viernes, 4 de octubre de 2024

Niagara (Niágara) -Movie Time-

 



[Nacida como Norma Jeane Mortenson, en Los Ángeles, California, EE.UU, el 1 de junio de 1926-Fallecimiento no aclarado en Los Ángeles, el 4 de agosto de 1962 a la edad de 36 años]
"Podía hacerlo todo, de la comedia a la tragedia, y, naturalmente pasó por el musical, aunque no con la frecuencia que hubiera podido desearse. Cantó, por otra parte, en una serie de films no musicales. Su voz, no demasiada, todo hay que decirlo, hizo milagros con las canciones que se le encomendaron. El potencial erótico que emanaba de todo su ser lo hacía igualmente de su voz.  Su "Kiss Me" y "My Heart Belongs to Daddy, quedarán siempre como las mejores versiones de ambas canciones. Nos estremeció con su "One Silver Dollar" y "River of no Return" ¿Y qué decir de su "Diamonds are a Girl's Best Friend"? Su "Heat Wave" caribeño nos subió la temperatura a 40. 



Sin ser bailarina, bailaba con la misma gracia con que cantaba, y la manera cómo "actuaba" las canciones citadas es un prodigio, por no hablar también de su "Lazy" en "There's no Bussines Like Show Business" o ""Bye, Bye, Baby" de "Gentlemen Prefer Blondes".
Y su "I'm Through With Love" de "Some Like it Hot" nos desgarró el corazón entre lágrimas frente a la mirada más inolvidable de un Tony Curtis travestido.





                            Y LLEGÓ HENRY HATHAWAY




[Nacido como Henri Leonard de Fiennes en Sacramento, California, el  13 de marzo de 1898- Fallecido  en Hollywood el  11 de febrero de 1985 de infarto agudo de miocardio a los 86 años]

Era hijo de la actriz Jean Hathaway y de Rhody Hathaway, también actor y representante teatral. Su infancia y adolescencia vivió inmersa dentro del mundo de la interpretación, y él mismo empezó interviniendo en el teatro en pequeños papeles infantiles, e incluso apareció como extra o figurante en viejas películas del oeste durante la etapa del "Silent Movie". Y sirvió en el ejército norteamericano durante la Primera Guerra Mundial. 
 

Y ya, como actor secundario, en 1917, actuó en un corto titulado "The Storm Woman",  de Ruth Ann Baldwin, periodista que se convirtió en escritora y directora de cine mudo en activo durante la década de 1910. Fue una de las pocas mujeres que dirigió en la era temprana del cine. A pesar de que fue una de las primeras directoras en Estados Unidos, no se sabe mucho sobre ella, pero el trabajo que hizo en la citada década fue relevante para la sociedad en la que vivía. [En agosto de 1916, después de trabajar para la incipiente  "Universal Pictures" durante varios años como escritora y como editora de películas, Baldwin se convirtió en directora de la  "Universal" Su primer film  fue "The Mother Call", 1916,  un drama de un carrete]
 

Merced a los éxitos comerciales que entrañaba el grácil, liviano, brillante, barroco, misterioso y monumental estilo de las realizaciones de Hathaway, el gran estudio hollywoodense de la "20th Century Fox", que encabezó la mayor parte de su vasta filmografía, vio garantizada durante casi tres décadas, muchas veces gracias a él,  la estabilidad de una gran parte de su mercado. Convertido en uno de los valores más sólidos y cotizados, al amparo de aquellas ruedas bien engrasadas de cuantos productivos trenes de mercancías capitalistas transportasen hacia cualquier confín del mundo aquel milagro que suponía el arte cinematográfico, "sonido e imagen en conserva", los géneros más supervivientes, entre los que se contaban los ciclos aventureros, se repetían con escasas variantes accidentales en su filmografía. Los especialistas en cine de perfil heroico, que además de ser grandioso y monumental, debían glosar las glorias, no sólo pasadas, sino, a poder ser, presentes de la historia, se estabilizarían en Hollywood como gran potencia capaz de trazar una amplísima y tajante divisoria entre los importantes films de aventuras, que abarcaron el favoritismo mayoritario del gran público internacional, incluso en los países altamente desarrollados, y las llamadas "cinematografías menores" en las que, por supuesto, la merma de cantidad no significaba una ausencia de calidad.


El burócrata Hataway, gran hombre de negocios, jamás gustó de autofinanciarse (excepción hecha de seis de sus sesenta y pico películas). Había ganado cierto prestigio como especialista en westerns, cine negro y de aventuras. Pese a que las críticas nunca le hicieron justicia, y que los miembros de la Academia le negaron cualquier galardón, sus films conocieron grandes éxitos de taquilla. Quizás por ello le llovieron las ofertas de los grandes productores, puesto que todo el reconocimiento artístico que se le negaba como director, progresaba, inversamente, de modo regular y satisfactorio en sentido crematístico. A pesar de todo, acabó por convertirse de este modo extraño en mago de grandes conmociones fílmicas, que no parecían heredadas de ningún otro maestro. Por alguna razón, temía encerrarse en la perspectiva claustrofóbica de los estudios. Sorprendentemente astuto, Hathaway jamás privó a sus espectadores de los vestigios más proféticos del heroismo, nos dejó atisbar las ilimitadas delicias de la ilusión, y exageró cuanto pudo las inmensidades paisajísticas más genuinas, o las oportunidades magníficas que ocultaran en su cajón de memorias las turbulentas ciudades norteamericanas. El cine estará siempre en deuda con él porque sus anhelos más íntimos recorrieron, a través de la cámara, la preeminencia de los exteriores más misteriosos y soberbios de este planeta.

 


 
 
 
 
 
 



 
En 1953 dirigió el inolvidable thriller obsesivo, en technicolor, de "Niagara", con la primera gran interpretación de la fascinante Marilyn Monroe, Joseph Cotten y Jean Peters. Henry Hathaway galopó de nuevo cuesta arriba, albergó una nueva esperanza de éxito fácil, y transformó al ángel Marilyn Monroe (que tanto atraía ya a suspirantes multitudes y que empezaba a caminar sola entre el tráfago hollywoodense) en deslumbradora y pérfida adúltera, esenciada por un secreto de culpabilidad homicida. Fue, en efecto, como rezaba el slogan del film, "un rabioso torrente de emoción que naturaleza alguna podía controlar".

 



"Niágara" poseyó, ante el sofoco apasionado de nuestra infancia, todo el desenfreno cromático capaz de rasgar el cortinaje que encubriera el brasero ardiente de nuestras fiebres cinematográficas. Llegó hasta nosotros con la ofrenda desbordada de una novísima y super lanzada Marilyn. Pero no era esa la explicación única. Deleitándonos en su contemplación, Henry Hathaway abría nuestro creciente consorcio de presiones cinéfilas con dos flamantes maravillas descubiertas por la Fox: ¡la Monroe y las cataratas del Niágara!
 



 

La película fue un melodrama criminaloide, acuoso, tentador, y rebosante de sensuales obsesiones maniqueas, frente a los celos desmadrados de un Joseph Cotten inususal y magnífico, que codificaba el honor de marido engañado con la idea irrefrenable de la venganza, apetitosamente condimentado así por la pimientilla del suspense criminaloide, y de una milimetrada artesanía, que haría las delicias de toda lengüetada forofa con ese taste sublime de lo irrepetible. Y que, por supuesto, los pífanos mitificadores del tiempo no harían sino revalorizar. 

 

 

(Henry Hathaway (director), Charles Brackett (guionista), Joseph Mac Donald (fotógrafo) y Sol Kaplan (músico) volaron en picado, como golondrinas menesterosas, favorables, protegiendo a la medusa Monroe (una vez más, íntimo fermento alado dentro de sí), en sus idas y venidas emocionales donde, en efecto, no predominaban más sentimientos que los de una rebeldía que oscilara entre el deseo y el temor de no ser deseada; y porque en el film no existe una historia de amor al uso, sino únicamente transferencias pasionales, con pequeños extremos malvados de sensualidad fulgurante, donde la heroína se permite todos los desenfrenos posibles entre un sigiloso y absorvente juego de infidelidad en el que será el azar quien juegue al esquema del  asesino asesinado. Eso sí, Hathaway casi nunca nos concede sosiego al exponer con certera precisión sus postulados, y en consecuencia nos mete de lleno en serios embites de pasión, celos, despechos y venganza, y no duda en abusar de la panorámica majestuosa de una Marilyn Monroe al servicio de la cámara, coronada por un aura de irrefutable amoralidad, pero que sin amilanarse ni por un instante, logra salirse de todos los tópicos de la convención. Casi comprendida y admirada por sus vecinos Jean Peters y Casey Adams (típico ejecutivo yanqui y marido de quita y pon de la Peters -en el film- que exclamará al ver a la Monroe con su vestido rojo: "¡Hi, hay que preparar la manguera contra incendios!"), será adúltera sin cargar las tintas del tremebundismo. Así, su desdén y su ironía jamás se erigen en transcendentes, porque en su conjunción de sentimientos de infidelidad palpable, se prodigará el aburrimiento asfixiante de la hembra exuberante ante la anuladora y violenta pasión masculina, siempre exacerbada por los celos desmedidos y la debilidad, finalmente, criminal, del obsesionado e insufrible marido de turno. Hathaway no duda, pues, en exponernos que son pocas las alegrías del amor frente al hastío de una vida conyugal no deseada, porque, al cabo, será el  marido celoso, que tampoco tiene la conciencia tranquila, quien preparará también, a imitación de su adúltera esposa, el golpe traicionero, capaz de condenar a muerte aquel extraño ensueño que equivocadamente consideró amor. Pero no hay mujer que no halle su minuto para desertar, y proclame, descaradamente si se quiere, que no puede evitar que los hombres pierdan la cabeza frente al placer sublime que genera la belleza. Y ya sumergidos en el hechizo, arrebatados por una especie de mágica embriaguez, abriremos la frontera de nuestra veneración y agradeceremos el paso vacilante, casi irónico, con que la adúltera se desliza por la pantalla, legando a una degustadora posteridad, en medio de un tumulto de desbordante exposición cromática, primitiva, casi prohibicionista, esa antología de fulgor rojizo cereza con que Marilyn Monroe, tras apoyarse un segundo en una de las jambas de la puerta de su bungalow, llenaría el white screen de nuestros sueños con su ya citado vestido rojo; y que dándole achares al traumatizado (por la vomitativa guerra de Corea) Joseph Cotten a los sones, melifluos y de estremecedoras cadencias eróticas, de su "Kiss me", acabase por enseñorearlo todo: decorado y cataratas, con aquel rostro único al que se intentó pintarrajear con imposibles tintes criminaloides.

 
 
 
 
 













 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 



 
Ya lo sabía Hathaway. Y se lo trabajó bien. ¿Qué hacer en ese trance? Dejar sentir sus huellas, aunque no fueran tiempos viejos de aventuras.
En la oscuridad, cuando el paso diabólicamente bello y trapalón de Marilyn Monroe ofrece su tacto sedoso y rojo, va tras sus pensamientos y los nuestros como ante una invocación de brujería. Temblamos ante la visión de lo nuevo. Dejamos a Joseph Cotten abrasado por coléricas bilis sin un mal trago de sedante whisky que echarse a la boca. Y así amanece en Niágara. De repente, la adúltera se aburre de tanta exposición celosa, que arrastran sospechas a flor de piel. El juego de insostenible equilibrio sentimental entre el matrimonio prosigue con el plot. urdido por la cónyuge y el tunante guapo, amante de turno (Richard Allan), para acabar de una vez con el celoso marido.
 
 











 
 
 
 
 
 
 
 
 
 








 
 
 
 




 

 

De hecho, es Loomis (Cotten) quien ha matado a Allan, arrojado su cuerpo en las cataratas, y recogido los zapatos del muerto en lugar de los suyos. Esto lleva a la policía a creer que Loomis es la víctima. Cuando Rose y sus amigos se disponen a acompañarla al apartamento, suena la melodía "Kiss Me" en el campanario de la City, que era lo acordado con el amante.

Cuando Rose y sus amigos se disponen a acompañarla al apartamento, suena la melodía "Kiss Me" en el campanario de la City, que era lo acordado con el amante.


Y Rose da por sentado, al escucharla, que el plan de asesinar a su marido ha surtido efecto, y decide volver sola a los bungalows.

El cuerpo es recuperado y al día siguiente la policía lleva a Rose (Monroe) a la morgue para identificar el cuerpo de su marido. Cuando es destapado el cuerpo ella reconoce al hombre muerto, su amante, y pierde el conocimiento, y es hospitalizada.
  Su vecina de bungalows, Polly, acude al hospital requerida por el detective y lleva a Rose algunas de las cosas que precisa.

 

La enferma delira y exclama tan sólo "Huir... Tengo que huir"



Cuando la amable vecina Polly vuelve al bungalows, trata de descabezar un sueño. Sus equipajes han sido trasladados a la cabaña B donde pernoctaban los Loomis. Un ruido la despìerta y comprueba la aparición del esposo de Rose al que todos dan por muerto.




Al grito de la mujer, acude el regentador de los bungalows y el esposo de la joven que llega en ese momento, se obstina en convencerla de que todo ha sido producto de una pesadilla.












 

           LA CREATURA BELLA NERO VESTITA {Dante}

 


Tras el terror de Rose Loomis al descubrir el malogro del plan, se inicia su huida desesperada.  Y allí, frente a esa eternidad y fugacidad de las gigantescas cataratas, el tiempo se queda inmóvil, y sólo porque, el celoso cónyuge estrecha el cerco a la aterrorizada esposa y la arrincona finalmente ("con su impecable traje sastre de color negro",... "La creatura bella nero vestita" que hubiera inmortalizado, probablemente, como hizo con su Esmeralda don Victor Hugo) en la torre-campanario de la city, y, como culminación del tinglado criminaloide, acaba por estrangularla "como moralina a mayor gloria de honras martirizadas y otras martingalas por el estilo"

 



Cuando Loomis trata de huir de la Torre Campanario se halla con las puertas cerradas, y debe esperar al amanecer del día siguiente para salir de allí y poder huir. Pero vuelve junto al cuerpo sin vida de Rose. Recoge sus objetos personales esparcidos tras la huida, y el pintalabios. Luego se muestra  apesadumbrado por el crimen cometido.



                     GEORGE LOOMIS ESCAPE AND DEATH

 
Tras el asesinato de Rose, Loomis busca la forma de huir de la policía.
  
Una vez cerca del río, descubre una embarcación en el puerto marítimo y, después de burlar al vigilante haciendo sonar la alarma de uno de los coches allí aparcados. Momentos antes de que la policía ha estado husmeando  allí en su búsqueda.
 
Loomis se introduce en la motora. No obstante, desconoce que ha sido alquilado por los vecinos del bungalow, los Cutler, para salir de pesca junto a sus amigos. Escondido en la embarcación, llega Polly Cutler y le descubre. Loomis, la golpea involuntariamente, y ésta cae desvanecida.
 
El guarda observa que el barco se ha puesto en marcha y corre a avisar a la policía, mientras Cutler y su amigo regresan al embarcadero.
Cuando Polly se recupera de la caída, Loomis  confiesa que ha matado a Rose y no puede acudir a la policía como la muchacha le ruega.