martes, 4 de enero de 2011

Porte des lilas (Puerta de las lilas)


Poseemos crueles caricaturas. Nuestras premisas más auténticas se mueven, pues, en una constante lucha, siempre desesperada por encauzar sentimientos que, aunque buscan el respeto, el esplendor de unas pupilas francas, parecen no tener más salida que acabar en el error y en la culpa. El dolor y el anhelo también viven del derroche que nos hace injustos con nosotros mismos y con los demás. ¿Por dónde empiezan los vínculos humanos, si cuánto más tratamos de conocernos más imprevisibles resultamos? A las ilusiones siempre se le infligen traiciones; pero el orgullo no reconoce arrepentimiento. La personalidad egotista, instinto no menos humano porque muchas veces busca calor, dado que tampoco puede liberarse de algún tipo de cansancio, necesitando la ayuda de sus semejantes, no puede, pese a todo, encontrar correspondencia en nadie si no se vale de la mentira. La inestabilidad del hombre es magnífica e impresionante; es capaz de pasar de un ambiente a otro, de un nuevo hombre a otro, de un momento a otro, de una encarnación a otra sin aturdirse; y puede acabar desnudando, finalmente, su carácter, que una vez nos asombró e interesó, para colorearlo en un instante con todos los tintes de una maldad que nos incluye en su "compromiso con la oscuridad" de un sólo e inesperado manotón. Nos abre la puerta más siniestra sobre su pasado; y ante nuestra sorpresa, ¡qué equivocados estábamos!, su única justificación coincide con la traición, una filosofía personal a la que trata de conducirnos como silenciosos cómplices, que lo vuelve del revés para mostrarnos lo que él asegura ser su lado mejor. Es un amor de niños malos. Un amor de ideas preconcebidas, que amontonan deseos e impulsos desorganizados e informes, ocultos en la conciencia. Y nuestra conciencia, si busca reconciliación, se vuelve histérica y extremista, porque el sentimiento siempre recorre laberintos muy difíciles de compartir. Pero como la voz del sentimiento también posee cierta sensación de familiaridad, aunque suene muchas veces por entre sucios tugurios, busca parapetarse tras esas sensibilidades enfermizas que forman el lirismo peripatético del pueblo más simplón. El sentimiento, cuando se corona con un gesto majestuoso en el fétido cubículo de su falsedad, es como la iluminación inquietante de una callejuela, de un cafetucho, de un triste barrio populachero, que no deja de seguir a su inocente habitante; espía la impaciencia de su víctima para convencerle de su mentira entre escenas de vida doméstica, que parecen en realidad teatros de polichinelas, pero en los que hasta los seres más limitados, absurdos y embrutecidos pueden descubrir el engaño, y ser capaces, como siluetas titubeantes que destaquen en la oscuridad, ya hostigada la parte más pura de su espíritu por aquel a quien creyó su maestro de experiencias, en colmar el triste escenario, ahora entibiado por esa última luz de las tardes del mundo, con la más profunda significación del drama.
 



Hablaremos de París (década de los 50), que, como tantas otras ciudades europeas, puede convertirse en compendio de los mayores refinamientos formales, y mostrarnos a su vez evocaciones nostálgicas de barrios subdesarrollados donde los dramas fatalistas de la existencia se reconstruyen con una meticulosidad ambiental que pueden disputar a Italia la tragedia punzante de su inmortal "neorrealismo". La gran pantalla se ofrece de nuevo como tribuna para plantear al público las responsabilidades colectivas que condicionan en los hombres los llamados "casos de conciencia", posturas difíciles de afrontar, en especial tras duras guerras y posguerras. Quizás haya que buscar en los cuentos crueles nuestros mejores retratos humanos. Los rostros del pueblo que fabrican la materia de la vida viven embriagados por las demencias solitarias que dan carácter de autenticidad a cualquier ciudad de este planeta. Muchos grandes escritores para examinar el gigantesco troquel de personajes a los que resumir entre palabras escritas expresaron que el mejor escenario es el que se halla compuesto por el "grumus merdae" donde los sentimientos siempre parecen aguardar su herencia más inocente, torpe, brutal y desarraigada. La ciudad vive entre la luz y la oscuridad, y los hombres y mujeres somos como árboles solitarios entrelazados por ramajes en movimiento. Estamos hechos de carne y de traición, de sangre y de locura. Nuestra piel duele porque siempre busca a quien amar y odiar. Nuestra piel, lo olvidamos tantas veces, es nociva porque también está hecha de vergüenza, de cólera y de rencor. Y cuando tratamos de salvarla nos igualamos en el trastorno de la felonía, de la perfidia, de la venganza. Volvemos a ser la piel de la alevosía que una vez quiso ser conciencia limpia y erró.


Los hombres son sus ciudades. En ellas y en sus arrabales se resumen en pocas palabras sus actitudes más igualitarias. Somos gentes que se apresuran a embriagarse de lugares. Buscamos nuestras plazas en sombra, nuestras largas calles polvorientas, nuestros ríos grises o soleados, nuestras cielos con sus fríos o abrasantes amaneceres y medianoches, a fin de recrear en estos espectáculos nuestros rostros en trance y dejar en ellos nuestros vestigios, porque nacemos y morimos en un ambiente. Los ambientes fueron capaces de serenarnos y enloquecernos; en ellos tuvimos amigos y los matamos; conocimos el amor, pensamos nuestras locuras, ofendimos, y no perdonamos o no fuimos perdonados. El ambiente es el libro de nuestra juventud y vejez. Fue nuestro origen. En ese medio paseamos nuestra soledad con aire inocente, apasionado, orgulloso, insolente, o errático. ¡Que pequeño ritual el de nuestra vida! ¡Cuánta insignificancia frente a la exorbitancia atroz del universo! Pero nunca hay una inmovilidad total y absoluta en la existencia porque esa existencia posee el mismo recorrido de la sangre que celebra su curso en los conductos arteriales. En consecuencia es imposible descansar. Nuestro cuerpo físico vive, como la historia, de causas y efectos; la soledad no quiere nunca erigirse en auténtico centinela amodorrado. Llama a todas las puertas de la conciencia. Busca torbellinos que la alejen de tantos y tantos centros de tinieblas en los que nos movemos. La emoción humana siempre anda por ello mismo a la búsqueda de promesas extravagantes; planea sus campañas, olvidando muchas veces orígenes y antecedentes. La emoción, cuando posee complejo de inferioridad, lo admite con dignidad, y adula a cualquier "parvenu". La conciencia compone fetiches, es comprensiva con la máscara, no tiene valor para interrogar a su ídolo. Puede ser noble y triste, incrédula ante la verdad. Y también mata con enojo, pero sin malicia. 
 

Cultura sensorial del cine francés de posguerra


El final de la década de los 40 y la subsiguiente de los 50 apartarán definitivamente al cine francés de su tesis más clásica y comprometida: la que se conoció como film d'art. Para René Clair, autor romántico, hedonista, comprometido por tentaciones oníricas presentes en un universo de fantasías, frustraciones sentimentales, sueños extraordinarios, e incluso accidentadas aventuras amorosas, que recorrieran diversas épocas históricas inspiradas por ciertas exigencias capaces de ahondar sin el menor atenuante en profundos sarcasmos sobre el tópico de que "cualquier tiempo pasado fue mejor", los años 50 marcarán ya una definitiva etapa de decadencia. 

Aquel artificioso realismo canaille de los años 30, al que la cinematografía francesa, no obstante, siempre habrá de reservar un sitio de honor, es desplazado por nuevas producciones rabiosamente intelectuales, ahora conocidos por "films de tesis". Las últimas sátiras de René Clair tenderán hacia un nuevo aspecto de romanticismo nostálgico, reblandecido y enmendado, que no volverán a reencontrarse con su pasado esplendor punzante, bien que casi siempre persista en el gran realizador aquélla su característica poesía onírica, y por ello mismo irreal. En esta etapa se sitúan ya sus últimas películas muy alejadas de la fascinación y el vigor que le confirieran la época muda y sus primeros films sonoros plenos de una influyente vivacidad, entre ellos "Le fântome du Moulin Rouge", 1925, "Le voyage imaginaire", 1926, "Un chapeau de paille d'Italie", 1928, "Sous les toits de Paris", 1930, "Le million", "À nous la liberté", ambas de 1931, y "Quatorze Juillet", 1932. Pese a todo, René Clair, como símbolo y esencia de la prestigiosa y academicista cinematografía francesa, reincidiría en una especie de dedicatoria postrera a sus primeras e inolvidables películas, ya traídas a colación, de la etapa muda e inicialmente sonora, y al sentimiento que las inspirara, llevando a cabo una vivisección de su no menos inmarcesible estilo.






A finales de los 40 filmaría así "Le silence est d'or", 1947, que versará sobre el tema tan caro al autor de la renuncia al amor por la amistad, "La beauté du diable", 1950, film fantástico que también se enlaza con sus juveniles años surrealistas, "Belles de nuit", 1952, con Gina Lollobrigida, Martine Carol y Magali Vendeuil,  en el que reaparece su inolvidable inventiva onírica: una frustración sentimental de su tímido protagonista, el excepcional Gérard Philipe, que vivirá singulares sueños a través de dispares períodos históricos; y retomando de nuevo el círculo cerrado, anónimo, que compone esa inexpresable esencia terrena que nos impone el sentimiento de la amistad, rodará el que sin duda sería su último gran éxito y obra maestra definitiva: la brillantísima y naturalista "Porte des lilas", 1957. Sus siguientes películas "Tout l'or du monde", 1961, y "Les Fêtes galantes", 1965 serían recibidas fríamente por público y crítica.


 


 



La estructura de la sociedad europea es diferente. El "film de tesis" ha nacido en Francia, y como arma de gran calibre, se cultiva ya con resultados más que satisfactorios: se exhala una nueva vitalidad. Inteligencia, cultura, y sentimientos que van desde la elaborada comicidad de Jacques Tati (inenarrable en "Mon oncle") hasta la reaparición, tras quince años de silencio, de Jean Cocteau, con "Le testament de Orphée", 1960, film de una fantasía poética y "gusto surrealistoide", que no parece de "este mundo"-como se decía del mismo Cocteau-; irrumpirán las "dark-images" de Julien Duvivier, los condicionamientos juristas de André Cayatte, que se atreve a plantear al público casos de eutanasia en "Justice est faite", 1950, o "Nous sommes tous des assassins", 1952, film requisitorio sobre la pena de muerte. 


 
 





 







Pero, quizás, la mayor fascinación de la sordidez y del suspense la expone H.G. Clouzot con "El salaire de la peur", 1952 y "Les diaboliques", 1955; dramas negros, siniestros, desesperados, que se condimentan con lo que se denominó también "sabrosos elementos sádicos" de "Grand Guignol", y que, en efecto, siguen las leyes del suspense que ya impusiera el británico Alfred Hitchcock, cuyo cetro de rey del citado estilo trataría de arrebatarle Clouzot por un tiempo. 




 



 


Finalmente, se impondrá Jacques Becker, que, eludiendo los extremados efectismos y provocaciones despiadadas de Clouzot, ofrecería una de las mejores evocaciones del París de principios del siglo XX con su vigorosa historia naturalista "Casque d'or", 1952, el espléndido biopic fatalista basado en la figura del pintor Amedeo Modigliani y su compañera Jeanne Hébuterne, "Les amants de Montparnasse", 1958, y el minucioso drama carcelario "Le trou", 1959. El prematuro fallecimiento de Becker (1906-1960) privó a Francia de uno de sus mayores artistas, ya por entonces saludado como auténtico sucesor de Jean Renoir. También Max Ophüls, tras abandonar Hollywood, ofrendaría una singular y ya parte final de su filmografía a la producción cinematográfica francesa con sus films de elegante evocación nostálgica y sus impagables travellings afiligranados en "La ronde", 1950, "Le plaisir", 1951, "Madame De..."1953, y "Lola Montes", 1955, suma postrera, como se indicó, de su gran refinamiento formal y su inigualable sentido del espectáculo, recurriendo por primera vez en este último film al controvertido formato Cinemascope creado por 20th Century Fox.
Nacido René-Lucien Chomette, el 11 de noviembre de 1898 en París. Su niñez y adolescencia se inserta en el popular ambiente de Les Halles parisinos. Estudia en el Lycée Montaigne y en el Lycée Louis-le-Grand. Sirve en la I Guerra Mundial como conductor de ambulancias. Una vez finalizada la misma inicia su carrera como periodista con el pseudónimo de René Desprès. Tras debutar como actor en varios films mudos, se convierte en asistente de dirección de Jacques de Baroncelli, famoso director del "silent film francés" cuya etapa se desarrolla desde 1915 hasta finales de 1930.




 


En 1924 René Clair produce sus dos primeras películas: "Entr'acte" y "Paris qui dort", a las que seguirán sus más famosos films del período mudo. En Gran Bretaña dirige su primera película en inglés para el afamado productor Alexander Korda, "The Ghost Goes West", 1935. Huyendo del Gobierno de Vichy instaurado por el colaboracionismo Nazi durante la II Guerra Mundial, se instala en Hollywood, donde dirigirá algunas de sus más inolvidables fantasías fílmicas norteamericanas como "The flame of New Orleans", 1941, "I married a witch", 1942, "Forever an a day", 1943, "It happened tomorrow", 1944, y "And then there where none" (Diez negritos"), 1945.  
 


Tras recibir el "Honorary doctorate by the University of Cambridge", ya de nuevo en Francia es galardonado con el "Grand Prix du Cinema Français" en 1953, y elegido como miembro de la Académie Française en 1960. Su famoso film francés "À nous la liberté", realizado en 1931, suscitó un grave controversia frente a "Modern Times", 1936, de Charlie Chaplin, a quien se le imputó una acusación de plagio del mismo. René Clair fallecería el 15 de marzo de 1981, a la edad de 82 años, en Neuilly-sur-Seine, Hauts-de-Seine, île de France.


El arrabal parisino, las calles, los personajes: "Puerta de las lilas"










 




Pronunciar el nombre de Jujú en "Puerta de las lilas", oír su voz y sus graves pisadas torponas deborrachín empedernido, seguirle hasta el café de Alphonse y de su hija María, convidan a evocar la naturaleza marchita del hombre, y también a la criatura desvalida. Jujú vive, no obstante, un contenido acogimiento de amor imposible por la joven tabernera, dicharacha y bella. Jujú atraviesa el arrabal parisino como si se tratase de un valle de tristeza. Las callejuelas son hondas, heladas. En ellas media el silencio y la hibernal soledad. La soledad de Jujú. No hay más tutela de amistades para él que el cobijo de la taberna. María es delicada y niña. Una hermana que únicamente ofrenda la ternura del coloquio bodeguil. Tan cerca se siente de ella el impenitente borrachín que jamás quita sus ojos de los suyos

Y cuando la tarde se cierra en el arrabal, transparentándose frente a él la noche inmediata, Jujú, rehuyendo a su única familia, una madre y una hermana que malviven del avío precario de sus labores de costureras, se arrastra como un manto perdido por las solitarias callejuelas parisinas de "Puerta de las lilas", como si recorriera solitarios caminos de destierro, para compartir una especie de emoción de pena, de miedo infantil de la noche con la devota protesta bohemia del Artista. Red de araña, refugio mísero de arrabal en el que oscila, entre el rasgueo de su guitarra, una única sonrisa de generosa, desinteresada amistad. Lo mejor de la vida de Jujú y del Artista quedó, tiempo ha, detrás de ellos, en el ya lejano vaho de su juventud, con sus alegrías perdidas y sus recuerdos. Las palabras ya casi ni respiran ni sanan ni lloran; se quedan en el adoquinado helado de la noche fría, por el que Jujú trastabilla noche tras noche. 


Tan sólo el Artista se muestra como valedor de los últimos apuros vivenciales de Jujú, atiende a sus ruegos y anécdotas irrelevantes; la puerta de su humilde tabuco es la única que se halla abierta para Jujú en las horas calladas. 

Después vuelve una tonada de guitarra, la rechinante quejumbre de las llantas de algún carromato que recorre el arrabal astroso, las callejuelas amugronadas y húmedas frente a los cercados baldíos. Y el viento que parece merodear por encima de las tapias o los callejones grises, entre viviendas que semejan panteones, y un cielo negro, carente de profundidad, que se cierne ancho y perpetuo sobre el pueblo, eternamente resignado a todo. "Puerta de las lilas" posee la truhanería de los muelles del Sena. Es un arrabal duro y pálido. Muerde a sus hombres y mujeres como en una llaga viva: la de su dura existencia. Se le siente crujir. Ha llorado todas las desgracias. Ha dormido en cárceles. Se desgarra como un miedo en el pensamiento. Y cuando se arroja hacia la madrugada, desesperanzado y populachero, se le hincha su fealdad. Se ríe ante los deseos irrealizables de sus habitantes. Los observa mientras sigue ahogándolos. No pide nada, pero se deja contar la vida de todos. Cavila, trama y engaña; pasea, fuma y bebe. No acusa a nadie de grandes pecados. Acoge al huido, al pecador que se vale de la amistad repentina, cuando ésta lo escoge sin querer. A "Puerta de las lilas" nadie va a confesarse. Y si alguien lo hace es porque algo quiere. El arrabal no lucha contra el mal. Es capaz de favorecer con un temblor bravo hasta la misma muerte. Siempre le queda la noche, su eterna águila libre que se revuelve hacia nuevas soledades.



Muy de mañana "Puerta de las lilas" despierta como un campamento. Por entre el pobre caserío aledaño se arrastra un aventurero. El arrabal parisino posee una poderosa respiración voraz que acoge a todo hijo de la miseria. Lo peor de la vida puede fácilmente salir al encuentro. La búsqueda policial absorbe el habla del barrio, previene de las actitudes delictivas, de la catadura poco fiable del gángster Pierre Barbier, que ahora se oculta como un gato cebrado, herido por la policía, a través del sahumerio cenizoso de la invernal calima mañanera y el silencio que duerme en los rincones, o en algún callejón arrabalero de rumores mitigados. 



La amenaza, no obstante, llega de puntillas y posee por ello una gracia única: se desnuda en la doblez de un falso sufrimiento. Crea incertidumbre, inspira lástima. Nos hace condescendientes, y su mentira posee cierta benevolencia: es como una fiebre que se contagia y rinde nuestro albedrío. Jujú el borrachín penetrará en la sombra de encierro del gángster huido, le tenderá su mano, y en esas horas pausadas en las que nadie puede ver lo que sucede sentirá su voluntad empujada por el rechazo de cuanta amenaza presupone ocultar a un delincuente herido y peligroso. Barbier únicamente concede a su protector la perpleja interrogación de sus ojos: "¿Por qué?"...

Jujú se alboroza en su simplicidad, reverencia la brusquedad del perseguido, se estremece en el aire glorioso que se concede a sí mismo socorriendo al condenado por la justicia; y como el niño que perdió su miedo busca el arrimo insincero, excitante, que le concede la interesada amistad de Barbier. Y por todo ello, no duda en esconderlo en el sótano de la humilde morada que habita el Artista, quien, a partir de entonces, se mostrará más rudo ante Jujú y Barbier.


El arrebato defensor del mayor borrachín de "Puerta de las lilas", intuye el Artista, lanzará tarde o temprano su grito áspero en el ahora retozante corazón de su infantil compañero. Jujú, sin embargo, se ejercita en todo tipo de abnegaciones para con su misterioso huésped. Se obliga a vigilarle y encubrirle. Se pone de su lado frente a los raptos de estupor de su amigo el Artista, que no aprueba dicho comportamiento.
 
El confiado Jujú realza la pobre luz de su oscuro heroísmo frente a la sospecha de la joven frente a la sospecha de la joven María. En la taberna se recortan constantemente los desgraciados contornos de la cortedad de Jujú. Sus disimulos carecen de la malicia y del entono exigible a un cómplice. 


Alphonse lee las peripecias delictivas de Barbier a sus clientes. La chiquillería de "Puerta de las lilas" describe cada secuencia reflejada en la prensa a través de la inspiración inocente del juego.

Del silencio de Jujú, que se eleva como una niebla, brota pese a todo el hervor de la verdad. María merodea frente a la morada del Artista y de Juju cuando ambos se ausentan. Barbier, para la joven e incauta tabernera, tiene mucho de titán. 









 
María no tardará, tras encuentros con Barbier, en enamorarse de él. La inocente joven cree conmovida en esa semejanza: héroe, augusto y valiente. Ignora que los amoríos poseen su huerto apacible de hierba venenosa. 


Barbier vislumbra su salvación. Jujú observa como suyos los ajenos ímpetus amorosos de María y Barbier, todavía oculto, pero agoniza ante la adversidad de saberse despechado por la joven. A veces se revuelve como si buscase algún recóndito defecto, alguna mentira palpable en Barbier. Y trata de advertir a María de que su amor por Barbier puede acarrearle la desgracia

Pero Jujú jamás creyó en la maldad de los hombres. Sus amigos permanecen puros. Barbier promete a María arrancarla de "Puerta de las lilas". Cuenta con una substanciosa cantidad de dinero que la joven habrá de entregarle por medio de Jujú. Ya en el camino, el bondadoso borrachín sigue dócilmente las instrucciones de la joven tabernera. Barbier, una vez en posesión del dinero, trata de huir sin cuidarse de despedirse de la joven enamorada. La honesta luz de los ojos de Jujú, el temblor de su boca, el corazón que de tanto ímpetu sobresaltado le duele arrancan del ingenuo borrachín el más inesperado desabrimiento. Un revólver: Barbier trata de librarse del veraz testimonio de todas sus mentiras bajo el viento del mal. Jujú se estremece ahora bajo el fulgor negro de sus ojos. Sus manos en un instante son dos garras que le acercan la noche. Un disparo en "Puerta de las lilas" que, finalmente, se extravía, sin recibir mandato alguno, en una tiniebla temerosa. Y un perro perdido merodea tras el inmediato silencio... De vuelta junto al artista, Jujú tratará de olvidar todos los acontecimientos vividos tras proteger a Barbier. El último vestigio del paso del gángster por la vida de todos ellos acabará entre las llamas: su pasaporte... 





                        
                                         {Jujú} : 22 de diciembre 1905, París.


Virtuosa desmitificación del canaille arrabalero. Brasseur, en la piel de Jujú, exhuma los restos maltrechos del veterano casi cincuentón, de vida calamitosa, caótica, opresiva y solitaria, inscrita en el marco doloroso de unas estructuras sociales de escaso desarrollo económico, en una Francia neorrealista que no ha acertado a salir definitivamente de sus crisis de posguerra. Una interpretación inolvidable que refleja una postura melancólica y dolorosa ante una existencia de fracasos, y que ofrece al mismo tiempo grave materia de meditación sobre el misterio puramente biológico de la ingenuidad cuando se permite abrir alguna puerta al amor y la amistad imposible.

A los 6 años Pierre Brasseur presencia uno de los primeros ataques callejeros de la famosa banda anarquista de Jules Joseph Bonnot. Tras debutar en el teatro en 1924, interviene junto a Jean Renoir en el film "Le fille de l'eau" interpretando un significativo papel de gigoló. Se consagra definitivamente en "Le quai des brumes" de Marcel Carné, 1938, "Lumiere d'eté", de Jean Grémillon, 1943, encarnando a un pintor alcohólico, y muy especialmente en su papel de Frédérick Lemaître en "Les enfants du Paradis", de nuevo con Marcel Carné, 1945. Apasionado de las tablas, fueron memorables sus interpretaciones teatrales en "Les mains sales" y "Le Diable et le Bon Dieu" de Jean-Paul Sartre, y en "Dom Juan aux enfers" de George Bernard Shaw. 

Fallece el 14 de agosto de 1972 a los 66 años en Brunico, Italia, de una crisis cardíaca, prácticamente en los brazos de su compañero Claude Dauphin, mientras ruedan "La plus belle soirée de ma vie" de Ettore Scola. Su vasta filmografía alcanza el extraordinario record de casi 100 películas.



                                 {Pierre Barbier} : Clermont-Ferrand (Puy-de-Dôme) 26 de noviembre 1919.


Claro exponente de la más laxa conciencia de la sinrazón de la propia conducta. Personaje de inspiración arquetípica en cuanto al mundo de gangsterismo se refiere, pero bajo un ropaje realista que, por supuesto, no traiciona los postulados impuestos por el muestrario antropológico, concomitante con el neorrealismo, con que René Clair se entrega a una meditación quietista del naturalismo francés nacido de las fuentes novelísticas de Émile Zola. Barbier consigue crear un nuevo clima enrarecido frente al aquilatamiento objetivo de la ingenuidad y sinceridad de quienes le protegen. Una interpretación tratada si apaños ni eufemismos, que rebasa cualquier estudio psicológico sobre la criminología, para acabar entrando de lleno en el veraz e inolvidable retrato de le canaille.

 

Henri Vidal es elegido "Apollon de l'anné" en 1939 gracias a su físico seductor. Descubierto por la famosa cantante Édith Piaf, debuta junto a ella en el film "Montmartre-sur-Seine" de Gerges Lacombe, 1941. En 1947 René Clement le ofrenda uno de sus más memorables roles en "Les maudits".

 
 
 
 
 

Incorporado con gran éxito al cine francés más comercial trabaja ininterrumpidamente durante toda la década de los 50 en casi cuarenta films. En 1950 contrae matrimonio con la memorable actriz Michèle Morgan, coprotagonista del film "Fabiola" de Alessandro Blasetti, 1949. Trabajan juntos de nuevo en "La belle que voilà" de Jean-Paul Le Chanois. En 1957 comparte cartel con la explosiva Brigitte Bardot en "Une parissienne", de Michel Boisrond, con Romy Schneider en "Mademoiselle Ange", de Géza vn Radványi, 1959, y de nuevo en este año con la joven Bardot y Michel Boisrond en "Voulez-vous danser avec moi?.



Estrella popular en Francia, no logra superar la vieja antinomía entre el arte interpretativo para minorías selectas y actor todoterreno para la gran masa. Incesantes depresiones hacen presa en él y le arrastran hasta la drogadicción. Fallece a la edad de 40 años de un ataque cardíaco el 10 de diciembre de 1959. Michèle Morgan contraería nuevo matrimonio un año después, 1960, con el director francés Gérard Oury.




Dany  Carrel (María)-{1932}





George Brassens (L'Artiste)-{1921-1981}
 
 
 






Sintetización y conjugación de la ingenuidad. Un paso más allá de la primitiva inocencia del hombre se asienta, no obstante, la presencia turbadora de la amoralidad. Un sentimiento de soledad baqueteado por la dureza del entorno, que logra levantar ampollas sobre el "mal", entendido al estilo gangsteril, populista y casero. Del fetichismo más espontáneo y candoroso de la amistad a la pirueta cruel que hace zozobrar la nave de la credulidad en el mar tempestuoso del crimen, transformándolo en la más dramática y conmovedora de las ceremonias. ¡Polémica y fascinante!