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jueves, 15 de noviembre de 2007

Edward, My Son (Edward, mi hijo)




Una magnífica obra de teatro de los ingleses Robert Morley y Noel Langley que se convierte en manos del gran George Cukor en un film casi impensable. Cuando el cine se entromete en el teatro, ya se sabe, el celuloide puede acabar fagocitado por el exceso de diálogos, y ciertos melodramas descarnados (que en las tablas son capaces de alcanzar un éxito inconmensurable, ofreciendo interpretaciones memorables que, por supuesto, caen en el olvido, precisamente por no pasar a formar parte de esa perennidad que ofrece la pantalla), corren el riesgo de bordear el ridículo. A Cukor le gustaban los paralelismos, los conflictos a que dan lugar las competencias más primarias de lo seres humanos (domésticas, amorosas, progenitoras, etc.).

Spencer Tracy y Deborah Kerr forman una mezcla explosiva. Este hijo Edward, elíptico, deja huelllas borrascosas en las vivencias matrimoniales, y acabará por destruirlos. Un padre, cínico y ambicioso, que reclama amor filial a través de un exceso de mimos. Y una madre consciente de tales errores educativos que pone en tela de juicio cada acto equívoco del prepotente cónyuge. Desbancada por el egocéntrico y prócer marido, y por el amor a Edward, se sume en la depresión y en el alcoholismo. Cukor domina la obra, y elabora convenientemente cada acto de la misma. Y triunfa, como siempre, porque todo lo que de él proviene es excelente. 

[Doblaje español-in memoriam-María Romero-Deborah Kerr-Francisco Arenzana-Spencer Tracy-Simón Ramírez-Ian Hunter]

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Tracy imprescindible. Y Deborah Kerr "demasié". Hela ahí, magistral, ganando al fin la batalla, y lanzándose a tumba abierta en la escena final de la borrachera, cargada de espalda, envejecida y olímpica cuando le canta las cuarenta al ególatra Tracy. No nos cogió de sorpresa que la academia le negara el Oscar. Quizás el personaje atormentado de la Kerr les supo a poco. Y el jurado debió de considerar que únicamente era "puro teatro". ¡Nuevo error y nueva injusticia de la Academia para con la gran Deborah Kerr!

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Espléndida Kerr
, espléndido Cukor. Teatro, sí, pero tocado de la mano de George, cine real como la "life" misma. ¡Magnífica!
















lunes, 5 de noviembre de 2007

Scaramouche

El exuberante George Sidney sin recatos ni vergüenzas. Plenitud e inocencia de la novela de aventuras (esta vez basado en Rafael Sabatini) Sus historias, como siempre, son degustables pastiches babilónicos, llenos de Technicolor, sin retórica en los sentimientos entrecruzados de sus nunca vacilantes personajes. En Sidney todo es holgado, porque sus increíbles e inolvidables barridos de cámara poseen esa excitante limpieza del más puro lenguaje que nos ofreciera el séptimo arte. Hay mucho personaje noble, buenazo, algún que otro villano, tipo Mel Ferrer, mucha sonrisa de comprensión, y mucha sabiduría cinematográfica en ese peligrosísimo enfrentamiento final. ¡Ah, aquellas tardes irrepetibles de sábado, con estos monumentales tebeos (comics) del colosalista George Sidney, que, pese a tanta viñeta imaginativa, te dejaba tamaña sensación de verosimilitud en el cerebro, que uno abandonaba la sala como si le hubieran contado "Historia" de la de verdad, de esa de la Enciclopedia Larousse! Sí, porque uno de nuestros más grandes especialistas en aventuras, el irreprochable Stewart Granger, andaba agitándose por los caminos de la bella Francia y las no menos falsas calles parisinas, y siempre reconfortaba nuestras emociones peliculeras.




 

























A Stewart Granger hubo que lanzarle un pequeño anatema, pues a más de uno le resultó doloroso que abandonara a la escultural, liberada y excelsa Eleanor Parker (¡fúlgida cabellera pervertidora, pasión sublimada en aquel carromato circense que parecía un burdel pequeñín en el que más de uno se habría perdido!) por el blondo aporcelanado de  Janet Leigh.



Claro que, al final, la bellísima y comprensiva Eleanor se consolaba nada menos que con el mismísimo Napoleón (escena cortada en su tiempo, y que hoy se ha podido recuperar de nuevo)











Aventuras turgentes las del Sidney. No sé que más nos podía deparar la vida en aquella estupenda infancia de ensueños cinematográficos. Y como guinda final, el duelo a espadas más espectacular de la historia del cine. ¡¡Una gozada!!