Julien Duvivier, al encarrilar la versión cinematográfica de "Anna Karenina"
por ese anfractuoso sendero que conlleva, con todas las limitaciones
que se quiera, el realismo social, ya sea enraizado en la altas esferas
aristocráticas o en el pueblo llano, se enfrenta (para bien, según
algunos críticos, para "peor", según sus detractores) a la más
comprometida de las actitudes cinematográficas: la imposibilidad de
fascinar por completo al público con la dominante plástica que propone
la imagen cuando ésta se entromete en la gran literatura. El director o
acaba obsesionándose en exceso por cautivarnos a través de un mundo de
sentimientos que, impresos en la página escrita, dependen por completo
de su más o menos excepcional pericia técnica a la hora de rodar y crear
los ambientes y tipos que forman el caldo de cultivo en el que habrá de
cocerse el drama, o acaba devorado por una vocación realista (muchas
veces fascinante, y otras abocada directamente a la polémica más
negativa) que deriva con demasiada frecuencia hacia el más rancio de los
melodramas, olvidando así que el cine (al contrario que la literatura,
la cual admite todas las adherencias estilísticas que pueden seducir al
lector) debe ser siempre algo más que una suma de imágenes
impresionantes y cautivadoras, y que debe tratar de cimentar la
dimensión mítica de los originales literarios que trata de plasmar en la
pantalla.
Nos detendremos, pues, en el innegable interés que, a pesar de todo, impulsa al Séptimo Arte a convertirse en una prolongación y no en una superación de la estética literaria, substituyendo los ojos del lector por los ojos del público, tratando siempre de alejar los negros nubarrones de la crítica más acerba sobre cuantas versiones de grandes clásicos literarios han poblado las pantallas. Pese a todo, por entre estas cascadas de imágenes refinadas y un tanto viciadas por una ambiciosa inquietud artístico-cultural, en algunas ocasiones exasperantes, pero que tratan constantemente de captar con la mayor verosimilitud posible una descripción auténtica de ambientes, así como los comportamientos de sus personajes (magnífica y comedida Vivien Leigh, extraordinario Ralph Richardson, y más que discutible irrupción interpretativa del joven Kieron Moore), cuya crónica de degradación moral en que se ven inmersos buscan su realidad con el mayor sentido didáctico posible, Julien Duvivier cede a la tentación, a la hora de configurar el metraje fílmico, de detallar cada fotograma de la película con la misma simultaneidad y precisión (división en ocho partes) con que Liev Tolstói concibiera su obra literaria.
Nos detendremos, pues, en el innegable interés que, a pesar de todo, impulsa al Séptimo Arte a convertirse en una prolongación y no en una superación de la estética literaria, substituyendo los ojos del lector por los ojos del público, tratando siempre de alejar los negros nubarrones de la crítica más acerba sobre cuantas versiones de grandes clásicos literarios han poblado las pantallas. Pese a todo, por entre estas cascadas de imágenes refinadas y un tanto viciadas por una ambiciosa inquietud artístico-cultural, en algunas ocasiones exasperantes, pero que tratan constantemente de captar con la mayor verosimilitud posible una descripción auténtica de ambientes, así como los comportamientos de sus personajes (magnífica y comedida Vivien Leigh, extraordinario Ralph Richardson, y más que discutible irrupción interpretativa del joven Kieron Moore), cuya crónica de degradación moral en que se ven inmersos buscan su realidad con el mayor sentido didáctico posible, Julien Duvivier cede a la tentación, a la hora de configurar el metraje fílmico, de detallar cada fotograma de la película con la misma simultaneidad y precisión (división en ocho partes) con que Liev Tolstói concibiera su obra literaria.
El mismo Leiv Tolstói, en 1910, había pedido al cine (ruso, en este caso): "la verdad en todas sus formas y de la manera más exacta". Julien Duvivier adopta
una proposición técnica más atrayente, bien que un tanto cercana a la
pieza de museo, al seleccionar e imprimir un nuevo sentido a la realidad
literaria que se dispone a dirigir, y valiéndose de la frase de Tolstói,
se convierte en cine-ojo de "Anna Karenina" (ofreciendo una versión muy
alejada del romanticismo exasperado que inspirara la versión
cinematográfica realizada en Hollywood por su predecesor Clarence Brown, en 1935, con Greta Garbo, Fredrich March y Basil Rathbone,
cuya retórica de un melodramatismo más funcional, irregular,
químicamente abocado a los amores trágicos impuestos por el cine
norteamericano a su Diva por excelencia, desvanecen todo el impresionismo pictórico-artístico-psicológico que conlleva la gran obra de Tolstói)
y trata de infectarse del gran sarampión intelectual que impregna la
novela, consiguiendo imágenes de una exuberante estética, cuya fotogenia
se centra en no dejar al azar en ningún momento las formas de esa
realidad social que trata de captar, pero cuya formulación, casi siempre
desacelerada entre juegos de luces y sombras, que aunque se supedite a
todo lo largo de su extenso metraje a la tradicional cultura de la
palabra, no acaba de aliarse nunca con el temperamento lírico y los
elementos perturbadores más expresivos del relato. Y quizás por todo
ello, la "Anna Karenina" de Duvivier acaba convirtiéndose en una narración visual más receptiva al cine-mercancía de qualité.
Stepan Oblonsky (Hugh Dempster), hermano de Anna, ha sido alejado del entorno familiar y del cuidado de sus hijos por su esposa Dolly (Mary Kerridge). Stepan es un mujeriego que ha sido infiel a su confiada esposa demasiadas veces con las institutrices de sus hijos.
Anna Karenina (Vivien Leigh), casada con Alexei Karenin (Ralph Richardson), un frío funcionario del gobierno de San Petersburgo que aparentemente está más interesado en su carrera que en satisfacer las necesidades emocionales de su esposa, viaja en un invierno nevado hacia Moscú.
En el viaje conoce a la condesa Vronsky (Helen Haye). Hablan de sus hijos. Anna enseña una foto de su pequeño Sergei, y la condesa le muestra también a Anna una foto de su hijo, el conde Vronsky (Kieron Moore), un oficial de caballería, tan apuesto que su misma madre asegura que resulta un peligro para las mujeres que lo conocen.
Vronsky ha acudido a esperar a su madre, se ha encontrado con el hermano de Anna, Stepan Oblonsky que ha acudido también a la estación, y Vronsky se siente atraído instantáneamente por Anna. Un anciano que revisa las vías del tren es atrapado por la máquina y aplastado por ella ante el horror de todos los allí presentes, en especial de Anna.
Anna ha viajado a Moscú llamada por su hermano Stepan, que espera conseguir que su mujer le perdone a fin de que Anna interceda definitivamente por él. Anna logra convencer finalmente a su cuñada de que debe proteger la paz del hogar, y perdonar a Stepan. Por fin vuelve a reinar el vínculo familiar. Dolly agradece la intercesión de Anna, y le indica que siempre será bien recibida en su hogar.
En un gran baile, Vronsky continúa persiguiendo a la casada Anna, para deleite de los espectadores chismosos.
Anna se muestra recatada pero también se siente atraída por él. Kitty Shcherbatsky (Sally Ann Howes), la hermana pequeña de Dolly que está enamorada de Vronsky, se siente humillada por el comportamiento displicente de Vronsky hacia ella, ya que dedica todos los bailes a Anna, que acepta las atenciones de Vronsky, olvidando el daño que ello causa a la joven Kitty. Al día siguiente, Dolly trata de convencer a su hermana pequeña de que no debe preocuparse por el interés de Vronsky por Anna, ya que todo ha sido pasajero y Anna debe volver a San Petersburgo con su esposo e hijo.
La joven Kitty tiene un pretendiente Konstantin Dmitrievic Levin (Niall MacGinnis), que posee una finca en el campo y siempre es rechazado por ella en favor de Vronsky. Sin embargo, después de un cambio de opinión, Kitty acabará más tarde casándose con Levin.
Siguiendo audazmente a Anna de regreso a San Petersburgo, Vronsky le hace saber a la sociedad que él es el compañero de Anna, una idea que ella no hace nada para detener.
Karenin llega a la estación de San Petersburgo para recibir cordialmente a su esposa. Ignora que Vronsky, a quien no conoce, ha viajado tras Anna.
La belleza de Anna Karenina siempre causa sensación entre la aristocracia de San Petersburgo, y su distinción es admirada cuando acude a la ópera en compañía de su gran amiga la princesa Betty Tversky (Martita Hunt).
Luego, una vez en el hogar familiar, tras la cena, la velada resulta cada vez más monótona e insoportable a Anna.
Anna recibe una invitación de su amiga a princesa Betty Tversky para una sesión de espiritismo en compañía de toda la sociedad chismosa de San Petersburgo, en especial la condesa Lydia Ivanovna (Heather Thatcher), que se hace eco de todos los chismorreos amoroso de San Petersburgo. Antes de decidir acudir, propone a Karenin que la acompañe. Éste declina la invitación por hallarse demasiado ocupado, y Anna pregunta también a Sergei si desea que se quede con él para hacerle compañía. El niño juega a las damas con su cuidadora y no acepta la decisión de su madre. Anna no participa del juego espiritista y acude junto a Vronsky que la espera en el jardín.
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