viernes, 26 de junio de 2020

America, America (América, América)

"Me llamo Elia Kazan. Por mis venas corre sangre griega. Soy turco de nacimiento, y americano gracias a un viaje que hizo mi tío. Esta historia ha sido contada de generación en generación por mi familia, ellos hablaban de Anatolia, la gran meseta de Turquía. También hablaban de la montaña Erciyes, que se alzaba en la llanura. Anatolia estaba habitada por los griegos y los armenios, pero hace unos 500 años fueron conquistados por los turcos, y desde entonces los griegos y los armenios viven allí en minoría como súbditos de sus conquistadores los turcos. Los dos despreciaban a los turcos, compartían sus temores, comían la misma comida, sufrían el calor juntos, utilizaban los asnos para el transporte, y sus miradas se dirigían a la misma montaña pero con sentimientos diferentes. De hecho les dolía ser los conquistados. Los turcos tenían un ejército, los griegos y los armenios vivían como podían..." (Voz en off, se supone que del propio Elia Kazan, con que se inicia la película)



Por medio de este tenue trazo: "delación",  en el que, sin lugar a dudas, se alzan las sombras de violentos odios raciales, y a través de esta maravillosa crónica emigratoria hacia América de la que fuera su humilde familia griega de vendedores de alfombras, oriunda de Turquía, Elia Kazan vería reducida definitivamente (tras dos o tres films más que constituyeron un rotundo fracaso económico) sus actividades cinematográficas, que habían gozado de una exuberante e irrepetible vitalidad en la década de los 50.
Director teatral de prestigio, había fundado la famosa escuela Neoyorkina de Arte Dramático Actor's Studio en 1947, que luego dirigiría junto a Lee Strasberg. En ella se aplicaron las teorías de interpretación naturalista del ruso Stanislawsky. Actores y actrices de la talla de Marlon Brando, Montgomery Clift, James Dean, Shelley Winters, Lee Remick, Paul Newman, Eva-Marie Saint, y Marilyn Monroe,  entre un gran etc. fueron alumnos aventajados de la misma
Elia Kazan había llegado al cine, por tanto, a través de su formulación más explícita y teatralmente descarada, transformándose así en un controvertido director de numerosos y célebres films, mito de potente personalidad, cuyas complejas y profundas creaciones se aplicaron con cierto afán polémico en crear aquella especie de impactante, pero medianero, cine-teatro-novela, en el que jamás faltaron afinadas resonancias melodramáticas, expuestas siempre a un atractivo e impetuoso método de grandilocuente ahuecamiento perquisidor. Entre sus muchos aciertos como director de la más pura expresión cinematográfica, no sólo gratificadora sino útil y contestataria, se hallan las inolvidables "A Streetcar Named Desire", 1951, "¡Viva Zapata!", 1952, "On the Waterfront", 1954, "East of Eden", 1955 y "Splendor in the Grass", 1961.
Pasada aquella madurez paroxística, tentada siempre por los llamados "golpes de efecto kazantianos", el que fuera también gran director de muchos de los mejores actores que colaron por el tamiz de su renombrado magnetismo formalista e insistentemente fetichista, trataría ahora de subrayar su talento creativo (siempre anhelante de cierta honradez, en su sentido más individual, para con el arte), por medio de nuevas motivaciones apasionadas, como continuación lógica a sus intensas creaciones cinematográficas, a través de la literatura. Lo que alguien llamó su postrer progrom personal, una vez pulverizado el mito cinematográfico. Kazan se emplearía a fondo, condicionado por cierta romanticismo primitivo, a través de sus libros, en volver su mirada a todo aquello de lo que, probablemente, con tantos esfuerzos había tratado de huir antes: sus orígenes.
La literatura supuso en él un beneficioso intercambio en sus experiencias artísticas, pese a que el amago del escándalo había seguido casi todos sus pasos, aún años después de haber decidido testificar contra sus antiguos compañeros del Partido Comunista ante el "Comité de Actividades Antinorteamericanas" en época del Mccarthysmo y su "caza de brujas", y merced a cuya delación había conseguido mantener su gigantesco status artístico en la década de los 50. 


 















Tras recibir en 1999 un Oscar Honorífico al conjunto de su carrera, entre atronadores aplausos de Warren Beaty, Meryl Streep, Steven Spielberg, Jim Carrey y Kathy Bates entre otros muchos, y arropado por Robert de Niro y Martin Scorsese, fue también abucheado por gran parte de sus ex-compañeros de profesión.



 Precisamente, y tratando con ello de justificar su comportamiento ante el Comité de McCarthy, se había permitido deformar la visión de encarnizada pugna que mantuvieran los Sindicatos de obreros portuarios en New York, cuyas mayorías, en realidad, se hallaban formadas por miembros del Partido Comunista, en su famoso film "La ley del silencio" ("On the Waterfront") de 1954, y cuyo espíritu de trabajo, del acatamiento más humillante, y de sus reivindicaciones proletarias aparecían (todo ello falso) dominadas y controladas por una banda de mafiosos. Reincidiendo en sus equívocas justificaciones, y a través de su gran protagonista, Marlon Brando, y su portentosa interpretación, mostraría ante los ojos asombrados de los "Supervisores Sindicalistas" de todos los puertos norteamericanos una grandilocuente apología de la delación.


A Kazan, hombre de éxito que buscase antes que nada su independencia, parece enfermarle el corazón y corre a toda prisa, como ya indiqué, hacia su propio pasado de modesta ascendencia. Escribe y realiza "América, América" a mediados de los 60. Y en 1982, con "The Anatolian" ("El Anatolio") parece tratar de reemprender el mismo itinerario de su anterior novela, surcada por los mismos rostros túrgidos, entre los cuales parece desarrollar desmesuradamente cierta hipérbole de desdicha, pero a través de nuevos sueños redentoristas entre el rico y el pobre, ante cuya tenue ligazón (largo tiempo velada por los monumentales cortinajes atareados de su magnífica obra cinematográfica, y que jamás había formado parte del llamativo mosaico de su prolífica y celebérrima existencia entre los fastos teatrales y hollywoodenses), aparece cierto determinismo optimista, al aceptar el afamado encadenamiento de causa y efecto que lo implica al hecho de haber nacido en Turquía y ser de ascendencia humilde e ignorante. Pero, no nos engañemos, no se trata de un flamante sueño guardado con celo, porque, al igual que en su anterior "América, América", en "El Anatolio" reincide en sus emociones entusiásticas, de gran admiración, por el modo de vida norteamericano; y en la huida del plano subyugado y hostil de sus orígenes, a la búsqueda siempre de una nueva sociedad con un sistema de justicia más distributiva, y cuya esperanzada larva se halle alimentada entre el gigantesco alvéolo de un nuevo paraíso surcado de rascacielos.
Tras "América, América" y "The Arrangement" ("El compromiso") de 1968, Kazan deja, pues, de remar hacia el éxito, la popularidad gozada se escabulle, es tiempo de regresión, y tras el rastro cinematográfico de toda aquella belleza sensual, crispada y algo neurótica que nos legara en los más prolíficos años de su carrera, parece que esconde ahora cierta presión jaculatoria, tendente a hacernos partícipes de un inesperado ascetismo nostálgico y emancipador de ciertas máculas que prefiere olvidar, o de cuantos símbolos de adulaciones y vejaciones entrañara la fama excesiva. Y parece comprobar, con pesimismo o con optimismo, no lo sabemos, que los acordes olvidados que provienen del pasado (por breve que sea su duración), constituyen unos de los más obsesivos interrogantes de nuestra responsabilidad para con la vida y nuestra ascendencia. Es bueno para Kazan, como para todos, encararse con la canción sencilla de nuestra cuna. Son las postreras gacetillas para exhibir nuestras formas de creación y de destrucción, a través de las cuales hemos digerido, respirado y guerreado con la vida, y que no acaben convirtiéndose en una simple ilusión humana antes que se derrumben ante nuestros ojos como un montón de cenizas.
               [Constantinopla-actual Estambul, 7 de septiembre de 1909- New York, 28 septiembre de 2003]
De esta voluntad, de este último instinto de superación cinematográfica, había de llegarnos a nosotros, sus siempre ávidos espectadores (pese al sedicioso catálogo de hostiles recriminaciones que presidieran la última etapa de esta figura fundamental del séptimo arte norteamericano) esta historia fascinante de Stavros Topouzoglou, el adolescente no colaboracionista, capaz de pronunciarse contra tan imperdonable sumisión como la que el poder turco ejerce sobre armenios y griegos. Que es reflejo del predominio férreo de una voluntad basada en los sabios principios de vida y verdad, de inteligencia y libertad. Que desestima la ilusión orgánica del arrojo patriótico y religioso de sus hermanos armenios. Y que a las obligadas sentencias colaboradoras de su propio padre, ofrece el humilde alegato de su rechazo, de su individualismo voluntarioso. Su juventud, que se vanagloria en silencio de defender, ya sea política o éticamente, su verdad, puesto que la misma no puede jamás basarse en la arbitrariedad racial o moral, nos conmociona frente a las imágenes detestables y la brutalidad instintiva de los ocupantes turcos. Las humillaciones de Stavros, que ama y acata las tradiciones familiares, componen un hermoso drama racionalmente anímico frente al que fracasa la retórica de todo despotismo cuando éste se impone a la duplicidad de nuestras funciones vitales como hombres libres: el del razonamiento intelectivo y el arbitrio más ecuánime. Un documento social sobrecogedor sobre la evaluación de la existencia y del amor propio en un país subdesarrollado y conquistado por la degradación de los condicionamientos raciales del poder sobre las comunidades minoritarias.


A través de toda esta irrepetible evocación nostálgica de Elia Kazan, al tomar la pantalla como tribuna, en un espectacular blanco y negro, de la vigorosa historia migratoria del joven griego, asistimos a uno de los más apabullantes y espléndidos conciertos de imágenes, usos y costumbres de un mundo pedregoso, de sol, de lumbre de campos, de caminos abrasados, de quietud de olivares entre tierras polvorientas, estremecido de campanas y palomos, que acaba por sobrepasarnos emocionalmente. Imágenes que poseen ese esplendor casi terapéutico con que se estructuran ciertos "primeros planos" de rostros estremecedores, de angulosidades primitivas, de rigores de climas plasmados en la piel y en las barbas, bajo orlas de toscos turbantes; seres desconocidos a los que su polémico director aplicará idéntica fórmula vivencial, figurativa, y afincada en el paisaje, que ya empleara en "Viva Zapata". Y que forman una especie de barroquismo orientalista, tejido de convicción y autenticidad, y de cautivadora belleza esenciada por un cierto estado de inocencia, de voluptuosidad sosegada frente a la fiesta de suntuosidad que ofrece la imagen viva de la pantalla cinematográfica. Stavros posee la beatitud y el ardor de quien ama, odia, y sufre, tras el desequilibrio social de un sometimiento que lleva a todo su pueblo a perder su conciencia de clase. Impulsado por la fuerza mítica de su discernimiento moral y libre, aunque oficiando en su romántico y razonable afán individualista, tratará de huir del entorno de su alienación, a la búsqueda del viejo interrogante filosófico que al hombre deben aportar los significados existentes de otras realidades. Realidades que habrán de desembocar forzosamente en paisajes urbanos cuyas oportunidades de libertad se unirán indefectiblemente a un nuevo equilibrio de prosperidad, pese a la difícil adaptación del hombre al novísimo mundo que siempre nos aguarda más allá de nuestras originarias instituciones familiares.



La trayectoria migratoria de Stavros deriva hacia un meticuloso estudio de conductas, de crisis de sentimientos, de un amplísimo registro que va desde el examen crítico del proletariado miserable que limosnea su superviviencia entre el horror subdesarrollado del fascinante e indigente Estambul de principios de siglo, hasta el melodrama del primer amor, condenado a vivir entre la neurosis acomodada y procreadora de los urbanos guetos capitalistas de la terrorífica e injusta urbe turca, y que Stavros rechazará con esa irrevocable subversión que condiciona su ansia de independencia profética que ha de transportarlo hasta la imaginada sociedad opulenta de América.
 













Es imposible trazar todas las grandes líneas que explicar podrían un análisis pormenorizado de esta maravillosa película, porque Kazan contribuye, quizás ya por última vez, a evidenciar las grandes posibilidades de su demoledora explosión como gigantesco creador cinematográfico, y nos sorprende, con esta especie de elegía escrita sobre el papel, con imágenes inolvidables, cine digno de un gran genio, cine con ramalazos de auténtica poesía: "La danza desafiante de Vartan Damadian en la taberna, frente a la oponente e inmóvil comunidad turca, a la que se une Stavros, en un delirante éxtasis retador y esperanzado. Vartan, corpulento y ritual, insiste y susurra: ¡Let´s go! Let´s go! ..." Y a su lado, la ardiente pureza del joven griego, tendidos sus brazos como bronca cruz de la desesperación, exclama y exclama: ¡América! ¡América!, mientras acaricia a ambos el sublime tema musical de Manos Hadjidakis.




















El profético episodio del emigrante tuberculoso que Stavros halla en el camino polvoriento que conduce a su aldea, y al que hará ofrenda de su El profético episodio del emigrante tuberculoso que Stavros halla en el camino polvoriento que conduce a su aldea, y al que hará ofrenda de su pobre calzado. Y que, con su suicidio, le allanará su entrada en el nuevo mundo. La cristalización del deseo nimfómano de la adúltera, desencantada, insólita, violenta, y enamorada, por la que el joven griego se dejará seducir, y con cuyo apoyo económico tratará de sortear las zancadillas de las autoridades portuarias. La venganza del marido engañado que prepara la extradición del joven, y a la cual se resiste entre gritos, habiendo intentado antes asesinarlo. La vorágine danzante, de pureza desgarradora y llorosa del expatriado y desventurado Stavros, que se agita conmovedoramente entre la farándula migratoria glosada en una travesía fantasmagórica hacia el corazón del país supercapitalista por excelencia, en el que la complejidad psicológica del visionario emigrante vivirá el momento final de su frenética huida hacia la esperanzada realidad democrática de América.
 
 














Y el ahogo apasionado, histórico, de los deseos e ilusiones entre la intimidad atropellada de la isla de Ellis; la promiscuidad infatigable, solida, audaz (religión, moral, utopía), de quienes, más allá de toda sombría alucinación vivencial, como las experimentadas en su arriesgada y edificante odisea por Stavros (ahora símbolo de la afirmación de la voluntad y de la libertad) probaron, como él, el sabor de la sangre... Y el retablo de las horas que aguardan la liberación de ese vagabundeo apátrida del joven griego, con imágenes que cobran la autenticidad de una epopeya documentalista.

El joven Giallelis, evocador, firme y extraño, sorprende al espectador con un auténtico tour de force, al abarcar, con total supremacía, los 174 minutos que dura "América, América", mediante la que fue considerada y reconocida como towering performance (interpretación dominante). Parecía una contagiosa revisitación del preeminente discurrir artístico por una pantalla con que Elia Kazan nos remitía al tiempo glorioso de Vivien Leigh en su abultado rol de Scarlett en "Gone With de Wind".
Cuando Elia Kazan llega a Grecia, en 1962, en busca de una nueva figura capaz de dar vida al magnífico personaje de su novela, Stathis Giallelis acababa de cumplir los 21 años. Era griego de nacimiento, aunque aún hoy se desconoce la localidad en que viera la primera luz. Kazan, tras búsquedas infructuosas en Francia y Gran Bretaña, no confiaba ya en hallar un nuevo rostro que, además del atractivo que él requería de su actor principal, no careciera de cierta gravedad impulsiva, de una madurez precoz incapaz de refrendar el comedimiento de la sumisión, cierta caridad contenida, y la prudencia y audacia necesaria que habría reunido su joven tío emigrante para emprender la sorprendente odisea de su viaje hacia el nuevo mundo.

En su biografía: "Elia Kazan, A LIFE", insiste: "Desesperado, viajé a Atenas. Y en mi oficina de director me topé con un joven aprendiz que barría el suelo... Yo buscaba una especie de hurón, no a un león de garras afiladas. Mi muchacho se redime únicamente por sus cualidades, y su devoción hacia su padre y su familia..." Con Stathis Giallelis creía recobrar de nuevo a su James Dean de "East of Eden" ("Al este del Edén").
Pero Stathis Giallelis [Στάθης Γιαλελής, nacido griego el 21 de enero de 1941] carecía del virtuosismo espontáneo de Dean, y el escaso inglés que dominaba, resultaba en su boca un tortuoso delirio (traumático detalle todavía hoy constatable en la versión original del film). Varón único de una familia de cuatro hijas, impresionó a Kazan por su sinceridad y los hondos sentimientos de admiración que guardaba hacia la figura paterna, cuyos recuerdos se remontaban al martirio sufrido por el mismo tras las secuelas de la lucha "Comunista" contra el "Centrismo Conservador" en la última "Guerra Civil Griega".  
Kazan sometió al joven Giallelis, con un rigor casi inhumano, a un aprendizaje y perfeccionamiento del inglés durante 18 meses, mientras preparaba la filmación que, por dificultades con el Gobierno Turco, fue finalmente, rodada en Grecia. Años después insistiría en su error al no haber podido conseguir para este rol algún actor contemporáneo del calibre de Marlon Brando, Al Pacino, o Robert de Niro
Las dotes interpretativas del "mozalbete griego Stathis Giallelis" como lo llamó el crítico del New York Times, Bosley Crowter, y que a Kazan siempre le habían sabido a cuerno quemado, fueron resaltadas, no obstante, como si se tratase de un nuevo descubrimiento "increíblemente bueno", como resuelto héroe, capaz de despedir fuego y brío en su dificilísima composición. Otros críticos, en contra también de las opiniones de Elia Kazan, describieron su interpretación como "hipnotizante", "desoladora" e "inolvidable". Stathis Giallelis fue nominado por la Academia como "El más prometedor de los talentos masculinos en un recién llegado a la Meca del Cine".


La película había recibido tres nominaciones más: "Mejor Película", "Mejor Director" y "Mejor Guión" Los galardones se esfumaron, pero Elia Kazan ganó el Globo de Oro al mejor director, y la Concha de Oro de 1964 en el Festival de San Sebastián a la "Mejor Película"
Kazan, que nunca estimó la titánica labor labor llevada a cabo por Giallelis, comparó, no obstante, su interpretación con la del desconocido protagonista, carente de personalidad, de "Ladrón de bicicletas", de Vittorio de Sica. En su biografía cuenta: "Fue en todo momento un mocoso mimado por su madre y sus cuatro hermanas, que nunca desarrolló ambición alguna por perfeccionar una mínima y viable personalidad fílmica. Se convirtió en una verdadera pesadilla para mí. Parecía siempre mucho más inclinado en tratar de perder, día a día, su fuerte acento griego, a fin de no llegar a verse encasillado en subsiguientes roles de corte étnico, y que, finalmente, su patrón lingüístico ofrendara una mayor convicción entre las audiencias Americanas."




Richard Schickel, biógrafo de Kazan, disentía de estas opiniones, asegurando que la forma de expresarse en inglés de Stathis Giagellis en "América, América" era limpia y distinta. Lo cierto fue que jamás sabremos los motivos exactos que, tras este film monumental, abortaran su futura carrera como gran actor hollywoodense (Giallelis, antes de desvanecerse por completo, intervino, a continuación, en varias producciones de menor calibre como "Cast a Giant Shadow", "The Children of Sánchez", "Blue", "El ojo de la cerradura" en Buenos Aires, "The Reharsed" de Jules Dassin, "Happy Day" de Pantelis Voulgaris, a su regreso a Grecia en 1976, y "Panagulis vive", 1980.

Probablemente Elia Kazan, hoy, podría haber medido su testimonio personal con mayor condescendencia y menos crudeza conceptual, concediendo al gran universo del Séptimo Arte por lo menos el beneficio, ahora más palpable, de la duda, hacia un ejercicio interpretativo tan sublime como el que consiguiera llevar a buen puerto Stathis Giallelis en su gran momento estelar. El tiempo lo ha confirmado, y la visión actual de "América, América" han proporcionado al desconocido y joven actor griego un preeminente "lugar en el sol de los elegidos", en cuanto a la historia del cine se refiere.


¡"América, América" se erige en un Aleluya insuperable, trascendente, severo, pero sin teólogos, moralistas y predicadores que extiendan sobre el espectador sus ojos de ciegos! ¡Cada imagen coincide con la perfección! Y emanan tanta belleza que jamás se avergüenzan del pudor adusto de sus tristezas ¡Este monumento merece el elogio entusiástico de la suprema excelsitud convertida en cine!"