





























El barco es izado fuera del agua y se descubre el cuerpo de Philip, colgado del cabo del ancla. Tan sólo suena un grito de horror de Marge. Tom seguro de que su crimen ha resultado perfecto y ha conseguido el amor de Marge, disfruta tranquilamente de una copa en un bar después de decirle a la camarera que nunca ha sido tan feliz. Y ajeno a lo que ocurre y a que la policía llega discretamente y pregunta por él, acude sonriente a la solicitud policial seguro de sí mismo.











"Plein Soleil" logra
desbrozar toda la maleza criminalista y todos los excesos propios de la
reacciones apasionadas que pueden conducir hasta el asesinato, cuando
arremete sugestivamente con una especie de maníaca idolatría por
embellecer la imagen más abrumadora y dominante de la novela policíaca y
su lenguaje escrito, valiéndose, en este caso, de dos seductores
protagonistas masculinos: el criminal y la víctima. Pero toda sutil
introspección hacia el "realismo psicológico" da paso a otra expresión
más atrayente como la de una modélica "puesta en escena" que se
aleja así del "cine de autor", ya en boga en la década de los 50 en
Francia. Y con un sugerente lenguaje autónomo como el que lleva a cabo
su director René Clemént, defiende con fascinante furor un nuevo
enfoque cinematográfico "anti-intelectual", para poner en el candelero
al cine negro de suspense o en color norteamericano de Alfred Hitchcock, Samuel Fuller o hasta la "Charade" de Stanley Donen
por aquella década. Y como al mismo tiempo rinde su más tentador culto
al no menos demencial fetichismo que conllevan los ya citados y
agraciados retratos de los intérpretes de "Plein Soleil" (en el que se incluye también la no menos cautivadora figura femenina),
y del poder expresivo y cautivador con que los acoge la imagen
cinematográfica, (aunque no deje de implicarse en su innegable vasallaje
al arte noble de las letras), la película y la perspectiva ganada con
el alejamiento del tiempo logra transgredir la frontera de toda cuestión
"amoral" para seguir convertida en una "pirueta diabólica" artesanal,
¡sí!, pero "que todavía nos devora emocionalmente"

Cuando
la desestalinización ya había quemado todas sus etapas gubernamentales
en Polonia, nos llega su aporte cinematográfico como novedad innegable
de una capacidad autocrítica alejada de su pasado histórico, valiéndose
de una gran libertad formal y su atención hacia problemas individuales,
que se alejan del edificante y pueril romanticismo de las apologías
políticas stalinistas, porque en su nueva cinematografía el romanticismo
tiene un signo pesimista y lúcido a la vez, que en algunos casos
devuelve al hombre la complejidad psicológica que le había arrebatado el
realismo socialista. Y en este rápido y brillante crecimiento del cine
polaco, aparece una personalidad tan interesante como Roman Polanski
(nacido en París en 1933, y estudiante en el Instituto de Lodz, y con
nacionalidad francesa y polaca) que, antes de convertirse en un
trotamundos que recorrerá con enorme notoriedad las cinematografías
occidentales, tras abandonar su Polonia estudiantil, impone, todavía en
dicho país su nombre con el inesperado éxito de "Nóż w wodzie" ("El cuchillo en el agua"), 1962, con dos intérpres masculinos y uno femenino: Leon Niemczyk, Zygmunt Malanowicz y Jolanta Umeck.

































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