viernes, 14 de mayo de 2021

The Stalking Moon (La noche de los gigantes)


La concentración dramática, la opresión ambiental, el hermetismo atmosférico, el cerco angustioso y agobiante que conllevar puede la aventura, y del que tampoco se ha de descartar el fatalismo, casi siempre marginal e insólito, gravita obligatoriamente en cualquier odisea en la que se vea envuelta un grupo humano, por muy reducido o vasto que éste pueda ser. Pese a todo ello, alcanzar un patético acento de veracidad a través de esa pura dinámica física para que cualquier hazaña, por muy ínfima que sea, llegue a emocionarnos, o potenciar, en lo que al cine se refiere, la angustia y el interés del espectador, exige también enriquecer ese celuloide, que intangiblemente se proyecta en la pantalla, con la savia de la más "sensible de las emulsiones" (que diría un productor, director, cameraman o guionista hollywoodense). Y para que la acción y los diálogos que ilustran el marco social que la película en cuestión trate de ofrecernos se beneficie de un soporte bien definido y estudiado de sus personajes, a los que en todo momento habrá que seguir revalorizando por entre la arquitectura ambiental en que se hallen insertos, será imprescindible superar toda degradación del discurso naturalista, insistiendo en las posibilidades que, también en cine, consigue hasta la menor de las vocaciones realistas. Un estudio sensible de la psicología humana resultará no menos obligado. Un análisis que trasplante piedra a piedra cualquier "castillo de pasional aventura", y que sea capaz de inspirarse en el muchas veces polémico y comprometido testimonio veraz, indisolublemente ligado al suceso o crónica que se retrata, y que, como es natural, puede hallarse plagado de tipos abyectos y ambientes sórdidos, bien que haya de corresponderse con la mejor, más exacta y documentada recreación del espacio o fases del conflicto en que sus personajes se involucren, ya sean mediante escaramuzas de romántica bonhomía o a través del poético fragmento de la seducción. O entre la progresión estremecida de la debilidad humana y cuanto alegato embriagador emerger pueda de sus acciones menos pacifistas o más brutales. Al igual que en un espejismo que rezume una visión sombría o pesimista del hombre, sin atenuar los desafueros que lo vinculen a la génesis de la injusticia, rice el rizo de sus complicidades o simpatías, y acabe cristalizando en una especie de nihilismo existencialista de su protagonismo, como si de todo ello héroe alguno se hubiese dado cuenta en ningún momento.
 

 



                                        Robert Mulligan



Alan J. Pakula, [New York, 7 de abril 1928-19 noviembre 1998], productor, y Robert Mulligan, [New York, 23 agosto 1925-Lime, Conneticut, 20 diciembre 2008], director, cineastas de aliento poderoso, siempre modulados por una perfección técnica irreprochable y una densidad psicológica empapada de una asombrosa madurez artística, pese a lo reducido de su producción, se revelan como inspirados siempre, en cualquiera de los temas que abordan, por un extraordinario registro lírico así como por un relevante brío humanista y una asombrosa impetuosidad expresiva. En efecto, la envergadura del volumen de la obra de ambos creadores no se corresponde con su importancia cualitativa, pero es obra sólida y pujante, probablemente de las más importantes que ha ofrecido hasta hoy la cinematografía norteamericana.
 

Pakula-Mulligan al erigirse, pues, en profundos y estudiosos especialistas de la psicología humana, procuraron, un tanto ingenuamente frente al colosalismo comercial hollywoodense, centrarse en un producto personal que se movería siempre a través de la abrumadora responsabilidad social que esto entraña. Los retos a la industria cinematográfica y sus imposiciones de naturaleza económica son como armas arrojadizas que habrán de luchar y acabar perdiendo su batalla frente a las emociones menos intensas que el Séptimo Arte ha promovido por medio de la espectacular masificación que, a todo lo largo del siglo XX, y como alimento que siempre se ha permitido el lujo de poder excluir nuevas experiencias creadoras que pudieran afectar a la más comercial de sus amortizaciones en taquilla, les ha permitido (o más exactamente, obligado) a sacrificar el talento de grandes realizadores al más espectacular de sus fastos, en todo momento recompensado por una mayor afluencia de espectadores, como portavoces caseros de los mitos y de ciertas emociones menos intensas, pero que siempre terminarían por conmover a las grandes muchedumbres que una vez abarrotaran las salas cinematográficas del mundo. Y así forzosamente autores de la valía de este inolvidable tándem acabarían por verse arrastrados hacia un balance creativo mucho más provisional y contingente, y cuyos seguidores, también irremisiblemente, irían desapareciendo a pasos de gigante.
 





El gran dramaturgo George Bernard Shaw, Nobel de Literatura, ya proclamó en 1915 que: "... En efecto, el cinematógrafo y el fonógrafo resultan dos de los de los últimos inventos más revolucionarios desde el advenimiento de la escritura y de la imprenta, por ser fácilmente asequibles a nuestros ojos y oídos. Más revolucionarios si cabe que aquellos dos primeros, puesto que si el número de habitantes de este planeta que saben leer y escribir es ostensiblemente reducido (estamos hablando de principios del siglo XX), más escaso resulta todavía el número de los que, aun conociendo los imprescindibles rudimentos de la escritura y de su lectura, entienden lo que leen. Y muchísimo más limitado resulta la cuantía de quienes, al terminar la fatiga que conlleva el penoso y cansino transcurrir de los días, no se hallen demasiado fatigados como para decidirse "a leer" sin caer dormidos sobre las páginas de un libro"



El nuevo Olimpo de Alan J. Pakula y Robert Mulligan, que acoge el prototipo de un nuevo "american rebel", hasta cierto punto, víctima también del entorno social o familiar : "The Rat Race" ("Perdidos en Nueva York"), 1960, con Tony Curtis Debbie Reynolds, "Baby the Rain Must Fall", 1965, con Steve McQueen, Lee Remick y Don Murray, "The Other" ("El otro"), 1972, con Uta Hagen, Martin Udvarnoky y Chris Udvarnoky, "Same Time, Next Year" ("El año que viene a la misma hora"), 1978, en solitario, con Alan Alda y Ellen Burstyn;  y con Pakula, "Love with the Proper Stranger" ("Amores con un extraño"), 1963 con Steve McQueen y Natalie Wood,  "Inside Daisy Clover" ("La rebelde"), 1965, con Natalie Wood, Robert Redford, Christopher Plummer, y Roddy McDowall, rehuye, no obstante, ese personaje clásico, nacido en la década de los cincuenta, introvertido, complejo y especialmente atormentado, a la manera mítica de Erich von Stroheim, o James Cagney, Humprey Bogart, John Garfield, Marlon Brando o James Dean. El reverso está representado por nuevas psicologías, algo más planas, de jóvenes incomprendidos, incluso huraños, tipo Natalie Wood o Steve McQueen, o adultos del tipo de Alan Alda y Ellen Burstyn, o la exquisita Jennifer O'Neill de "Summer of 42" ("Verano del 42"), 1971, que parecen haber alcanzado un nuevo pináculo basado en la desmitificación, y los últimos velos de misterio de aquellas generaciones amargas y paroxísticas.

 



 
 



Pakula-Mulligan no rehuyen tampoco su alegato anti-racista. Y adaptan, con enorme acierto, la novela de gran éxito de la escritora Harper Lee "To kill a Mockingbird" ("Matar a un ruiseñor"), Premio Pulitzer en 1961. Extraordinario film de denuncia, que con gran realismo convertirá a un joven negro, injustamente condenado por una violación no cometida, y defendido por un honesto y ejemplar abogado blanco de la ciudad de Alabama, Atticus Finch, excelentemente interpretado por Gregory Peck (que se vería recompensado por primera vez en su larga carrera con el Premio de la Academia 1962), en uno de los personajes más positivos de la película, coprotagonizada también por magníficos actores infantiles como Phillip Alford, Mary Badham y John Megna, además de Robert Duvall, James Anderson, Paul Fix, Brock Peters y Rosemary Murphy.




No obstante, las mejores virtudes de este gran director que fue Robert Mulligan aparecerán reunidas, de nuevo sin Pakula, en su sorprendente "Summer of 42" ("Verano del 42"), 1971, que sin echar leña al fuego sagrado del mito, logra conmover a la nueva juventud norteamericana a través del espejo o retrato de un nuevo símbolo generacional más gris y desafortunado, que se vería inmerso en los prolegómenos de la II Guerra Mundial, y dotado de cierto "primitivismo" para una nueva adolescencia americana baqueteada por el nuevo fenómeno muy en boga de la "inadaptación", y que jamás tuvo conciencia de las situaciones conflictivas, en especial sobre la conducta sexual, vividas por sus padres.


"Summer of 42" vive el importante relevo de aquel crepúsculo, fallecimiento o retiro de grandes y sólidos veteranos, que habían sido puntales de la historia del Hollywood opulento, y se adentra de nuevo en el sendero de este proceso de reeducación que nos muestra esta pareja anarquista asistida por un flamante clasicismo de exaltación romántica, con sus inevitables toques de buen material dramático. Y que movidos, como siempre ha sucedido y seguirá sucediendo, por sus instintos, rubricarán también el tema de la lucha contra la hostilidad del medio, pero sin caer en los excesos patológicos expuestos por los cineastas de la "generación perdida". Ese "Verano del 42" nos será mostrado como otros veranos de nuestras adolescencias, tan llenos de sol, cuando, dejando de ser niños, creímos estrenar nuestros uniformes de pubertad, y observábamos en la umbría lejana de alguna vivienda aislada, esa boca encendida, lisa y dulce; ese bello rostro femenino paseando quizás por un viejo jardín. Una mirada sobre la que todos hubiésemos querido desbordar las mieles de nuestros requiebros. El film recoge el ahogo apasionado de nuestras primeras vehemencias sexuales, guardadas en el cofre de nuestra adolescencia. Hay en el film de Mulligan un aliento de ansiedad atemporal, denso y súbito, pero que no nos aflige, porque tras la inicial crisis del crecimiento, fluye también la ternura de nuestra primordial respiración adulta, la que observa a través de aquella puerta entreabierta que prometiera cierto complot inocente con nuestras juveniles complacencias del amor, la inquietud del abrazo primero, exclusivista, fiel a esa nerviosidad conturbadora en que nos sumiera nuestro despertar al sexo, y la adquisición titubeante de nuestro primer preservativo. Y un último beso a la vista del mar cuando fuimos el amante candoroso, y ella aquel primordial sueño tras la cita inesperada, temeraria. Laberinto mágico cuyas puertas se abrían y cerraban por entre aquel obligado mecanismo de la discreción. Un preclaro canto al ocaso de nuestra pasión adolescente antes de que llegara. "Summer of 42" se erige, pues, en un grabado de lujo. Es única, viva y suprema. Es nuestra nodriza del primer amor, que se quedó ahí, en el ángulo en sombra de nuestra pubertad.
 

 





No cabe la menor duda de que la violencia instintiva puede ser también un material dramático en manos de un gran realizador. Como una vez nos reseñara Darwin por medio de su tercer principio, los cambios de rumbo habrán de tropezar siempre con afrontamientos. Pero lo fundamental de la materia de la dramaturgia violenta, sea cual sea el campo al que fuere transferida, exige una narración auténtica, seria y expresiva, capaz también de transgredir los consabidos esquemas más uniformes de que siempre se ha valido ese armazón representativo de toda virulencia y brutalidad






 

 
"The Stalking Moon", western atípico donde los haya y de nuevo cuño, dotado de gran libertad formal y de una excepcional atención a los problemas individuales de sus personajes, acaba aquí triunfando al aportar como novedad cierto reconfortante alejamiento (ya muy presente en las sintetizaciones formalmente culturales emprendidas por las realizaciones de Pakula-Mulligan frente al marco opulento y obsesivo que, a pesar de todos sus pecados culturales e históricos, siguiera imperando entre la cinematográfica sociedad de consumo norteamericana) de las presiones comerciales, aunque sin obviar el culto a las estrellas, y cuyo único sistema eficaz de cine de éxito, que pudiera arrasar en taquilla (muy maltratada ya por el auge de la televisión), trascendiese hacia producciones de dimensiones gigantescas o exhumando los restos maltrechos de ciertos documentos sociológicos, tratados con fáciles apaños. Un cine que se erige ahora en testigo observador de exagerados desmanes intelectuales y psicológicos, y que prefiere entrar de lleno en los menos veraces, más agresivos y aterradores documentos sociológicos que generar pueda la égida de una nueva economía del bienestar, poco preocupada por lecturas complejas y difíciles, ya sean en cine o literatura, y que, en cuanto al tablero de la cinematografía contemporánea, prefiere recurrir a su tradicional circo hollywoodense.


A través de esa visión simple e ingenua del mundo del western, pero cuya grandeza, en manos de tantos gigantescos creadores, derivara siempre, unas veces para bien, otras para mal, de esa elementalidad cantora de gestas, que fue también capaz de abordar el complejo bagaje que conlleva toda crónica histórica de nuestro mundo, nace esta incursión del tándem Pakula-Mulligan por entre aquel retablo social, decisivo para Norteamérica, que fuera su gran odisea pionera, sin rehuir la pura dinámica física, la misma que tantas veces restara su patético acento de veracidad al cine del Oeste. Y frente a esa abierta ventana de sus monumentales espacios exteriores, sin desdeñar el clásico motivo de la amenaza india, rebrota un denso universo problemático en el que, pese a concederse ciertos actos de brutalidad sin paliativos (y que, por su planteamiento excepcional, no están necesariamente reñidos con la dignidad artística), a través de un sensible realismo pleno de las virtudes de sobriedad y grandeza narrativa, subyace un nuevo aliento épico, capaz, como pocas veces se ha visto en el western, de exponer las transformaciones psicológicas del débil y el fuerte, e integrarlo en una dimensión meticulosa, desbordante en expresividad y en capacidad de comunicación poética entre el clasicismo y el atractivo factor dramático determinante que también puede conllevar la aventura.
 

 

 
 
 
 
 









 
 
 
Territorio de Nuevo México. Como resultado de las escaramuzas llevadas a cabo por el ejército frente a los desplazamientos conflictivos de las tribus apaches, un grupo de mujeres y niños son hallados en depauperadas condiciones. Una mujer blanca (cautiva de los indios desde su infancia tras la matanza de toda su familia) y su hijo mestizo, antes de ser transportados a la reserva, solicita el auxilio de un explorador, complejo e introvertido (héroe gris, todo lo contrario de los viejos epónimos optimistas, prototipos de la simplicidad épica y la mítica ingenuidad de un Tom Mix, o de unos incipientes Gary Cooper, Clark Gable o John Wayne, por poner un ejemplo), quien, tras esta última misión, se dispone a abandonar el ejército y recluirse definitivamente en su granja.





 
 
 
 
Soledades, una sombra de amenaza, un trastorno en las ansiedades humanas. El explorador cede, sorprendido ante la insistencia apremiante y desesperada de ella. Y tras la oscuridad de su existencia, se muestran señales fugaces del más elocuente de los horrores: una persecución macabra, una silueta específica que se anuncia dejando tras de sí una estela de muerte. Un irreversible pasado de terror que, obstinado, envenena sustancialmente la nueva vida emprendida. Una agonía lenta, reflexiva, que se mide en las distancias, en la salvaje leyenda de las tribus indígenas que se comunican sus cualidades agrestes. 
 





Y tras la intención de la fiera, desconfiada, con andares de pantera, una vez suprimido el concepto de su silencio, un enfrentamiento en la luminosidad encendida de los montes. La conciencia de la angustia, del pánico, y de la barbarie que se internan de nuevo en el paisaje. Y que allí permanece esperando, como un tiempo indolente y cruel, súbito para nuestros ojos. Un horror hecho memoria. No se oye más que la brisa en el yermo. Y el paisaje parece gritar que nos aguarda ya por última vez, porque tras la postrer tentativa, tras la resonancia de aquel careo con el horror que se extiende en la ancha desnudez que invade la lejanía, ya nada será como fue.


 



[Eldred Gregory Peck, nacido en La Jolla, California, EE.UU., el 5 de abril de 1916- Fallecido en Los Ángeles, California, el 12 de junio de 2003 de bronconeumonía a la edad de 87 años]

Gregory Peck (Sam Varner): Oportuno redescubrimiento para el western de un actor idolatrado por el público americano. Materializa, como si de un gran acto de fe se tratase, todos los excesos propios que conllevan las reacciones apasionadas. Peck arremete con violencia. Su enfrentamiento es comparable al del tigre en la selva. Desaparece el maleficio que siempre acompañara sus interpretaciones, dotadas de un escaso poder expresivo. Peck evoluciona. Deriva inesperadamente hacia uno de los más meticulosos estudios de conductas que se le recuerdan. Y concede a su interpretación esa inolvidable y exuberante vitalidad que poseen los significados icónicos en que nos envuelve el Séptimo Arte.
 

 



         [
Eva Marie Saint, nacida en Newark, Nueva Jersey, EE.UU., el  4 de julio de 1924- Edad actual 96 años]
 

Eva Marie Saint (Sara Carver): Un rostro que penetra magistralmente en la realidad interior de su personaje. Una mirada que, partiendo de diálogos mínimos, como si de pronto fuera incapaz de comprender la radical novedad que comporta su nueva existencia, lejos del horror de sus vivencias pasadas, con su hijo apache, y el gran drama de alienación que la tuvo apartada de su mundo, dota cada instante de una emotiva y poética complejidad y de una riqueza psicológica admirable.
 

 
 

[
Robert Wallace Forster Jr., nacido en Rochester, New York, EE.UU., el 13 de julio de 1941- Fallecido en Los Ángeles, California, el 11 de octubre de 2019 de cáncer cerebral a la edad de 78 años]

Robert Forster (Nick Tana): La gran pincelada del tono amistoso. El amigo que suple con su compañerismo la escasez numérica ante el peligro. La huella enérgica que se suma a la nueva esperanza de vida y de liberación de los personajes principales. Forster ofrenda así esa visión reconfortante que nunca falta a las leyes de la amistad entre hombres. Presencia subyugante. El visitante cordial, súbito, determinado frente al sufrimiento. La ágil figura dispuesta a resistir hasta terminar su úlltimo cartucho.




Escenarios naturales. El vertiginoso ojo de la cámara es capaz de transmutar la complacencia que nos acerca a la plenitud del espectáculo cinematográfico en una participación emotiva, aun concediendo su justificación a las mil variedades, unas veces pueriles, otras epopéyicas, de los procedimientos empleados por el western. Los elementos condicionantes del mismo parecen rehuir las fórmulas estereotipadas que operaban con la complicidad del espectador amaestrado. La codificación formularia del western se convierte en un mito escurridizo. Y así "The Stalking Moon" se transforma en una pesadilla que disloca los métodos narrativos, se concede una mayor sutileza de lenguaje, y vive un apasionante proceso de evolución en todas sus dimensiones clásicas.



Fred Karlin (
Junio 16, 1936 – Marzo 26, 2004), gran músico nominado en infinidad de ocasiones al Premio de la Academia (que conseguiría finalmente por "Lovers and the Others Strangers" en 1971) creó un espléndido sound-track de exuberante vitalidad. Una memorable e impactante exploración sonora capaz de ahondar tanto en los sentimientos que mueven a sus protagonistas como en la insólita aventura en que se ven envueltos.
 
 
 
 
 

[¡Sublime, climática, subyugante, esplendorosa, y apasionante, uno de los sound-tracks más  memorables del farwest!]
 
 
 














                                     Nathaniel Narcisco