domingo, 25 de febrero de 2007

Sólo para hombres


De nuevo Fernando Fernán Gómez, que hace del teatro "su lira". Miguel Mihura ataca con su "Sublime Decisión", y nuestro Gómez la disecciona (entre paréntesis), le impone un reparto de castañuelas, refuerza la técnica del proscenio aprovechando la autoridad que le ofrece la cámara, y como mandan los cánones de la genialidad "Fernandiana" (es irrefutable el monumento que este gran hombre habrá de merecer en el futuro), se sumerge con una urgencia impostergable en el aturdimiento decimonónico de una España balbuceante y corcovada, hecha de migajas y edredones viejos, a la espera de un resurgir de sus cenizas de pasadas glorias, y elevarse con un esfuerzo "sublime" hasta alcanzar el tragaluz de un nuevo siglo que destruya el silencio de sus maullidos oscurantistas. Y se aventura en su capital del reino, un Madrid no menos cubierto por la erisipela de sus devocionarios sociales, cuyas vísceras parecen conservadas en frascos de alcanfor, para diseccionar la libertad vedada de sus pobres hembras y el falso valor moral que las mantiene en una iconografía de internado, del que tan sólo podrán escapar por medio del matrimonio.
Así, Fernán Gómez, de lo mucho que lleva leído de las memorias pasadas, recoge las crónicas dispersas de aquellos tediosos papeles malolientes del Imperio, y nos propone un definitivo cultivo que nos haga más inteligibles los prototipos humanos embrutecidos por la fatalidad enajenadora de un siglo arrugado aunque bien parapetado tras los encajes empalagosos de unas razones morales encerradas como espejos en buhardillas polvorientas, entre ilusiones de juventud y belleza de corazones preservados en estas
atmósferas enmarañadas que los envuelve, y por muros religiosos, dominios y santidades que nos dejaron sus túnicas de ancianidad  martirizadora.


Y para acabar descomponiendo por fin las tenebrosas formas de todas esas antiguallas del más risible de los siglos, no tiene más remedio que mofarse de los noviazgos "balconiles", batidos por el cierzo, del tremebundismo de las chulerías ministeriales madrileñas, de la precisión, a veces certera, a veces inconexa, de las palabras, de los retintines y dobles sentidos, del mundo macho y de las limitaciones femeninas, con una reconstrucción de esa época decimonónica donde los hombres baten records irresistiblemente cómicos y rayanos en la estulticia, y el bello sexo le sigue el juego en sus connotaciones tontas (que formaban la quintaesencia de lo varonil), dialogan como cotorras y perdonan sus vicios, con tal de que, más allá, como se dijo, se alce el altar que habrá de sanearles sus matriarcados absurdos.
Tan sólo una de sus hijas no se somete, y dará lugar a la tan cacareada "Sublime decisión". ¡Ah, pero las politiquerías, que suben y bajan como la espuma del tiempo, no perdonan! Se necesita saber mucha historia para comprender los mil detalles graciosos del film.

Fernando Fernán Gómez y Analía Gadé (R.I.P.), valga la redundancia, ¡SUBLIMES!...










sábado, 24 de febrero de 2007

Thérèse Raquin

Marcel Carné se encamina hacia un atento examen crítico de la sociedad francesa de posguerra. Crea así lo que se llamará el nuevo "naturalismo negro francés". Toma a Emile Zola (cuyos sangrantes documentos novelísticos tan tremebundamente suelen criticar la convivencia entre los seres humanos), y adapta uno de sus relatos más siniestros: "Thérèse Raquin". Rebasa la frontera del siglo XIX, y penetra en el XX, ya que, a los ojos de nuestros contemporáneos, el toque lúgubre de Zola es difícilmente soportable en los momentos críticos de transición que vive Francia. Carné no obvia el lado negro de la historia, pero ofrece un carisma más aleatorio a la implicación criminal de los protagonistas. Le sale el lado más tierno en esos encadenados hechos de su flagrante adulterio. Pero la sinceridad sigue siendo una condena que hace impracticable la convivencia. La autodestrucción de ambos, ya en marcha, es una peligrosa carta de las que el destino tanto gusta repartir. La suerte está echada...

"Thérèse Raquin" es un film riguroso y alarmante, imprescindible para todo degustador del magnífico cine europeo. Las mezquindades de las tragedias cotidianas y ese universo insoslayable de tantas soledades, son la única riqueza íntima de unos personajes que recorren a conciencia esa nueva fachada fílmica que los italianos llamarían postneorrealista.
Thérèse vive los horrores y terrores de una familia mema y mezquina. Ellos se gozan en sus maldades, se sabe manipulada, predomina en ella un verdadero sentimiento de muerte. Pero está radiante, carnal, cuando el amor viene a arrancarla de esa existencia parasitaria al lado de un marido y una suegra a los que odia. Su rostro, magnífico, raya en lo olímpico.





Raf Vallone tiene todas las connotaciones y vicios del pueblo llano cuando se entrega a la pasión. Lo quiere todo, y su paso del amor a la violencia es vertiginoso. Es el perfecto niño-hombre, tosco e inseguro. Un gran actor.

La inolvidable irrupción del cínico y avispado Roland Lesaffre templa la cuerda del suspense y afila la cuchilla que sajará todo el borrascoso horizonte de encrespadas nubes de culpabilidad que envuelve a la pareja protagonista. En él se cifran las torvas y advenedizas ambiciones de los hombres, y como tantos otros acabará consumiéndose en el pequeño holocausto de su efímera victoria tras la que arrastrará el tenso y desesperado estallido último de sus concupiscentes adversarios.
Y Sylvie, extraordinaria actriz francesa, no perdona: sus ojos son alfilerazos que coronan, con todo su veneno, el lado perverso de la historia. "Thérèse Raquin" es una película absorbente, perfilada, europea a tope. Vale la pena no perdérsela.


El negro cielo de Emile Zola emana en cada plano como el que nos ofrece el personaje atormentado, pero de crispaciones perfectamente contenidas, de la extraordinaria Simone Signoret. Melodrama malvado, pero imprescindible.