viernes, 25 de octubre de 2019

Street Scene (La calle) -Final-


 



 





No hubo tema más actual de la vida americana, a mediados de la década de los 20 y en el curso de los años 30, que el ofrecido por los impactos heterogéneos de sus calles superpobladas de inmigración y posteriormente azotadas por la "Gran Depresión" ("The Great Depression"). En una calle cualquiera de la gran ciudad se agitaban, por el entonces, situaciones dialogísticas teñidas de esperanzas y sueños con los que poder arrinconar, eventualmente, problemas y frustraciones, falta de trabajo y hambruna. Jirones de vida intensa se mitificaban así, desde la más humilde de las ópticas, entre el esquematismo mundanal de aquellas arterias bullentes de conflictos. Una vieja calle era pura dinámica visual. Una convicción de sutilezas naturalistas capaces de bombardear constantemente los centros nerviosos de cuantos humanos la habitaran. Bajo sus luces y sombras se enmarcaron dramas mundanos atrapados por el rudimentario tópico que promueven pasiones y sentimientos. Y como muy concurrido cosmos, en las calles se agigantaron adocenadas épicas espontáneas, ingenuas, tristes, e incluso, a  veces, regocijantes. Y es que una calle  se erigía también en un valor comunitario del momento histórico que se vivía. Un camino tanteado por todas las temáticas sociales que en el mundo han sido. Entre sus ritmos, unas veces pausados, otras frenéticos, se sistematizaron las convenciones colectivas del más híbrido eslabón evolutivo humano. Fueron espacios tremendamente reales y concretos entre el bien y el mal, entre la desgracia y la felicidad. Y, por ello mismo, muy a menudo, entre sus apreturas, se caricaturizaron todo tipo de irreverencias y agresiones frente a las convenciones y reglas sociales de la convivencia urbana. Engendrada por el hombre y perecedera como él, el curso de la vida paseó por una calle, sordo y ciego ante su nacer y morir. Fue camino de muchas idas y vueltas. Un estupor de razas reforzado por infinitos fragores y recuerdos inmortales. Un chocante semillero humano donde todo acontecía por discordia y necesidad. Un fuego humano prensado entre dinteles, ventanales y escalaleras. La calle fue y es  una secreción de la tierra. 
 

Verano abrasante en New York. Un edificio común situado en Manhattan, uno de los barrios populares que bordean la inmensa urbe. La tarde exhala el bochorno insoportable que ha azotado implacablemente el día desnudo. Las últimas horas previas al anochecer promueven la plática vecinal de los habitantes del inmueble. Un coloquio pausado de forzada amistad comunitaria, que dota a los viejos distritos suburbiales neoyorkinos de una presencia arcaica entre la que resuenan todos los acentos emigrantes que habitan los mismos. En algunos ventanales, cuando la tarde busca cerrarse con un tacto de frescor a la noche inmediata, se acomoda el porte recatado y sencillo de una parte de la vecindad. Otras voces, como la de la señora Emma Jones, proclaman sus melindres quejicosos, producto del insoportable calor reinante, tras un cansino paseo por la acera adyacente, desde el seno de la calleja palpitante y ardorosa que bordea toda la manzana habitada. Un contorno y un estilo que armoniza con la simplicidad populista de sus gentes. Lejos, en la más profunda intimidad del gran New York, la ciudad vive todavía la solicitud desbordante de las muchedumbres urbanas que parecen no detenerse ni descansar nunca. Las preocupaciones diarias de la existencia crean su vínculo más profundo, que recorre, no obstante, anónimamente el gigantesco dédalo de las calles. Laberintos rodeados por sus millares de entornos familiares que, por supuesto, tienen todos sus puntos de contacto con la inmensa ciudad.
En una reunión vecinal, desmadejada por el calor, cuando el cielo agosteño parece hallarse pegado a la tierra, aplastando a los seres que la pueblan hasta convertirlos, entre la furtiva languidez bochornosa del verano, en cómplices de ese elemento dominante que nos provee de aburrimiento, de una facundia sin sentido, y de una curiosidad que nos angustia, la murmuración vierte su agua sucia más refrescante sobre cualquier grupo humano. Es una especie de anhelo que todos, en un momento dado, desean compartir. Y una infidelidad deliberada promueve muy especialmente el desafío crítico del vecindario. Pronto sabremos que todas las miradas y bisbiseos malintencionados convergen en Anna Maurrant, madre de familia desengañada, que ansía su libertad de amar. Para entenderlo todo es preciso que nos detengamos en Frank Maurrant, alcoholizado y violento. Imposible imaginar en él el menor sentimiento amoroso por Anna. No obstante, la falta de amor también se alimenta de celos. La mordacidad posee, en efecto, una existencia innata en el espíritu humano. Un vecindario le aporta penetración y fervor. Los hombres acostumbran a mentir, mientras que a las mujeres las mueve una especie de iluminación obsesiva por la verdad. Steve Sankey, vecino de la misma calle, repartidor de la leche, suele merodear con inusitado atrevimiento frente a la mirada emocionada de Anna Maurrant. Y cuando desaparece los ojos enamorados de ella se llenan de vacío. Mientras tanto, Emma Jones promueve la proliferación destructora de la murmuración. 
La premonición del escándalo se detiene en las bocas del vecindario y un silencio malicioso acompaña le llegada de la joven Rose Maurrant, que rehuye el asedio de su jefe de oficina, Bert Easter. Con el crepúsculo, las sombrías siluetas vecinales penetran en la oscuridad del edificio.






El joven estudiante Sam Kaplan sabe lo mucho que cuesta luchar contra el deseo del corazón. Acepta los cuidados de su padre, un huraño sofista hebreo que arremete contra la ignorancia y el antisemitismo latente en la comunidad que le rodea, y de una hermana que se emplea en una conveniencia protectora, escasamente indulgente. La voz de Kaplan, que se alza ante las murmuraciones de la vecindad, se convierte en un suspiro de plenitud, de felicidad, de auténtica realización, cuando el amor que siente por Rose Maurrant es aceptado como un susurro excitante que le embriaga con la sonrisa de bienvenida, probablemente de enamorada, con que ella lo acoge. La noche y sus encuentros con Sam no logran liberar a Rose de los temores que la embargan. La conducta de su desesperada madre ya no es un secreto entre el vecindario. La calle, que concede su apariencia pacífica a ambos jóvenes, conspira también contra ellos. El testimonio amenazante y sarcástico de Vincent Jones, mimado hijo de Emma Jones, artífice de todos los comentarios malintencionados contra Anna Maurrant, esgrime su superioridad grosera y complaciente frente a la pacífica timidez de Sam, que no halla remedio en la acción de enfrentarse a él cuando la aspereza brutal de Vincent se cierne como una rama espinosa sobre la exquisitez paciente de Rose, que le detesta.
Ya recogidas las comidillas vecinales, y tras la ardorosa noche de verano, la calle, con la llegada de la mañana, bajo el aterrador bombardeo del sol, brilla de nuevo como un eterno crisol donde se completan monótonamente las actividades que imponen sus invariables tareas al hombre. La chiquillería alborota con sus juegos. La lustración cotidiana va dejando en cada rincón de sus edificios el acostumbrado rebullicio matutino. En los ventanales la vida necesita su patronazgo de rostros que sisean sus saludos y emiten sus conversaciones amodorradas frente a la atmósfera abrasante que los aprisiona. De nuevo el calor. Es para enloquecer. La ciudad posee un esquema coordinador aberrante, pero ha de concertar de nuevo sus actividades, como un inmenso corazón dotado de contracciones y dilataciones, para que seamos vísceras obligadas a cumplir su tarea sin preocuparse para nada del pensamiento que las resucita. Rose Murrant, que acude a su trabajo al mismo tiempo que su padre, al despedirse de su madre,  teme que una vez su padre no se halle en el apartamento, la soledad permita a Anna Murrant exponerse a planteamientos emocionales que, por desgracia, son comentados entre el vecindario. Y es que tan sólo la pasión nos desnaturaliza de esa idea esencial que convierte la vida en la más amarga de las monotonías. Una ventana se abre y brilla en ella rápidamente una mirada. Anna Maurrant y Steve Sankey conciertan un pasional encuentro subrepticio.
En las calles no existen las conciencias del silencio, porque en ellas siempre merodea un deseo culpable, carente de prudencia, que asciende por el cuerpo físico como una serpiente que se apresta a envenarnos. Rose Murrant vuelve temerosa de que su presentimiento se haya hecho realidad. Al mismo tiempo, la calle y sus gentes aguardan la herida mortal cuando el marido despechado también se apresura a volver a su casa. Un grito de aviso hacia la ventana cerrada por parte del joven Sam, allí presente. Y un intento frustrado por tratar de detener al engañado Frank Murrant. ¿Cómo expresar con palabras el estallido de un disparo? ¿El intento desesperado del homicida por  huir de la muchedumbre que se agolpa ante él?
¿Y las lágrimas que conceden su magnificencia trágica a la vida?...  El socorro llega ante el dolor de las víctimas del pasional suceso. El homicida  es detenido. Queda la calle, la gente, el tono feroz de los chismorreos frente al escenario del crimen. La calle nuevamente ha tramado su cuento cruel. Escoge a sus amantes, concede un aire de intolerancia a sus habitantes, obliga a la renuncia de los sentimientos, y se despide de hombres y mujeres con una demencia impertinente. 

Y cómo última imagen descriptiva nos ofrenda la ternura entristecida de Rose Maurrant en cuyos ojos negros brillan, como único argumento racional,  el dolor que la embarga, cuando debe despedir a su desesperado padre, detenido al día siguiente de cometido el crimen. 
Y las lágrimas de Rose Murrant que irradian indulgencia, además de amor por el joven Sam Kaplan.








(Rose Maurrant): Nacida Sophia Kosow el 8 de agosto de 1910 en el Bronx Neoyorkino. Hija de un comerciante judío-ruso, Victor Kosow y de Rebecca Kusow, rumano-judía, que emigraron a EEUU desde la, hoy, República de Belorusia. El matrimonio se divorciaría en 1915, y la pequeña Sophia fue adoptada por su padrastro, Sigmund Sidney, dentista de profesión. Con su nuevo apellido y 15 años, Sophia Sidney, tras estudiar en el Theater Guild's School for Acting aparece en varias de las producciones teatrales que tienen lugar en la citada escuela durante 1920. Allí, en 1926, es descubierta por un caza talentos de Hollywood.


Durante "The Great Depression" ("Gran Depresión"), tras el crack bursatil de 1929, aparece en diversos films, entre ellos: "An Amerycan Tragedy" ("Una tragedia americana"), de Josef von Sternberg y "City Streets" ("Calles de la ciudad") del prestigioso Rouben Mamoulian, junto a Gary Cooper, ambas de 1931.


Ese mismo año es requerida por King Vidor para su famosa y conmovedora realización "Street Scene" ("La calle"). Seguirán Alfred Hitchcock en "Sabotage" ("Sabotaje"), 1936, Fritz Lang en "Fury" ("Furia"), 1936, y "You Only Live Once" ("Sólo se vive una vez"), y William Wyler en "Dead End" ("Calle sin salida"), ambas de 1937. Dichos directores esbozaron el que sería definitivo retrato de la sentimental Silvia Sidney: actriz capaz de componer amargas y lúcidas parábolas interpretativas sobre una fragilidad femenina, potenciadora de la angustia del espectador, que, como personaje casi siempre inmerso en la amarga realidad de un país ensombrecido por las llagas que mas escuecen a sus habitantes (un ambiente casi siempre inserto en el marco social bien definido de la "Gran Depresión") : pérdida de valores morales y corrupción política, terrorismo y asesinato, miseria en las grandes ciudades, paro obrero frente a grandes monopolios que jamás promueven el reformismo del campo económico, problemas agrarios, ataque a los inmigrantes, errores judiciales y crueldad de las instituciones penitenciarias, logra trascender cualquier argumento que pudiera resultar folletinesco y acaba en todo momento animada por el generoso aliento audaz, humanitario y pacifista del mejor cine realista. Fue apodada "La muchacha de los ojos tristes".

No obstante, su inocencia y pureza expresiva, sufren un brusco viraje interpretativo a partir de 1945, tras interpretar con James Cagney "Blood in the Sun" ("Sangre sobre el sol"), dirigida por Fran Lloyd, en la que su pasada aventura artística cobra una nueva naturaleza insólitamente glamourosa.

En su madurez, Silvia Sidney seguirá viviendo una gradual transformación de caracteres que se desarrollarán ya en la década de los 50 en films como "Violent Saturday" ("Sábado trágico"), 1955, de Richard Fleischer, y "Behind the High Wall" ("Tentación criminal") 1956, de Abner Biberman. En 1973 recibe su única nominación al "Premio de la Academia" como "Actriz de Reparto" en "Summer Wishes, Winter Dreams" ("Deseos de verano, sueños de invierno"), hoy, película de culto, dirigida por Gilbert Cates, y en la que Sidney daba vida a uno de los más célebres arquétipos de desinhibida madre americana de Joanne Woodward. Memorable fue también su aparición en el film "God Told Me To" ("Demon"), 1976. de Larry Cohen. Fue una inolvidable Miss Coral en "I Never Promise You a Rose Garden" ("Nunca te prometí un jardin de rosas"), 1977, de Anthony Page. Finalmente, trabajó para televisión, donde impuso su gran personalidad, de nuevo como madre de caracter imperioso, en el episodio "WKRP in Cincinnati", 1978. su última aparición en TV fue en "Fantasy Island", 1998. 
 


Fallecería de cáncer de laringe en New York el 1 de julio de 1999, un mes antes de cumplir los 89 años.





















Beulah Bondi - William Collier Jr.

 
(Emma Jones) - (Sam Kaplan)














Estelle Taylor - David Landau

(Anna Maurrant) - (Frank Maurrant)
 


Sensible e implacable acusación, por primera vez llevada al cine, del turbio mundo que promueven los comentarios malintencionados de los inmensos vecindarios ciudadanos. La calle, sus gentes, su intolerancia
, sus mejores y peores instintos, la pasión, el amor y el crimen expuesto con el más elocuente naturalismo. Una América que nos muestra a plena luz la sociedad humilde convertida en monstruo de perversión y en ingenua víctima de su propio ritual de corrupción. La sordidez populista del día a día, en manos de King Vidor, vuelve a convertirse en una auténtica joya dotada del mejor ornamento expresivo del naturalismo cinematográfico. Una coherencia espacio-temporal inolvidable. Una estructura narrativa del inicio del cine sonoro revolucionaria y mil veces imitada con posterioridad. Tan imprescindible como necesaria, tan genial como insuperable. El sound-track de Alfred Newman, salvado de la polilla del sonido, sigue siendo un testimonio sincrónico-musical del más fascinante arabesco rítmico. 
 








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