Gran thriller, magnífico drama psicológico, someramente basado en una impactante novela de Ricardo Piglia. Marcelo Piñeyro uno de los cineastas más prestigiosos del actual cine argentino, tras elaborar un inteligentísimo guión al alimón con Marcelo Figueras, mejora sensiblemente el relato de Piglia (a Dorda, el Gaucho Rubio, lo transforma en Ángel, un joven español emigrado). Y a través de esos dos seres condenados a vagar desde su todavía inmediato pero ya perdido pasado, hasta ese presente amargo en que ambos andan enzarzados, nos regala, además de una reflexión emocionante sobre la ambigua relación, sutilmente sugerida (actos carnales en la sombra, y, consecuentemente, una vacilante emancipación íntima que, por momentos, prefiere resistirse a descubrir su verdadero yo), una desgarradora visión del hundimiento, dolor y muerte, de este impresionante dúo de delincuentes llamados "Los Mellizos". En su camino hacia el desastre, Piñeyro, sin rehuir cierto look americano, en especial su alucinante clímax final, aborda una de las meditaciones más amargas jamás filmadas sobre esas encrucijadas del subdesarrollado mundo gangsteril (por llamarlo de alguna manera). La acción, que en la novela se vuelve un tanto delirante, parece aquí tocada por un halo mágico. Y la imagen, previa liquidación del agotador batiburrillo lingüístico del original literario, ofrece nuevos encantos turbulentos a los diálogos creados por Piñeyro y Figueras (en especial en boca de Ángel). Y con toda sinceridad, he de reconocer que el film se convierte en enemigo del relato originario, y lo supera con creces, pese a que el Sr. Piglia no pudiera llegar a estar de acuerdo jamás con tal apreciación.
El hampa argentina, un atraco y una huida.
Dicho esto, tras la consecuencia dramática del atraco perpetrado, asistiremos a un road movie áspero e implacable en el que cada personaje vivirá a conciencia el papel de su degradación, una vez calzado el número justo que lo empuja hasta ella, ya sea por mor de su ambigüedad moral (ambos protagonistas, que jamás parecen encauzar sus sentimientos o apetencias carnales a lo largo del film, se aceptarán desesperadamente entre un baño de sangre y plata quemada, asumido ya el fracaso de su atraco, asesinatos incluidos, y extorsiones a que los expondrán los mismos chantajeadores que fingen protegerlos), ya sea a costa de aceptar que la única paradoja que les condiciona a encarrilar tardíamente las desviaciones que han acompañado su vida, ahora en su último tramo, sea la estupidez de lamentar las atroces experiencias a las que gustosamente se sometieran, y por las que habrán de perecer, eso sí, pasionalmente reconciliados. El tráfico tortuoso de vida y muerte a que se subordinan estos "Mellizos", hostiles a la sociedad, como está cantado, recoge el único fruto posible.
Piñeyro no puede ir a contracorriente de los hechos delictivos en que se involucran, de una manera o de otra, todos los protagonistas del film. Y lo coherente es que dichos "enemigos públicos números 1" se vean sometidos sin piedad a la más destructiva de las desilusiones, a la consabida falta de esperanza, al más previsible de los miedos, al impacto de un orden social menospreciado y que exige justicia, y, por supuesto, a esa escala de valores tan precisos como suelen ser ciertos odios y rencores (carencia de total equilibrio ante esa subordinación personal de intemperantes sentimientos puestos en solfa por una de las protagonistas femeninas), que habrá de abocarlos al peligro inmediato de la delación, ya sin la menor vía de escape.Visto así, el film de Marcelo Piñeyro arrastraría, como lo hace la novela, todas las lacras lógicas, pero superfluas, que adornarían cualquier narración de cine negro preñada de vindicativas piruetas policíacas frente a desalmados atracadores, que si no acaban en manos de los jueces que visten toga, se ahogan en esas propias arenas movedizas por ellos generadas.
Pero, ¡oh, milagro!, a través de ese espérpentico trasiego de situaciones extremas que parece ser el único motor capaz de animar a unos protagonistas corruptos, y, por supuesto, desvalidos, que utilizan su violencia como mejor les convenga, Piñeyro propone una nueva lectura fílmica (como una hitchcockiana ronda correlativa hacia una segunda revisión de este aprendizaje desesperado a que se someterán estas víctimas propiciatorias, como nueva historia circular, tipo resurgir "de entre los muertos" porque antes de empezar a morir conscientemente, volverán a tratar de mantenerse vivos, pero esta vez a tope), que va generando un vapor inesperado con presión cada vez mayor, capaz de imponerse a la gelidez endiablada de unos apegos facilones que, al comienzo de la película, parecían rodear de leyenda la existencia de Nene y Ángel, los controvertidos "Mellizos". Y toda la masa del fundido inferior de estas criaturas innobles, al descomponerse ante el conjunto de presiones a que se ven sometidas, y que parecían sumidas en el misterio más absoluto, estalla en medio de cuantas erupciones no menos volcánicas pululan por el film, y ante las cuales nos manteníamos en guardia. Me explico: el nuevo aluvión invasor de los personajes, cuyos libertinos y perversos perfiles ofrecían un espectáculo lastimoso, hará ahora que nos deleitemos en su contemplación. Ángel, que semejaba avanzar a tirones por un espinoso camino hacia la total insania, nos brindará momentos de una sencillez ténue, sutil y concisa (en una línea Barojiana), perfectamente creíble, (pese al primitivismo mental que sus actos feroces nos venían sugiriendo desde que entramos en contacto con él), cuando expone sus famosas "voces", de un lirismo supersticioso pero arrebatador (nacido del espléndido guión de Piñeyro y Figueras), a su compañero Nene, en la escena nocturna del barco que los conduce hasta Montevideo. Y Nene condescendientemente (pero sabiéndose rechazado por Ángel), esbozará también sus escépticas sensaciones anímicas, intensas y honradas consigo mismo, por medio de una emotiva y sugerente voz en off, que acaba por ponernos la piel de gallina.
(De fondo, un afiligranado comento musical, especie de adagietto porteño, de la excepcional partitura compuesta por Osvaldo Montes):Dicho esto, tras la consecuencia dramática del atraco perpetrado, asistiremos a un road movie áspero e implacable en el que cada personaje vivirá a conciencia el papel de su degradación, una vez calzado el número justo que lo empuja hasta ella, ya sea por mor de su ambigüedad moral (ambos protagonistas, que jamás parecen encauzar sus sentimientos o apetencias carnales a lo largo del film, se aceptarán desesperadamente entre un baño de sangre y plata quemada, asumido ya el fracaso de su atraco, asesinatos incluidos, y extorsiones a que los expondrán los mismos chantajeadores que fingen protegerlos), ya sea a costa de aceptar que la única paradoja que les condiciona a encarrilar tardíamente las desviaciones que han acompañado su vida, ahora en su último tramo, sea la estupidez de lamentar las atroces experiencias a las que gustosamente se sometieran, y por las que habrán de perecer, eso sí, pasionalmente reconciliados. El tráfico tortuoso de vida y muerte a que se subordinan estos "Mellizos", hostiles a la sociedad, como está cantado, recoge el único fruto posible.
Piñeyro no puede ir a contracorriente de los hechos delictivos en que se involucran, de una manera o de otra, todos los protagonistas del film. Y lo coherente es que dichos "enemigos públicos números 1" se vean sometidos sin piedad a la más destructiva de las desilusiones, a la consabida falta de esperanza, al más previsible de los miedos, al impacto de un orden social menospreciado y que exige justicia, y, por supuesto, a esa escala de valores tan precisos como suelen ser ciertos odios y rencores (carencia de total equilibrio ante esa subordinación personal de intemperantes sentimientos puestos en solfa por una de las protagonistas femeninas), que habrá de abocarlos al peligro inmediato de la delación, ya sin la menor vía de escape.Visto así, el film de Marcelo Piñeyro arrastraría, como lo hace la novela, todas las lacras lógicas, pero superfluas, que adornarían cualquier narración de cine negro preñada de vindicativas piruetas policíacas frente a desalmados atracadores, que si no acaban en manos de los jueces que visten toga, se ahogan en esas propias arenas movedizas por ellos generadas.
Pero, ¡oh, milagro!, a través de ese espérpentico trasiego de situaciones extremas que parece ser el único motor capaz de animar a unos protagonistas corruptos, y, por supuesto, desvalidos, que utilizan su violencia como mejor les convenga, Piñeyro propone una nueva lectura fílmica (como una hitchcockiana ronda correlativa hacia una segunda revisión de este aprendizaje desesperado a que se someterán estas víctimas propiciatorias, como nueva historia circular, tipo resurgir "de entre los muertos" porque antes de empezar a morir conscientemente, volverán a tratar de mantenerse vivos, pero esta vez a tope), que va generando un vapor inesperado con presión cada vez mayor, capaz de imponerse a la gelidez endiablada de unos apegos facilones que, al comienzo de la película, parecían rodear de leyenda la existencia de Nene y Ángel, los controvertidos "Mellizos". Y toda la masa del fundido inferior de estas criaturas innobles, al descomponerse ante el conjunto de presiones a que se ven sometidas, y que parecían sumidas en el misterio más absoluto, estalla en medio de cuantas erupciones no menos volcánicas pululan por el film, y ante las cuales nos manteníamos en guardia. Me explico: el nuevo aluvión invasor de los personajes, cuyos libertinos y perversos perfiles ofrecían un espectáculo lastimoso, hará ahora que nos deleitemos en su contemplación. Ángel, que semejaba avanzar a tirones por un espinoso camino hacia la total insania, nos brindará momentos de una sencillez ténue, sutil y concisa (en una línea Barojiana), perfectamente creíble, (pese al primitivismo mental que sus actos feroces nos venían sugiriendo desde que entramos en contacto con él), cuando expone sus famosas "voces", de un lirismo supersticioso pero arrebatador (nacido del espléndido guión de Piñeyro y Figueras), a su compañero Nene, en la escena nocturna del barco que los conduce hasta Montevideo. Y Nene condescendientemente (pero sabiéndose rechazado por Ángel), esbozará también sus escépticas sensaciones anímicas, intensas y honradas consigo mismo, por medio de una emotiva y sugerente voz en off, que acaba por ponernos la piel de gallina.
(Aparece el Nene fumando, seductor, chulesco)
Ángel: No deberías fumar aquí... No conviene, ... por la brasa, te siguen las ánimas, y te ven.
Nene: ¿Las ánimas?...
Ángel: Sí.
Nene:¿Saben nadar las ánimas?...
Ángel: Flotan. Son más livianas que el agua, y brillan. Por eso te siguen. Se creen que eres una de ellas...
Nene: ¿Desde cuándo crees en fantasmas?...
(Ángel le arrebata el cigarrillo y, en silencio, lo estruja entre sus dedos)
Nene (voz en off): Los dedos de Ángel huelen siempre igual. Huelen a madera recién cortada, a pólvora, a sangre, a sexo. Me recuerdan cosas: los baños de Constitución, los trabajos, la ruta, los hoteles baratos, desvestirse, la oscuridad...
En contraposición a ellos, dotado de un impudor absoluto, feroz, y, aunque parezca contraproducente, rocambolesco hasta límites esperpénticos, Piñeyro nos ofrenda la gozada suprema que significa la presencia de Cuervo, el tercer personaje en discordia, que nos obsequia con momentos absolutamente regios, como el enfrentamiento con Ángel en la playa de Montevideo, llena de intempestividad y sexo, bendecido por los estallidos de su castellano porteño, que, al igual que un gag sutil, dosificado a medida de la brutalidad de los tres protagonistas, nos extasia con las mismas carcajadas reconciliatorias que acaban por lanzar Ángel, Nene y Cuervo.
Y una vez hemos sucumbido ya, de modo inevitable, a esta "Plata quemada", como a una cabalgata insólita de visiones y milagros fílmicos, tan plena de charcas criminaloides, pero que con tan inesperado e irrepetible resplandor abre nuevos senderos al genio explosivo de Marcelo Piñeyro, (y conste que doy paso libre, aunque a contraluz, a cualquier diversidad de opiniones y conjeturas con respecto a este tablero de aristas sangrientas, pero de un gangrenado romanticismo, dotado además de un gran retrovisor capaz de mostrar el aleteo esporádico de ciertas ternuras que se nos escabullían), tres jóvenes e instintivos protagonistas refuerzan y matizan toda mi admiración por el film: Eduardo Noriega (Ángel), disecciona aquí impecablemente (como no hiciera nunca en sus anteriores actuaciones) el caso clínico de tan esquizoide personalidad. ¡Y triunfa! Nos conmueve, y casi nos apuntilla frente a esas consecuencias dramáticas del mejor retrato psicológico que haya pergeñado jamás en toda su carrera de actor.
Leonardo Sbaraglia (Nene), que parece asumir la responsabilidad total, como personaje de excepción, en esta visión insólita del "Hampa Argentina", domina también esa especie de ruedo de gallos de pelea. Es implacable, culto y seductor, como rezara la publicidad del film, pero, incluso en sus descensos discontinuos a los infiernos del sexo (hay que ser consecuentes con la suerte de hablar y entender el castellano para poder llegar a gozar esta oportunidad, imposible para otras latitudes lingüísticas, que nos aboca a saborear esa voz apabullante del pronunciado maquiavélico con que Sbaraglia escupe sus exabruptos no menos argentinos que españoles), su equilibrio chulesco de niñito feliz, destructivo ante la realidad, confuso ante la ficción, ofrece uno de los planteamientos interpretativos más contundentes y gloriosos jamás saboreados en una película argentina, o en la posterior etapa de este portentoso Sbaraglia en nuestra cinematografía hispana.
Pablo Echarri (Cuervo) irrefrenablemente divertido, como impactante requiebro porteño a todo galope, es capaz también de enfrentarse, con una asombrosa confianza en sí mismo, a cuantos fantasmas se aventuran a bloquear esa no menos aterradora compuerta equilibradora de la existencia por la que se mueven estos personajes, tanto más atrapados en los laberintos del horror, cuanto que aherrojados por las cadenas prohibicionistas de la sociedad (bien que no menos acunados por el halo romántico del ingenio sublime que derrocha Marcelo Piñeyro).
Entre estos personajes ambiguos y cruentos no podemos obviar el enfoque directo de otros tú a tú que se agredecen necesariamente, como son los de sus personajes secundarios (Leticia Bredice, Ricardo Bartis, y Hector Alterio entre otros), y que aportan su férrea adaptación al extraordinario realce atmosférico de esta magistral "Plata Quemada".
¡Espléndida, modélica, crítica, y negra, negrísima! ¡¡Peor para quien se la pierda!!...
Y una vez hemos sucumbido ya, de modo inevitable, a esta "Plata quemada", como a una cabalgata insólita de visiones y milagros fílmicos, tan plena de charcas criminaloides, pero que con tan inesperado e irrepetible resplandor abre nuevos senderos al genio explosivo de Marcelo Piñeyro, (y conste que doy paso libre, aunque a contraluz, a cualquier diversidad de opiniones y conjeturas con respecto a este tablero de aristas sangrientas, pero de un gangrenado romanticismo, dotado además de un gran retrovisor capaz de mostrar el aleteo esporádico de ciertas ternuras que se nos escabullían), tres jóvenes e instintivos protagonistas refuerzan y matizan toda mi admiración por el film: Eduardo Noriega (Ángel), disecciona aquí impecablemente (como no hiciera nunca en sus anteriores actuaciones) el caso clínico de tan esquizoide personalidad. ¡Y triunfa! Nos conmueve, y casi nos apuntilla frente a esas consecuencias dramáticas del mejor retrato psicológico que haya pergeñado jamás en toda su carrera de actor.
Leonardo Sbaraglia (Nene), que parece asumir la responsabilidad total, como personaje de excepción, en esta visión insólita del "Hampa Argentina", domina también esa especie de ruedo de gallos de pelea. Es implacable, culto y seductor, como rezara la publicidad del film, pero, incluso en sus descensos discontinuos a los infiernos del sexo (hay que ser consecuentes con la suerte de hablar y entender el castellano para poder llegar a gozar esta oportunidad, imposible para otras latitudes lingüísticas, que nos aboca a saborear esa voz apabullante del pronunciado maquiavélico con que Sbaraglia escupe sus exabruptos no menos argentinos que españoles), su equilibrio chulesco de niñito feliz, destructivo ante la realidad, confuso ante la ficción, ofrece uno de los planteamientos interpretativos más contundentes y gloriosos jamás saboreados en una película argentina, o en la posterior etapa de este portentoso Sbaraglia en nuestra cinematografía hispana.
Pablo Echarri (Cuervo) irrefrenablemente divertido, como impactante requiebro porteño a todo galope, es capaz también de enfrentarse, con una asombrosa confianza en sí mismo, a cuantos fantasmas se aventuran a bloquear esa no menos aterradora compuerta equilibradora de la existencia por la que se mueven estos personajes, tanto más atrapados en los laberintos del horror, cuanto que aherrojados por las cadenas prohibicionistas de la sociedad (bien que no menos acunados por el halo romántico del ingenio sublime que derrocha Marcelo Piñeyro).
Entre estos personajes ambiguos y cruentos no podemos obviar el enfoque directo de otros tú a tú que se agredecen necesariamente, como son los de sus personajes secundarios (Leticia Bredice, Ricardo Bartis, y Hector Alterio entre otros), y que aportan su férrea adaptación al extraordinario realce atmosférico de esta magistral "Plata Quemada".
¡Espléndida, modélica, crítica, y negra, negrísima! ¡¡Peor para quien se la pierda!!...
Leonardo, ¡que te caes! Watch out!