[George Segal Jr., nacido en New York City, EE.UU. el 13 de febrero de 1934 – Fallecido en Santa Rosa, California, el 23 de marzo de 2021 a la edad de 87 años]
EL BUHO QUE ENAMORÓ A LA GATITA STREISAND
"Esta
no es una historia de fuga, es una historia de supervivencia. Está
ambientada en la cárcel de Changi, Singapur, en 1945. Los japoneses no
tenían que vigilar Changi como un campo de prisioneros de guerra normal.
Los presos de Changi no tenían una agradable frontera suiza o cualquier
otro país neutral a su alcance. Estaban cautivos, no tanto por paredes
altas o alambres de púas, o puestos de ametralladoras, sino por
la tierra y el mar a su alrededor, y la jungla no era neutral ni el
océano tampoco. No vivían en Changi: ¡existían! Esta es una historia
de esa existencia"
Esta exposición austera de una realidad a la que no mueve el menor espíritu investigador, sino más bien cierta franqueza documental etnográfica, frente a esa episódica exposición de enloquecida ingenuidad, o pútridos horrores en que se sumergen los hombres en cautiverio, y que imponen los comprensibles virajes de la supervivencia (y en este film no menos impregnadas de cuanta insoslayable y apasionada denuncia social conllevan los retablos alucinantes o aquelarres goyescos de la guerra), no escapa a la ferocidad y al esquematismo trágico con que James Clavell, autor de la excelente novela del mismo nombre, publicada en 1962, y en la que se basa la película, expuso su propia odisea, muy alejado de la sinrazón que conlleva el heroísmo, como prisionero de guerra, tras sufrir los vejatorios tratos a que lo sometieran sus captores Japoneses en Changi (gran parte de cuyos guardias eran en realidad Coreanos).
"King Rat" de 1965, dirigida por el también actor Bryan Forbes, con George Segal, Tom Courtenay, James Fox, John Mills, Patrick O'Neal, James Donald, Todd Amstrong, Alan Webb y Denholm Elliott, tiene
mucho del arma corrosiva de su precedente "The Bridge on the River Kwai", 1958, del genial director David Lean.
En esa cárcel sin rejas no se proyectan sombras simbólicas enfrentadas a una dinámica visual de exotismo, sino hombres cuyos apremiante alegatos naturalistas se internan en la contradictoria selva de instintos y pasiones que anidan en todo ser humano (como si la acción que relata se hallase ilustrada por las célebres teorías espontáneas, a veces ingenuas, y psicológicamente conflictivas, que impusieran los inolvidables destellos condicionantes ofrecidos por el irrepetible "Free Cinema Inglés") Sentimientos rudimentarios del hombre, que, movido siempre por su incapacidad de comunicación, ejerce esa constante violencia psíquica sobre sus semejantes cuando le mueven sus ineludibles intereses privados. Muy alejados pues del cine épico, "King Rat" es dinamita pura, truculenta, frente a esas instituciones terribles de los campos de concentración, refrendados por el "Convenio de Ginebra" (que fue estructurado, no hay por qué negarlo, con escrupulosa consideración, a fin de salvaguardar cierto grado de dignidad humana, si ello fuese posible, tras el cataclismo que iba a afectar todas las facetas de la existencia del hombre al enfrentarse a la absurda crueldad de la guerra), y que, frente a los acontecimientos históricos, relativizaron la pirotecnia bélica, cuando esta se tambaleaba en torno a sus batallas perdidas, integrando y humillando al superviviente prisionero bajo el simbolismo, cerebralista, despiadado y lacerante, de la gran araña vencedora.
El recuerdo
imborrable del sorprendente film de David Lean, "El puente sobre el río
Kwai", hizo tambalear seriamente su éxito en pantalla. Pero no hay duda
de que en "King Rat" redescubrimos, con una reveladora veracidad de
documental, fotografiado en un translúcido y portentoso blanco y negro, ese sabor que nos es tan caro, del implacable realismo que nos impusieran aquellos patéticos oratorios visuales del "Free Cinema",
dotados de un admirable ritmo de autenticidad, y de un magnífico
lenguaje fílmico. Y que, muy alejada del gran film de Lean, la
convirtieron
en una película insólita, de una extraña, conmovedora y sublime
plasticidad, al que hay que añadir un emotivo canto a la amistad, pese a la crueldad, a veces terroríficas, de sus imágenes.
Desde ese abismo lívido de su sequedad, el cabo norteamericano {corporal} King,
peón capital de la egolatría en el campo de Changi, se muestra como un
auténtico convicto en las sutilezas regocijantes de la astucia, de la
trapisonda. Se rodea de ayudantes, serviles y esclavizados, pese
a su graduación inferior. Siervos dadaístas frente al oráculo, y sobre
los que ejerce el despotismo de sus tracamundanas. Y en ese mundo
concreto de hambrienta, desarrapada y suicida colectividad masculina, King adquirirá la indignante soltura del comparsa que, irrisoriamente, se beneficia de todo tipo de prebendas, ya sean alimenticias o de buen vestir, frente al ballet pordiosero y mortífero de Changi. King es intuitivo, fecundo, genial. "No importaba lo que hubiese sido antes de la guerra (escribiría Clavell). En Changi todo el mundo
sabe ahora que posee el corazón de una rata. Reina como el tirano
inmerso en el más infame estado de la naturaleza humana. Y su destino,
finalmente, será como el de todo disidente injusto. Todo lo que halla y
ve, posee la característica de un sueño perdido"... Todo
el juego dramático del film se halla conformado en la geografía
escénica, selvática, del reconstruido campo de concentración de Changi,
próximo a Singapur en la realidad perdida del tiempo. Rodada así
íntegramente en interiores, aunque a ras de un cielo deslumbrante, su
belleza plástica resulta incontrastable. La
complejidad psicológica de un mundo de hombres sumidos entre las
crecientes mareas de la desesperación, del hambre, y de la muerte, (el
eterno retorno a las fuentes mismas del cine social como curiosa pieza
de museo) alcanza en este film inolvidable una demoledora objetividad
integral, un expresionismo estético-histórico-espectacular, que une a esas visiones tenebrosas con que el hambre logra tantas veces imponer ciertos grados
de sadismo a la condición humana y a su lucha por la supervivencia,
alguna que otra mordaz ironía de comedia negra inglesa (en la línea de
los famosos "Ealing studios"), y que arremete contra esos cánones
teatralizantes que imponen las veneraciones fetichistas del uniforme,
desmoronamiento incluido de ese símbolo autoritario por antonomasia. Y
que la no menos despiadada impasibilidad de la pupila de cristal de la
cámara recoge, por medio de las experiencias intimistas de sus
excepcionales intérpretes,
entre una procesión de horrores, episodios alucinantes, y una
inesperada toma de fraternal conciencia (por lo menos, en uno de sus
personajes más individualistas, y que da título al film) que, una vez,
formaron parte de la tragedia de la guerra. Y de la realidad cotidiana
de unos hombres que, sumidos en el caos moral, turbio y ruin, de los
campos de concentración, llegaron a olvidar la existencia de sus propias
vidas privadas, el estado embrionario de sus humanas características
sociales, extraviadas entre el cosmopolitismo de un mundo que había
dejado de pertenecerles, tras la violenta requisitoria trágica, sanguinaria e irracional que supuso aquella especie de preludio apocalíptico de la II Guerra Mundial.
Y que en cierto modo ya inspiraron ciertas pinceladas emocionales, didácticas, y exaltadoras de un alto grado de solidaridad, entre aquella galería caricaturesca y satírica con que envolviera a sus oscuros personajes, ya fueran alemanes o norteamericanos (en especial a su personaje principal, el no menos egocéntrico William Holden, capaz de asimilar, finalmente, para sorpresa de todos, la marginalidad inesperada de un héroe positivo, bien que insistentemente individualizado) aquel genial "todo-terreno" que fue Billy Wilder, en su inolvidable y brillantísima "Stalag 17" ("Traidor en el infierno"), de 1960.
Y las más cercanas por el tema de campos de concentración japoneses durante la Contienda en el continente asiático fueron también "Three Came Home" ("Regresaron tres"), 1950, de Jean Negulesco, con Claudette Colbert, Patric Knowles, Sessue Hayakawa, y Florence Desmond, y "A Town Like Alice" ("Mi vida empieza en Malasia"), 1956, dirigida por el británico Jack Lee, con Virginia McKenna, Peter Finch, Kenji Takaki, Tran Van Khe, y Jean Anderson.
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