lunes, 9 de septiembre de 2019

The Letter (La carta) -I Parte-

Un personaje femenino que se somete a un incontrolado acto de degradación amorosa. Matrimonio camino de la catastrofe. No hay desilusión o esperanza. Hay miedo, odio, y peligro. Coherente y apasionante declaración en primera persona de la más tortuosa decepción sentimental. De nuevo la paradoja de la vida recoge el fruto amargo de un hastío matrimonial sin disimulos. Y una carta aparece como extrema purificación al martirio oculto del deseo irreprimible y la absurdidad de lamentarlo. Amoralidad expuesta a una diabólica extorsión. Mitificación áspera e implacable de un crimen y su viperina motivación.





Se recorta en la inmensidad, hilando su soga de luz. Es sublime en su complacencia. Posee más creación cuando se nos detiene encima, inmóvil y callada, con los ojos entornados, absorbidos por la mordedura fugitiva de las nubes. El mundo es su calle; siempre lo mismo. A distancia lo conoce. Le añade el unto de su blancura a su inmensidad, que parece nacer en la gigantesca cruz de su paladar lejano. Lo atraviesa y absorbe en un regodeo sabroso; lo saja como un cuchillo, entrándole claramente en todos sus recintos. Vive desnuda. Atraviesa paisajes y mar, y huye loca por montañas y selvas. No hace falta palparse para sentir que va encima de uno. Es una espía que lava sus cendales en la llaga de las criaturas que se encuentran solas en su mundo nocturno, y que, al observarla, se exponen a la acusación escudriñadora de su curvatura sonriente e irónica, a ese halconeo viejo de sus ojos menudos. Posee un aliento de eternidad petrificada, que acaba penetrando en la raíz más profunda de la tierra. Y deja una sed de claridad que aviva el fuego de nuestras avideces más encubiertas. Puede ser el resabio amargo de una verdad que permanece temblando en el firmamento. Un aliento mudo en la noche, que posee la gracia de un nombre: "Luna"...







 





Y entre una brisa ardiente, avivada por la sencillez sugestiva del astro que hace de cualquier rincón del mundo hacienda de su voluntad, tras la arboleda selvática, que resalta y calla, ¡suena un disparo! La luna, cuyo brillo parece llegar resollando de pronto sobre los árboles lujuriantes, pastosa enjundia del caucho que los mantiene tiernos, descubre una escalera. Suena un nuevo disparo, y luego otro. Las aves nocturnas son ahora estados reveladores que se disuelven en revoloteos asustados entre la fronda azul de la selva. Todo cuanto pueda ser inesperado para nuestros ojos, es presentido por nuestra sensibilidad. No obstante, la pantalla iluminada nos representa del todo a una mujer. Un revólver cuelga de su mano como un extraño fruto que desgranase la intimidad de un secreto. Un hombre caído al pie de la escalera de un bungalow que nos ilustra de ese asiático cielo geográfico en que se halla enclavado. Al contemplar el cadáver, extática y aterrorizada, la mujer parece despedirse de lo que ya jamás será como fue. Exaltando los filos del hombre caído, sobre los colores vegetales, y sin mucha ceremonia, se detiene la luna con su cielo a cuestas. Y como estado revelador de la agonía de ella, descubierta inesperadamente en la tiniebla, y ya disuelta en el tiempo como las nubes que calman la ascensión ardiente del astro, levanta los ojos. Sus duros rasgos se palpan conmocionados en aquella brisa pegajosa de la selva. Y aunque todavía no comprendamos la exacta expresión de su verdad, creará allí mismo la mujer una especie de vínculo fatídico con la gata blanca, jamás gozada por dueño alguno, y cuyos ojos felinos se abren a través del antifaz furtivo que se prolonga en esa naturaleza etérea que forman las nubes.

"... Deseaba enfrentarme al papel de Leslie Crosbie en "La carta", basada en la obra de teatro de Somerset Maugham. Era fantástico: la esposa del propietario de una plantación de caucho en Malasia que mata a su amante de un tiro, es juzgada, y obliga a un abogado a engañar al jurado para escapar de la horca. Jeanne Eagels había obtenido un gran éxito en el mismo papel en la versión cinematográfica de 1929. Me había sentido fascinada por Jeanne Eagels desde la infancia; y era halagador y excitante crear una nueva interpretación de la asesina. Era un tema atrevido para la época -un asesino como protagonista que ni tan sólo intenta ganarse las simpatías del público- y pocas actrices se hubieran arriesgado a hacer semejante papel".




































"Howard Koch y mi querido William Wyler tuvieron una idea ingeniosa para perfilar el personaje de la asesina, Leslie Crosbie. Harían que Mrs. Crosbie estuviera ocupada inexorablemente en un chal de encaje, dando puntada tras puntada, sugiriéndose de esta forma simbólica el complejo esquema del personaje para engañar al jurado. Se aplicaría con la aguja a los pequeños pedacitos ovalados y blancos del tejido con una concentración que no alteraría ni la tensión creada por la espera del veredicto. Personalmente, me gustaba hacer ganchillo en la vida real para calmar los nervios y mantener las manos controladas. Wyler sabía eso mejor que nadie, y en la película le sacó una brillante y melodramática aplicación".

"Koch se inventó otra peculiaridad, que fue puesta de relieve por la fotografía laqueada de Tony Gaudio. Mi personaje estaría obsesionado por la luna, la cual parecería controlar su destino. Después de disparar contra su amante en las escaleras del bungalow, Mrs. Crosbie miraría a la luna; (la volvería a mirar, hondamente deprimida, a través de las rendijas de las persianas venecianas de la habitación en que se halla con su marido), y cuando, declarada ya inocente, se encaminase por el jardín al encuentro de su probable muerte. Cuando quienes pretenden matarla dejan el cuchillo en el piso de la habitación que da al jardín, Mrs. Crosbie miraría una vez más la luna, con la luz blanca e intensa reflejándose en sus ojos."
 


 
                                                                                
 


La década de los 30, lejos de las grandes comedias que la habían enseñoreado, va a sorprender al público que rebosa las grandes salas cinematográficas del mundo iniciando lo que se llamaría una nueva y espectacular "concentración dramática". Capítulo en trance de crear algunos de los mejores dramas fatalistas de dicho decenio, y cuyos ambientes opresivos serían una bien asimilada prolongación de las lecciones recibidas del famoso "Kammerspiel-film" mudo alemán, avanzada corriente realista que alcanzara su mayor relevancia a partir de 1920, enriquecida con grandes recursos estilísticos, basados en un enorme respeto por la unidad de tiempo, lugar y acción (todo ello vestigio de su procedencia teatral: el "Deutsches Theater" de Marx Reinhardt y el "Kammerspiel -teatro de cámara- de Ernst Lubitsch), que se inspiró en el naturalismo intimista del citado Kammerspiel", y se orientó hacia un estudio psicológico de personajes simples arrancados de la realidad cotidiana. 

Muy renombradas fueron "Sherben", 1921, cuyo guionista fue Carl Meyer y su director el rumano Lupu-Pick, tragedia de un humilde guardavías que asesinaba a un ingeniero ferroviario que violaba y abandonaba a su hija. La joven enloquecía y su madre acaba por morir perdida en la nieve. Y "Sylvester", 1923, historia del dueño de un modesto café, mártir del egocentrismo materno, al que se une su no menos despótica y egoísta esposa, y que terminará suicidándose la víspera de Año Nuevo. 
 
 









A través del "Kammerspiel-fim" (ya alejado de aquellos episodios que pusieron en circulación los mitos expresionistas, con sus figuras realistas de personajes que se movían entre decorados muy estilizados, de Robert Wiene, realizador de origen checoslovaco, con "Das Kabinett  des Dr. Caligary" ("El gabinete del doctor Caligari"), 1919, o los monstruos y espectros que Paul Wegener y Henrik Galeen resucitaran en "El Golem", 1920, F.W. Murnau en "Nosferatu, eine Symphonie des Grauens" "(Nosferatu, el vampiro"), 1922, y Paul Leni en "Das Wachsfigurenkabinett" ("El hombre de las figuras de cera"), 1924, se dará paso a un nuevo acierto capaz de crear tristes y pesadas atmósferas cotidianas, compromiso, como ya se indicó, entre ese realismo del día a día y el pathos de la tragedia griega.

                                                                     




 [Nacido en Mulhouse-hoy Francia-antes Alemania, 1 de julio 1902- Fallecido en Los Ángeles, EE.UU., de infarto agudo de miocardio, el 27 de julio 1981 a los 79 años]

William Wyler, sobrino del millonario productor Carl Laemmle (de biografía turbulenta, y uno de los famosos empresarios que, junto con Adolph Zukor, Marcus Loew, y William Fox -luego gerifaltes de la poderosa industria de Hollywood- había hecho su fortuna, a través del trust de Edison, con los famosos locales "Nickel Odeons" que proliferaran en Estados Unidos a partir de 1901), había nacido en Francia, y tras estudiar en Suiza aterrizó en la Meca del Cine en 1921. Su tío había fundado la Universal donde Wyler rodaría una veintena de westerns. Fue un aprendizaje tan fructífero como el de John Ford, con el que compartió los laureles honoríficos de aquella cada vez más revalorizada cinematografía norteamericana de anteguerra. Wyler empezaría a destacar a partir de 1933, año en el que realiza "Counsellor-at-law" ("El abogado"), basado en una pieza teatral de Elmer Rice (primeras pautas florecientes en Hollywood del "Kammerspiel" alemán), famoso dramaturgo de origen judío-alemán, en cuya obra se emplearía por primera vez la técnica, inicialmente en el escenario, luego famosa en la pantalla, del flash-back

Con "Dodsworth" ("Desengaño"), 1936, de Sinclair Lewis, iniciaría su mejor etapa cinematográfica como adaptador, concienzudo y meticuloso, de grandes novelas y piezas dramáticas. Seguirían "Dead End", 1937, de Sidney Kingsley, intenso drama social enclavado en el deprimido distrito del East River de New York, "Jezebel", 1938, archiconocida novela sureña de Owen Davis, sombra de grandes resonancias frente a la inmediata "Gone With The Wind" ("Lo que el viento se llevó") de Margaret Mitchell, "Wuthering Heights" ("Cumbres borrascosas"), 1939, de Emily Brönte, que se convirtió en uno de sus más gigantescos éxitos comerciales, "The Letter" ("La carta"), 1940, obra teatral de Somerset Maugham, y la no menos renombrada pieza de la controvertida dramaturga Lillian Hellman, "The Little Foxes" ("La loba"), 1941. Entran así en juego todas las espinosas bazas del que siempre fuera muy debatido tema: "el cine literario", del que no se puede descartar, además de su flagrante filiación a la novela de moda, la evaluación que aporta al Séptimo Arte la revalorización del diálogo, ya enriquecido con guiones provenientes de la fuente novelística.

Pero toda esta orientación que la nueva expresión cinematográfica exige hacia el análisis psicológico de sus personajes se va a ver necesitada de una flamante homogeneidad temporal en su soporte narrativo: larguísimas escenas, sostenidas por brillantes diálogos, medio social perfectamente definido y estudiado, y acción constante de los protagonistas que evolucionan por sus espléndidos decorados. William Wyler, John Ford y Jean Renoir se emplean a conciencia por aquellas fechas (beneficiándose de las nuevas emulsiones del "Super Sensitive Estman" -hoy todavía apreciables merced a las nuevas remasterizaciones digitales de muchos de sus más famosos films- que Kodak lanzara al mercado hacia 1934) en impresionantes puestas en escena que permite la nueva fotografía con gran profundidad de campo. Los protagonistas, merced al novedoso método, evolucionan sin perder nitidez de enfoque, perfectamente vinculados al medio, y pueden presentar simultáneamente dos actuaciones o situaciones, aunque dichos personajes se hallen colocados a diferentes distancias del ojo de la cámara. Todo ello evitaba también tener que fragmentar las escenas filmadas mediante el montaje. Fue una técnica que se opuso abiertamente al clásico cine-montaje de la época muda. Este espacio resultaba tan real y coherente como un escenario teatral. El actor aparecía, en consecuencia, revalorizado, al igual que sus diálogos y el decorado. "Podía seguir perfectamente la acción y evitar cortes -declararía Wyler- Los planos resultaban más vivos e interesantes para el espectador que podía así estudiar a cada personaje a su entero placer". El crítico y teórico francés André Bazin defendió ardientemente esta revolucionaria técnica que sería conocida como "cine impuro".







Habría que esperar a la aparición de Orson Welles que, aún partiendo de parecidas premisas técnicas como las empleadas por lo que se llamó "ascetismo funcional" de Wyler, Ford, y otros muchos, alcanzó una flamante cúspide "visualmente expresionista" basada en un inusitado desenfreno emblemático de la imagen. William Wyler contibuyó como pocos a difundir aquel nuevo fenómeno del cine literario, al que se asociarían también otros grandes directores de procedencia teatral: Otto Preminger, Robert Mamoulian, George Cukor, y el gran maestro del teatro alemán, creador del "Deutsches Theater", Max Reinhardt, que se había exiliado a Estados Unidos, y llevaría a la pantalla, valiéndose de extraordinarios efectos fotográficos, una fastuosa y atractiva versión de "A Midsummer Night's Dream" ("El sueño de una noche de verano") de Edwarde Bere, Conde Oxford, alias William Shakespeare.



 
Aquel nuevo realismo psicológico teñido, como se dijo, de un feroz individualismo pesimista, daría origen a una masiva traslación al celuloide de best-sellers y éxitos de Broadway. La aventura cinematográfica sigue su marcha ascendente y, momentáneamente, no perturba el espumeante "box-office" de los "felices veinte". De esta traducción cinematográfica, que recurre con mayor frecuencia a grandes novelistas y dramaturgos, aunque sin llegar a los excesos del "teatro filmado", como se entendía en Europa (Marcel Pagnol, Gabriel Pascal, Laurence Olivieretc.), logra, pues, sobrevivir el fenómeno de las gigantescas recaudaciones de taquilla que ayudarán a subrayar las "jerarquías estadounidenses" nacidas de sus grandes monumentos en celuloide, tipo "The Birth of a Nation" ("El nacimiento de una nación") de David W. Griffith; en este caso, levantados en honor a su "Guerra de Secesión". No es de extrañar, por tanto, que el mayor éxito comercial del cine sonoro de la década de los 30 fuese la traducción en imágenes de la novela sudista y "racista" de Margaret Mitchell "Gone With The Wind" (Lo que el viento se llevó"), 1939, cuya gestación, en la que intervinieron George Cukor, Sam Wood, y que, finalmente, rubricada por Victor Fleming, se debió casi en exclusiva a su propio productor David O. Selznick. "Gone With The Wind" se colocaría, en cuanto a "recaudación mundial en taquilla", primero a la zaga, y luego superándo ampliamente a "The Birth of a Nation".
 
Entre 1942 y 1945, tras servir como comandante en el Cuerpo Aéreo del Ejército de Estados Unidos, Wyler realizaría "Mrs. Miniver" y "The Best Years of Our Lives" ("Los mejores años de nuestra vida"), films clave en plena conflagración mundial, por las que recibiría el Premio de la Academia como "Mejor Director" y "Mejor Película"
 










En los 49-50, siempre aclamado por la crítica, seguirían éxitos como "The Heiress", 1949, ("La Heredera"), 1949, "Detective Story", 1951, "Carrie", 1952, "The Desperate Hours", 1955, "Friendly Persuasion", 1956, "The Big Country", 1958, y "Roman Holiday" ("Vacaciones en Roma"), 1959.


















En 1959 rodaría la mastodóntica "Ben Hur, A Tale of the Christ", basándose nuevamente, [y como ya hiciera Fred Niblo con su no menos espectacular "silent-movie" en 1925], en la bíblica fantasía novelada del general norteamericano de la "Union", Lew Wallace [1827-1905]. Wyler y su guionista Karl Tunberg nos escamotearon el sabroso personaje femenino de Iras, la hija de Balthasar, enamorada, en la novela, del tribuno Messala (protagonista femenina, a no dudarlo, que habría encabezado el reparto si Cecil B. De Mille -amante de los platos fuertes aportados en todas sus películas por las "femmes fatales"- hubiera dirigido el film); y rellenaron aquella erótica ausencia de la egipcia Iras con el segundo personaje femenino, una sosa e imposible Esther, interpretada por una desconocida Haya Harareet, de fugaz carrera artística. Lo más jugoso del film fue sin duda la ambigua historia de amor-odio entre Messala -a falta de Iras- (sobreactuado aunque no desdeñable Stephen Boyd) y Judá Ben-Hur (comedido Charlton Heston). Además, hoy es mayormente recordada por su espléndida carrera de cuádrigas, [secuencia que, no obstante, fue dirigida por los especialistas en efectos especiales Andrew Marton y Yakima Cannut] "Ben-Hur: A Tale of the Christ" consiguió 11 Oscars de la Academia, entre ellos a la mejor película, director, y productor Sam Zimbalist, al mejor actor principal Charlton Heston, y al secundario Hugh Griffith que interpretó al jeque árabe Ilderim. 


La película se beneficiaría también con una de los "sound-tracks" más grandiosos del inolvidable y epopéyico Miklós Rózsa, que se alzó con el Premio de la Academia a la "Mejor Banda Sonora"


 











 
 
 






 



























Al cine-escritura de William Wyler, dominado por largas escenas, densidad dramática e imponente solemnidad, meticuloso y formal, se le achacan todos los estigmas que acarreara la complacida maquinaria industrial hollywoodense, cuyos productos se gestaran, a través de directores como Wyler, Curtiz, Fleming, Wood, Garnett, y otro gran número de buenos artesanos, a mayor gloria de Mr. Dólar. Convertido en gigantesco operario de aquella inmensa fábrica de celuloide, alcanzó gran resonancia y un estable equilibrio dentro de ella, revalorizado por los muchos premios recibidos. Pero jamás pudo imprimir siquiera un asomo de sello personal a sus films, como sí hicieran Capra, Ford o Cukor. Tras un breve matrimonio con la actriz Margaret Sullavan [1934-1936, fallecida el 1 de enero de 1960, a los 50 años por sobredosis de barbitúricos, muerte accidental o suicidio], se casa de nuevo en 1938, con Margaret -Tally- Tallichet, también actriz, de cuyo enlace nacieron cinco hijos. Su hija mayor Catherine, en una entrevista periodística, explicó que había jugado un papel muy importante en la carrera de su padre, siendo muy a menudo su "guardián" y su lector de cuantos guiones se le presentaron. Wyler recibió el "Premio en Memoria de Irving Thalberg" y el "American Film Institute" a toda su trayectoria. El 24 de julio de 1984 se organizó una nueva entrevista junto a Catherine, previo estreno del documental sobre su vida como director y su carrera. Tres días más tarde fallecería de un ataque cardíaco, 27 de julio de 1981 en Los Ángeles. Sús últimas películas fueron "The Children's Hour", 1961, "The Collector", 1965, "How to Steal a Million", 1966, "Funny Girl", 1968 y "The Liberation of  L.B. Jones" 1970.