pude verla.  Toda la reunión se hallaba en el patio. Miraba yo lo que pasaba detrás de la reja. Oía las castañuelas, las risas y los olés. De aquel día viene, creo yo, que me reconociese a mí mismo como embrujado por Carmen y dispuesto a amarla hasta el fin. Cuando le pregunté al mendigo que se hallaba a la puerta que quien era la mujer que cantaba, me contestó: "Es Carmen"
 

Mi suplicio duró una hora larga. Después Carmen se acercó a la reja con sus castañuelas dispuesta al parecer a burlarse de mí por haber sido degradado y castigado tras su huida. "Estoy como un soldado raso, por culpa tuya", le dije. " Todo eso por mí", me dijo con voz burlona" Y cuando yo le pregunté que cómo se atrevía a asistir a una fiesta después de haberse escapado de mi guardia, me contestó que el coronel la había perdonado. Y como yo estaba tan furioso me dijo que parecía un toro e imitó el mugido del mismo, riéndose al mismo tiempo. Y desde la reja del patio, me dijo: "Navarro, cuando a uno le gustan las buenas fritadas, se va a Triana a comerlas en casa de Lillas Pastia" Era una peligrosa invitación a que me escapara y fuera a buscarla a dicha taberna.









 

 

La taberna de la que me había hablado, Lillas Pastia, era un tugurio de Triana en el que ella se refugiaba y vivía repartiendo las ganancias de sus robos con otros complices gitanos. La taberna estaba regentada por una vieja gitana, especie de bruja, que lanzaba maleficios y leía las cartas. Aquella noche aseguraba que el aceite salpicaba demasiado, lo cual era un presagio de desgracia, mientras Dancaire, Remendado y Pablo, los tres gitanos compinches de Carmen, se burlaban de sus augurios.

Cada noche esperaban a Carmen,  fin de que repartiera con ellos las ganancias del día, es decir de sus robos constantes. Cuando les entregaba el dinero, siempre desconfiaban de ella, porque sabían que acostumbraba a esconder parte de lo que robaba.
Aquella noche, les dio lo que según ella había conseguido, pero al subir a su cuarto, gran cantidad de monedas rodaron desde su faldón hasta el suelo. Dio una patada a las monedas,  que los tres gitanos se apresuraron a recoger, mientras los maldecía, escupiéndoles.
Mientras tanto, yo me escapaba de la guardia a que estaba condenado, ansioso por acudir al encuentro con Carmen, sabiendo que, si era descubierta mi fuga del cuartel, acabaría probablemente encarcelado, y que mi condena esta vez sería mucho peor, quizás años de prisión. Nada me importaba, tan sólo acudir a la cita de Carmen que me había trastornado por completo.
 
Como ella me había sugerido, tengo entendido que la vieja gitana de Lillas Pastia, lectora de cartas, le había anunciado un futuro de amor fatídico ya que las cartas, por más que las barajase, siempre ofrecían el peor de finales para su vida. Pero Carmen acabó por descartar ese mal agüero despreciando a la vieja bruja y sus lecturas de muerte. Pero la vieja aseguró a Carmen que las cartas nunca mentían, y que las sombras nefastas se cernían sobre ella, al tiempo que aceptase un nuevo amor, esta vez un amor fati.  Pero Carmen se revolvió contra el augurio de la vieja, rechazando de pleno todos aquellos vaticinios a los que tachaba de locuras de vieja bruja. Y que ningún hombre llevaría su vida al desastre, puesto que ella era tan libre como un pájaro, e incapaz de amar a nadie hasta el extremo de que la arrastrase hasta la muerte. Pero la vieja insistió en que ese amor fati se acercaba y ya no lo podría detener.
                      

 
Mientras me dirigía hacia la taberna de Lillas Pastia, en el barrio de Triana, me vi inmerso en una especie de fiesta gitana que tenía lugar frente a la misma, donde un gran grupo de esta etnia se divertía cantando y bailando. Me acerqué porque, para mi sorpresa, Carmen se hallaba allí participando del jolgorio, y, requerida por los integrantes de la fiesta, también se lanzó a bailar.
Su baile, que fue compartido con un bailarín gitano, resultó tan excitante, y era tal su belleza, que me detuve como hipnotizado por ella, hasta que Carmen reparó en mí. se me acercó, y con un repique de castañuelas, me ofreció una nueva danza.

 

Luego me preguntó: "¿A dónde vas?, soldadito, porque dónde tú vayas yo voy contigo" Y  me tomó de la mano alegremente llevándome hasta el interior de la famosa taberna, haciendo acopio de alimentos como para que ambos participásemos en una estupenda e imprevista cena. Pero la vieja gitana que regentaba la taberna, lanzó a Carmen un extraño aviso sobre el peligroso destino al que se estaba lanzando si aceptaba definitivamente mi compañía amorosa. Carmen hizo caso omiso de sus advertencias, y ambos subimos hasta la habitación que ocupaba en la parte alta del tugurio.




















































































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