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domingo, 6 de diciembre de 2020

La tía Tula -I-

Cuando un "Ente Gubernamental" de posguerra y dictadura, una "Institucional Junta de Clasificación y Censura", y una no menos nefasta "Comisión Episcopal de Ortodoxia y Moralidad" (que ya en las décadas de los 40 y de los 50 se habían erigido en grandes veladoras de éticas y sanas digestiones patrias, a fin de cortar por lo sano cualquier cuajo intelectivo -¡que no curiosón!- a toda autoría cinematográfica sobre la piel de esta Península) persistía gravemente, y estamos hablando de principios de los 60, en ofrendar una anómala protección económica a cualquier conato de "cine de autor", sería absurdo no afirmar que "Nuestra Cinematografía" caminaba todavía apoyada en muletas. En efecto, el problema del cine español andaba muy lejos de estar resuelto. Nuestras pantallas se veían así anegadas con productos encasilladamente carpetovetónicos, contando con el sostén de un público que, al tiempo que digería las formas más tradicionales y adocenadas de un folklorismo exacerbado, ignoraba, como era de cajón, merced a la imposibilidad de llegar a acceder a las mismas, otras posturas ideológicas o movimientos estéticos cinematográficos que habían ido surgiendo en otros países aledaños como Francia e Italia, tras el fin de la II Guerra Mundial.Y en la mayoría de los casos, la intransigencias burocráticas y el desprecio de la mayoría de los estamentos de aquella sociedad española, entre la cual se hallaban muchos mal llamados doctores de nuestra cultura de entonces, dificultarían toda progresión a cualquier movimiento que supusiese un viraje hacia nuevos horizontes artísticos y experimentales de nuestro congestionado celuloide hispano, ofreciendo juicios críticos poco arropadores de la producción nacional. Muchos se permitírían denominar al Séptimo Arte "el efímero cine", y otros acabarían por trasplantar a ciertas revistas su inspiración arcaizante en comentarios (como el de un tal Eugenio Montes) del tenor de : "Las salas cinematográficas son las catedrales del siglo XX, lo cual no es un elogio para dicho siglo, sino más bien una total nostalgia por las catedrales".


Hacia 1964 el Estado decidiría otorgar protecciones específicas a las películas destinadas a menores o "cine infantil" (Pablito Calvo, Marisol, Joselito, Rocío Durcal, y un largo etc., se convertirían en las figuras más taquilleras entre aquella constelación de niños prodigio). Se establecieron también anticipos estatales de hasta un millón de pesetas -¡de las de entonces!- (amortizables en tres anualidades), a ciertos productores de los muchos que se agitaban por los negros Ministerios de la época, y que permitirían dar paso al debut de muchos jóvenes realizadores, capaces de sacar adelante filmes declarados de "Interés especial", y que mantendrían, contra todo lo imaginado, una cuota de pantalla en una rentable proporción de cuatro a uno.

Directores noveles como Manuel Summers, Carlos Saura, Francisco Regueiro, Julio Diamante, Mario Camus, Angelino Fons, Basilio M. Patino, Jorge Grau y Miguel Picazo, junto con la escuela de Barcelona, que ofreciera un lenguaje muy personal, probablemente el más experimental, vanguardista e insólito, dentro del panorama del nuevo cine español (Jaime Camino, Vicente Aranda, Pedro Balañá, José María Forn, Jacinto Esteva, Joaquín Jordá y José María Nunes, director portugués arraigado en Barcelona), formarían el más nutrido abanico de nuevos nombres cinematográficos y una de las mejoras más sustanciales en el florecimiento de un medio relegado a los climas enrarecidos de una cultura anquilosada y retórica, asfixiada por las trapacerías arbitrarias de un Gobierno que siempre había contemplado la cultura cinematográfica como un fenómeno cuanto menos desdeñable, mostrando un desinterés casi total con el destino comercial, y mucho menos artístico, de este medio que, en 1940, fue catalogado como "dañino, por inmoral".


Divorciados del resto del mundo, tras la "Dictadura Franquista", nuestra anemia artística crónica se había polarizado, hacia un falso cine histórico, un falso cine social, un falso cine religioso, y, por supuesto, un disparatado cine folklórico. Ya en 1955, el "Cine-Club Universitario de Salamanca" había hecho un llamamiento desesperado al país, a fin de rescatar nuestra cinematografía del clima enrarecido en que se hallaba inmersa. Se apelaba a la gran tradición realista de nuestra cultura española (Velázquez, Cervantes, Quevedo, Calderón, Ribera, Goya, Galdós, Baroja, Lorca...)

Y un grito unánime se alzaría de aquellas "Conversaciones Nacionales" ante el gigantesco problema estructural que pesaba sobre el desarrollo creativo de la cinematografía peninsular: 
 
 
                                           ¡El cine español está definitivamente muerto! ¡Así que viva el cine español!"

Del espíritu de Salamanca habían partido conclusiones, hoy célebres, encabezadas, entre otros muchos, por Luís García Berlanga, Juan Antonio Bardem, y el  italiano Marco Ferreri. Uno de los diagnósticos más contundentes contra los males que aquejaban a aquel cine de castañuelas, de guardarropía alcanforada y reconstrucciones históricas por completo escayoladas, fue formulado por éste último: "Nuestro cine español actual es: Políticamente ineficaz. Socialmente falso. Intelectualmente ínfimo. Estéticamente Nulo. Industrialmente raquítico."





 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Miguel Picazo una de las figuras más significativas de aquel relevo generacional artístico de mediados de los 60, que ya había vivido el amargo sabor que proporcionaba el vino de la censura, al habérsele prohibido muchos de sus guiones anteriores, se estrenó, finalmente, con una libre adaptación de la novela homónima de Miguel de Unamuno: "La tía Tula". Esta eficaz y vigorosa realización tuvo un punto de partida insólito para la época: se convirtió en la película más taquillera del momento entre aquella playa solitaria a través de cuyas caóticas resacas se significara, durante largos años, nuestra endeble industria cinematográfica hispana. Y acaparó, contra todo lo imaginable, una inesperada avalancha de premios (incluido el de San Sebastián) entre la amalgama de festivales extranjeros que visitó, confiriéndole un notable retablo de prosperidad financiera, merced a una de las valoraciones globales más espectaculares y exitosas jamás concedidas a película española alguna.











Sería injusto en la obligada revisitación de esta obra maestra, que el tiempo no ha hecho sino fortalecer, no incluir la huella imborrable de su estreno en New York (casi impensable para un film español de los años 60. Retrato de aquella España mesetaria habitada por un colectivo humano que parecía tomado en serio por primera vez, y que Picazo, frente a la reinante beatitud peninsular, supo reproducir con tanta limpieza y dureza, que todavía hoy nos deja boquiabiertos), donde un público entusiasta no daba crédito a sus ojos ante el esquema narrativo de una realidad social española de profunda y compleja dimensión, en la que no faltaban las resonancias dramáticas del naturalismo; una realidad captada en tiempo presente que se aliaba, con todo el afán polémico de la investigación social, a tan deslumbrante esplendor como el que emanaba de la potente personalidad de sus personajes.
 
 



[Nacido en Cazorla, Jaén, el 27 de marzo de 1927- Fallecido en Guarromán, Jaén, el 23 de abril de 2016 a los 89 años]
Miguel Picazo tuvo la afortunada intuición de evitar la literatura en su concepto más determinante, modificó hasta donde pudo el curso incidental de la novela, obvió la más mínima conciencia política de un país azotado por una férrea "Dictadura Franquista", pero configuró las formas sociales, como quizás únicamente supieron hacerlo Bardem, Berlanga y Ferreri. En consecuencia, dotó el film de una puesta en escena magistral escalando los peldaños de una sociedad que pervivía en su puritanismo morboso, siempre abocado (en cuanto a la mujer se refería) a los conflictos íntimos de una feroz represión sexual, auspiciada por el estamento religioso, y que así representaba una situación humana característica de su tiempo y de su sociedad. 

Los protagonistas, tanto los principales como algunos de los secundarios, pueden muy bien rebasar lo patológico, porque los deseos y los amores lo son, y Picazo recogía los clichés conformistas y aburridos de una cultura tradicional, casi documental, (que parecía no desear rebelarse con el medio que le rodeaba), con una autenticidad más que ejemplar.
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La infancia de Miguel Picazo se desarrolló entre los pequeños pueblos de Cazorla y Peal de Becerro, de la provincia de Jaén. De su niñez parten las premisas domésticas rurales andaluzas más acendradas, su comedia humana pueblerina que permanecería invariable de los distanciamientos sociales con las ciudades más pobladas de la geografía jienense, y por extensión del resto de España. Lo que significaría verse sometido al tono pudoroso y moralmente arcaico que ofrendaban los pequeños pueblos carpetovetónicos. Todo ese mundo, retrato de familias corrientes entre situaciones de una moral constreñida y empobrecida por la religión y la distanciación que no permitía abarcar de manera definitiva la complejidad social, quizás no menos opresiva, pero necesaria de las ciudades más grandes, conferirían a las  escasas recreaciones cinematográficas de Picazo su discurso más genérico y degustable.
Miguel Picazo sintió siempe una devoción muy especial por su madre, Antonia, una mecanógrafa separada que llegó a Guadalajara con sus dos hijos pequeños.  Finalmente, estudiando por libre mientras trabajaba como auxiliar administrativo en la empresa "Taberné", terminó fundando un juvenil  cineclub que fue clausurado por la presión de los sectores conservadores de la ciudad. 
 


De Guadalajara pasó a Madrid donde empezó estudios de Derecho, aunque se sintió siempre atraído por el cine e ingresó en el "Instituto de Investigaciones Y Experiencias Cinematográficas", más tarde convertido en la "Escuela Oficial de Cine". Movido así por sus ansias de poder llegar a dirigir películas, conoció a otros realizadores recién llegados como él, con los que formaría el nuevo y más avanzado grupo de cineastas adscritos al llamado "Nuevo Cine Español". Entre ellos se hallaban Basilio Martín Patino, Carlos Saura, Manuel Summers, Mario Camus, y, finalmemnte, José Luis Borau, defensores de un cine mucho más comprometido con la realidad social  española de la época, y admiradores a ultranza del extraordinario Neorrealismo italiano.
 

1964 se convierte en el gran año de su debut como director cinematográfico al rodar su primer largometraje "La Tía Tula", con una sublime Aurora Bautista, un admirable Carlos Estrada y un plantel de secundarios maravillosos como Irene Gutiérrez Caba, Enriqueta Carballeira, José María Prada y Laly Sodevila, ínclita adaptación libre de la novela corta de Miguel de Unamuno, donde la realidad social que vive en aquel momento España es relativamente diferente a la expresada por Unamuno, y su diseño, más modernizado, es diseccionado por medio de la frigidez manifiesta de la protagonista femenina, que la llevará a una situación límite a través de los recovecos sexualmente obsesivos que expone el protagonista masculino, Ramiro,  cuñado y padre de dos niños a los que ella hace suyos tras la muerte de su hermana. Pero Tula acabará completamente sola en una situación límite donde su realidad y su pesadilla se mezclan dramáticamente. 


 

La película, en la que así se lanzaba una crítica a la moral dominante en las ciudades provincianas, obtuvo el "Premio Perla del Cantábrico a la Mejor Película de Habla Hispana", y Picazo el "Premio San Sebastián al Mejor Director" El film cosechó el reconocimiento de la crítica y obtuvo un éxito comercial sin precedentes. Tras ella quedó un público entusiasmado, pero también  una censura indignada. Fue rodada en Guadalajara, y sus localizaciones abarcaron la plaza de la iglesia de Santa María, la calle "Benito Hernando", la puerta del "Teatro Moderno" o la antigua pastelería de la calle "Mayor" que estaría donde hoy se ubica el bar "La Favorita", o el cementerio municipal. También las secuencias de interior, se hicieron en una casa del "Paseo de las Cruces", junto a lo que hoy es la delegación de Sanidad.


 

 

 
 
 
Tras la muerte de su hermana Rosa, Tula (Aurora Bautista) acoge en su casa de Guadalajara a su cuñado Ramiro (Carlos Estrada), empleado de Banca y a sus dos sobrinos de corta edad, Ramirín de 12 años (Carlos S. Jiménez), y Tulita de 10 (Mari Loli Cobo). Cuando, tras varios días de guardar luto por su hermana, vuelve a la rectoría parroquial, especie de club de solteronas que comparte con sus amigas, el Padre Álvarez (José María Prada) le indica que tiene por delante una gran labor, cuidar de su cuñado y sus sobrinos.
Cuando Tula pasea con sus amigas, observa con disgusto que un vecino próximo, dueño de una confitería en la que vive con su madre, siempre la sigue con pretensiones de conseguir hablar con ella, y crear cierto afecto de tipo noviazgo, ella lo rechaza dándole la espalda, y situándose en medio de sus amigas para que no pueda acercársele. Tula comenta que no sabe porque insiste puesto que ella jamás estaría dispuesta a aguantar a un hombre.

El pretendiente despechado ruega a  Ramiro que interceda por él ya que desea contraer matrimonio con su cuñada, que siempre le rehuye. Incluso escribe una carta para que Ramiro se la lleve a Tula, en la que le expone que sus intenciones son honestas. Ramiro sonríe indicándole que por su parte no hay problema, pero que en cuanto a su cuñada: "¿Qué quieres que te diga?... No es por ti, es por Tula, como es tan rara" Cuando se despide de ellos, insiste en que tratará de convencerla. "Nosotros somos gentes serias", aclara la madre de su amigo.



Dicho amigo acostumbra a acceder a zonas de las afueras con algunos amigos, donde tienen lugar encontronazos con vulgares prostitutas provenientes de la ciudad. En uno de esos encuentros Ramiro también merodea por aquellos alrededores. Cuando su amigo le pregunta si Tula le ha dado alguna contestación a su carta, Ramiro le indica que ella mantiene su rechazo hacia él. Su amigo le dice que será Ramiro quien acabará casándose con ella, y que en el fondo él se alegra de que así sea
 

En efecto, será Ramiro, cada vez más inclinado y obsesionado por la castidad forzosa que le impone su viudez, quien proponga a Tula que se case con él a fin de regularizar la situación doméstica en que ambos se hallan, (medio subrepticio para dar paso a sus necesidades sexuales) Ramiro es plenamente rechazado por Tula, horrorizada por la petición matrimonial que le expone su cuñado. Luego Tula, apesadumbrada se retira a dormir con su sobrina y le pide que rece por su madre, y también por su padre. Tulita exclama: "Pero, papá, no se ha muerto"... "No, cariño, pero también necesita que recemos por él"

Tulita hace la comunión y Tula se siente embargada por la emoción de la ceremonia como lo habría hecho su propia madre. Pero Ramiro se mantiene apartado, sumido en su pequeña depresión solitaria.
En la buhardilla de la casa, Ramirín encuentra cartas de amor de su padre dirigidas a su madre en la época de noviazgo. Tras reñir a su sobrino, Tula lee las cartas de Ramiro subidas de tono por los deseos concupiscentes que en ellas expresaba.

"Yo sé muy bien lo que tú buscas", expresa ante sus intentos de acercamiento, al salir de unas ánginas que lo han mantenido en cama. Tras el intento de Ramiro de acariciar sus manos, Tula acude presurosa a laváselas.

 

 

 

 

 

En pleno epicentro de la acción, Ramiro, abatido durante la noche por el insomnio y el deseo sexual, se entrega, a la mañana siguiente, a un desesperado propósito de violación.

Tula confiesa lo sucedido a su confesor, Padre Álvarez, que le  aconseja que se case con Ramiro, y que si no lo hace, lo mejor es que se marche de su casa y se lleve con él a sus hijos. "No hay más remedio, Tula, métetelo en la cabeza", le expone razonablemente el Padre Alvárez, a lo que Tula replica que "ella no ha de servir de remedio para nadie" Implícitamente se refiere a la sensualidad masculina.
 
 



 
 
 
 
 
 
 

Para buscar una compañía que frene por algún tiempo las pretensiones de Ramiro, Tula se marcha con su cuñado y sobrinos a pasar una temporada a casa de su tío Pedro, en un pueblecito próximo. Allí, en la calurosa noche veraniega, Juanita (Enriqueta Carballeira), jovencísima prima de Tula será objeto de los irrefrenables deseos sexuales de Ramiro.  La pobre niña se había lanzado a bañarse en el río junto a sus primos y Ramiro vislumbró tras las ropas mojadas el desarrollo de su cuerpo adolescente.

Meses después, el tío Pedro se presenta en casa de su sobrina, exponiéndole a Ramiro que Juanita se halla embarazada y debe casarse con ella. A su regreso de una enfebrecida y vodevilesca despedida de soltera de una de las amigas de Tula, Ramiro confiesa a su cuñada lo sucedido.

                            Tula reacciona, primero se mantiene en silencio sin dar crédito a lo que está oyendo

Luego, desesperada, insulta a Ramiro, le llama "sucio", aunque su moral católica exige de él  que cumpla con su deber.  Y que se vaya de su casa, aunque le amenaza con que no se llevará a los niños, porque los niños, desvaría: "¡Los niños son míos!"


Ramiro debe casarse con Juanita y acepta un puesto de trabajo en un banco en otra localidad. Ello significa perder su prefabricada vida familiar, perder a Ramiro y a sus amados sobrinos definitivamente. La despedida en la estación resulta tremendamente dolorosa. Ramiro, al despedirse, no tiene más palabras que desearle que trate de ser feliz, y Tula, destrozada y llorosa, le pide que por lo menos vuelvan una vez al año para ver a su "madre". La promesa queda en el aire...

 

 

                                                               







 

 

 

 



 


 

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