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viernes, 15 de octubre de 2021

Assunta Spina -Final-

El reinado de la diva perecería, como se dijo, al igual que un millonario arruinado por el amor de cualquiera de aquellas mujeres fatales que desbordaron las pantallas. Lo cierto fue que el edificio de tan costosísimas producciones se vio aplastado por su propia obra. El vértigo financiero levanta sus grandes ídolos que, como tantas veces se ha demostrado, poseen pies de barro. El ensamblaje Fascista de Italia y la Alemania Nazi con el  subsiguiente estallido de la II Guerra Mundial fue el golpe de gracia definitivo al monumental oropel de la cinematografía italiana. Hollywood, tras la paz, impondría su definitivo monopolio en todas las pantallas del mundo. En Italia el Séptimo Arte malviviría unos años sumido en la mediocridad. No obstante, a partir de 1945, volvería a asombrarnos con un inesperado "Renacimiento Neorrealista".

 

 







                                        "Mario Mattoli"

[Tolentino, provincia de Macerata, Reino de Italia, 30 de noviembre de 1898-Roma, 26 de febrero de 1980 a la edad de 81 años]



Mario Mattoli no titubearía en contratar para su revisión del folletinesco drama pasional de "Assunta Spina", 1948, a Anna Magnani, revelada ya como el más intenso temperamento trágico del cine italiano.




Con ella estrenó "L'ultima carrozzella", ("Vive si te dejan"), 1943, junto al gran Aldo Fabrizi. Mattoli decidiría, no obstante, buscar una adhesión popular mayoritaria, encauzando casi de inmediato su cine hacia ese nuevo movimiento de neorrealismorosa o postneorrealismo basado en la comedia, entre otras razones, porque la economía italiana se recuperaba lentamente e iba resolviendo sus más acuciantes problemas sociales heredados de la II Guerra Mundial. 
 


En sus comedias se revelará también el gran talento cómico de Erminio Macario, luego conocido por Totò.





 


En esa tendencia hacia el melodrama y el manierismo, naturalmente obviadas por el más eficaz naturalismo social que representará más adelante la grandeza del neorrealismo, aún se generaliza la práctica, también con rodaje en exteriores e interiores naturales, del remake de algunos pasados éxitos de la primitiva cinematografía muda italiana, como es el caso de "Assunta Spina", que en 1948 dirigirá el escenógrafo MarioMattoli, quien llegó a realizar hasta 84 largometrajes, entre ellos "Abbandono", 1940, "Luce nelle tenebre", 1941, "Stasera niente di nuovo", 1942, con la gran Alida Valli, "La valle del diavolo", 1943, "Arrivano i nostri", 1951, "L'ultimo amante", "Non perdiamo latesta", 1959, "Signore si nasce", 1960, con Totó, y su última película la parodia del spaghetti western "Per qualche dollaro in meno", 1966; films  a los que imprimió un viraje en redondo a aquel cine miserabilista que luego impondría el neorrealismo, como subproductos de aquella nueva escuela de la que no dudó, pese a todo, en aprovechar muchos de sus elementos formales. Los condicionamientos políticos, tratando de rehuir la imagen triste, dolorosa y miserable de Italia, favorecieron, pues, como ya se indicó, la aparición del neorrealismo rosa o postneorrealismo




Amor y celos, sus posos y sus hieles. Rezos y lloros, culpas y resabios. Nápoles del 1900: vieja y populista, desollada y primitiva. Bajo la llama gloriosa de su luminoso cielo, fiestas y milagros, ímpetus y pasiones. Nápoles vibra en una calentura colectiva, y entre el retumbo arrabalero de sus criaturas el amor nunca parece acomodarse en paz. Sus hombres se envuelven en un solo pecado: el de su soberbia, viviendo para el convite de los celos. Sus mujeres sufren en la dureza de la virtud calumniada. Sus deseos son episodios enlutados, sus pasiones malviven vedadas por los rígidos sentimientos del cristiano intolerante. En el Tribunal napolitano un hombre, Michele Boccadifuoco, avanza orgullosamente para ser juzgado. Un alboroto de familias recorre el edificio. La Ley posee una irresistible avidez para la imaginación, en especial para todos aquellos que se precian de ser más honestos que quienes la ejercen, por eso siempre va seguida de llantos, de gritos de despecho o asombro, de apenamiento y de protesta ante el desengaño. El pueblo, en boca de mujer, es el penitente de la Ley. El chisme inicia su denodado ataque contra la víctima: esta vez la planchadora Assunta Spina, objeto ahora de la confidencia a gritos de cuantas mujeres acuden a la Audiencia y que se sienten obligadas a mediar en los amores de los demás. La aparición de la denunciante Assunta recibe los insultos implacables de Donna Concetta, madre del imputado Michele. La mirada dura y lívida de la mujer denostada muestra, ante la expectación insoportable de quienes se gozan en las desgracias del prójimo, el acto brutal de su amante Michele: una cuchillada profunda en su mejilla, que es como el cáncer abierto en la calidad de la belleza de la mujer amada.  La herida en el rostro de Assunta se recorta así como el desgraciado contorno de los celos injustificados del amante áspero que ama brutalmente, siempre extraviado en una tiniebla de sospechas: que el amor de la mujer no sea más que la gala marchita del hastío, viendo en su hombre únicamente a un amo. La declaración de Assunta ante la Audiencia condenará a Michele a dos años de presidio. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Una vez confirmada la sentencia, Michele deberá ser trasladado de Nápoles. El descaro de las gentes lanza a Assunta Spina la clara interrogación de sus ojos: ¿Ha sido condenado Michele por ser tú una mala mujer? Pero también en Assunta, que se sabe inocente, estalla un brío de oposición ante las malas lenguas. No admitirá culpa alguna. Su actitud de inocencia se enfrentará con decisión frente a las censuras de un pueblo que se acoge sin la menor caridad a la culpabilidad ajena como un escondido alivio a sus propias faltas. Pero en el último instante, Assunta se siente acometida por un desfallecimiento. Michele, hombre de bien al cabo, cayó en el desamparo de los celos por sospecharla deseable para todos los hombres, como si la culpabilizase de su belleza. Además, cada voz risueña en las tertulias quebrantaba su honra, y la exaltación de su miedo a perder el amor de Assunta se veía arrastrado por el fisgoneo malintencionado de las comadres napolitanas. Fue este desamparo de creerse deshonrado por la mujer amada el que realmente destrozó la mejilla de Assunta. Mas aquella condena fuera de Nápoles escarbaba ahora en el corazón de la mujer criticada, agrandando la herida. La aparición de Federigo Funelli, Vice Cancelliere del Tribunal de Nápoles, tratará de confortar los remordimientos de Assunta. Bastará una suma de dinero para que Michele pueda, probablemente, permanecer en la prisión napolitana. De no ser así, afirma Federigo Funelli ante los ojos entristecidos de Assunta, el preso puede ser trasladado a Capua, a Salerno, la lejana prisión de Avellino. Al acceder al pago, Michele cumplirá su condena en Nápoles, pero comenzará para Assunta una nueva revelación de todas las delicias y contornos imperfectos que conlleva un amor enfebrecido, esta vez por Federigo Funelli, atractivo, libertino y jugador, que, sabiéndose deseable para la mujer, gobernará a partir de entonces los pensamientos, las lágrimas, el dolor todo, del amor de ella. Assunta Spina, viviendo en el luto de su desencanto ante la falsedad y abandonos constantes de Federigo, y no siendo feliz tras su entrega al desengaño de no saberse amada por su nuevo amante, vive en la postración de una soledad que la destruye aunque sin poder dejar de perdonarlo siempre.


En el taller de planchado de Assunta Spina el ímpetu candente de las empleadas se abre siempre al alboroto de los comentarios. Todas ellas saben que las intenciones sentimentales que el famoso y atractivo crápula Federigo Funelli mantiene con Assunta son como el reverso de la honestidad. Murmuraciones, gritos, sonrisas y trifulcas tienen lugar en la intimidad del taller cuando la agonía amorosa de su dueña sale a colación. La imagen despechada de Assunta Spina habla bien a las claras de la oscuridad que preside sus relaciones con Federigo. La rueda emocional de los sentimientos no resiste ya la prueba de resistencia a que se halla sometida la pasión de Assunta

La dicha que ella esperó encontrar en el amor de aquel hombre es ahora como una herida abierta en el alma de la planchadora. Federigo se encrespa ante las exigencias de su amante, quien trata repetidamente de imponerle el rechazo a sus compañías de juego donde él dilapida el dinero que ella le entrega. Finalmente, a la noche de su deseo seguirá la mortificación definitiva. Federigo decide abandonarla. Assunta, ultrajada, se sentirá condenada a la burla y al desprecio, porque su dolor, su amargura, su apasionamiento despechado adquieren transparencia para todos los ojos. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

Permanece el recuerdo del esplendor sensual de Assunta Spina, en aquel Nápoles de las fiestas de San Genaro estricto, beato y festivo, en el que la planchadora vivió momentos de dicha junto a su amante Michele, antes de que se abatiera sobre ambos la desgracia, los celos y la prisión.
 

 






 
Ahora Assunta mortificada por el abandono de su amante, vive la condena, la burla y el escarnio inmisericorde de aquella Nápoles perversa y santurrona que se goza en la aflicción y el desamparo de Assunta Spina. A las napolitanas les estalla su populista y beata excelsitud circense cuando se trata de blandir la vieja espada vindicativa contra la pecadora desdeñada. Durante la Fiesta de San Genaro, el pueblo femenino, al que siempre exalta su obsesiva y gazmoña virtud primitiva, e iluminado por el rito prolongado de la fiesta a la espera de la milagrosa transformación de la sangre del santo, lanza sobre la pecadora Assunta el rechazo de su compañía, como si la presencia de la planchadora en el Templo hiriese la honestidad del gentío allí presente, la beatería estremecida de aquel Nápoles estricto e intolerante que se alboroza en sus rezos y no concede limosna al perdón. Assunta Spina es arrojada de la iglesia castigada así por el turbio celo de las críticas. Únicamente el joven brigadiere Mancuso, enamorado en secreto de Assunta, acudirá en su socorro ofreciéndole su compañía y la condescendencia que hace desdichado a todo aquel que ama sin ser correspondido.

Víspera de Navidad. Assunta Spina se ve sometida a la dura servidumbre de la soledad más completa. Y cuando más trata de huir del recuerdo de Federigo más se incorpora a su memoria la imagen de su deseo. ¿Cómo alejarse de la perdición de sus pasiones por el hombre que la ha abandonado? Assunta recurre a Ernestina, una de sus jóvenes empleadas.Toda la vida de Assunta se arrodilla aquella fría noche en el encierro desesperado de su abandono. Ernestina debe ser la portadora de un escrito a Federigo. Es una nota conminatoria, ardiente, erizada por una imploración para que vuelva a su lado. Federigo contestará con  indiferencia al reclamo doloroso del deseo de la mujer a quien no ama. Mientras tanto, Assunta lucha con su dolor. La acompaña donn'Emilia Forcinella, que busca también lágrimas de compasión entristecida por el abandono inesperado de su hija. La carta de Ernestina es desestimada por Federigo, quien le entrega un nuevo escrito en el que escribe su negativa a volver a casa con su ex-amante. El regreso de Ernestina trae las palabras definitivas de su amante. "¡No va a venir!" Assunta ya no puede contener su celoso furor. Aquel "¡no va a venir!" taladra sus sienes. Sobre donn'Emilia, que la observa compungida, se derrama el ruego súbito de Assunta. La congoja y el furor rompen las palabras de Assunta. Donn'Emilia debe conseguir que Federigo comprenda la abominación a que la ha sometido. Debe socorrerla con su regreso, aunque sea a costa de su perdición. Es la última plegaria contenida en el cáliz ardiente de la pasión. El sollozo implorador de Assunta conmueve a Donn'Emilia que accederá a presentarse ante Federigo aun a sabiendas de que el disipado Don Juan observa ya con total aborrecimiento la dolencia emocional de su ex-amante. 




 
Para sorpresa de Assunta, será Michele, indultado en víspera de Navidad, quien se presente aquella noche en busca del perdón y de aquella felicidad que una vez ambos conocieran. Assunta nunca pareció tan adusta y desolada a los ojos de Michele. La noche vive de una extraña mutilación: del goce de Michele nace el padecimiento de ella. Assunta comenzará a balbucir. Es la suya una desesperación de lágrimas y besos, que lucha con su dolor por el desasosiego de Michele. Con voz rota de cansancio Assunta confesará la plenitud de aquella otra pasión que ahora la desborda, y que ha acabado por convertirla en una enamorada sin amor. La desesperada ex-amante de Federigo no podrá impedir la huida enloquecida de Michele con un cuchillo entre las manos, abrasado por los celos. Y será la muerte de Federigo a manos de Michele la que acabará por imponerse a la voluntad del amor más exacerbado. En Assunta Spina, frente al cadáver del hombre que quebró la luminosidad pasional de muchos tiempos, permanecerá únicamente una clara conciencia de culpabilidad por cuanto ha sucedido.Y no promoverá, ante el postrer impulso homicida de Michele, un nuevo futuro aciago para el hombre que la amó, y cuyo extravío moral le ha empujado hasta el crimen. Y ante los brigadieres, una vez desaparecido Michele, el último acto de agradecimiento de Assunta Spina hacia él será el de declararse culpable: "He sido yo, perdónenme"...
 



[Roma, Italia,  8 de mayo de 1906 - Ibídem, fallecido el 3 de junio de 1977de infarto de miocardio a la edad de 71 años]
 

Una vez recobrada la libertad del país, sería Roberto Rossellini quien irrumpiría en la pantalla con el conmovedor estallido de "Roma, città aperta" ("Roma, ciudad abierta"), 1945, con la gran Anna Magnani y Aldo Fabrizi, además de Marcello Pagliero, Maria Michi, y Harry Feist. Se trataba de un nuevo arte cinematográfico, totalmente revolucionario, que veía la luz entre las ruinas todavía humeantes de Italia, cuyo aparato oficial del Séptimo Arte se hallaba totalmente desmantelado tras el horror de la guerra.
 


Rossellini había rodado su primer largometraje "La nave bianca" ("La nave blanca") en 1941,  con Augusto Basso, y Elena; y completó la que sería conocida por su "Trilogía Fascista" con "Un piloto ritorna" ("Un piloto regresa"), 1942, con Massimo Girotti, Michela Belmonte  y Gaetano Masier,  y "L'uomo della croce" ("El hombre de la cruz"), 1943 con Alberto Tavazzi, Roswita Schmidt, Attilio Dottesio, y Doris Hild.
perdónenme"...
 

Roberto Rossellini, sin permisos, con dinero prestado y pequeñas cantidades obtenidas de la venta de sus propios muebles, abría el que a partir de entonces sería aclamado como su amplio abanico de improvisación, especialmente con su musa Anna Magnani. a la que dirigiría poco después, en 1948, en la sublime "Amore-La voce umana" ("El amor-La voz humana"), el extraordinario monólogo telefónico de Jean Cocteau, que Anna Magnani sublimó hasta límites gigantescos. 



Y así, sin guión previo, con su gran amante de entonces Anna Magnani, se lanzaba como un nuevo coloso, bien que desconocedor de trucajes, del oropel de la etapa muda, con su pasado monumentalista y sus mascaradas alambicadas, del enloquecido empleo de masas utilizado por aquel lejano cine-espectáculo, y del primitivismo histórico que dieran, en consecuencia, especial significación a "Cabiria", de 1914 o "Quo Vadis?, de 1924, dejándonos sin respiración con su nueva propuesta: la apasionante aventura de "Roma, città aperta". El  neorrealismo forja, a partir de ahí, la flamante grandeza del cine italiano como arte sin paliativos, mientras la nueva mujer del pueblo, una inconmensurable Anna Magnani, intentando evitar la detención del hombre a quien ama, correrá desesperada tras el camión de la muerte muriendo en plena calle a causa de la barbarie Nazi.


 

Esta nueva búsqueda realista, que otras cinematografías, en un principio, denostaron como "forma de oposición a la cultura oficial", en este caso, de Italia, no tardará, sin embargo, en ser considerada como un tremendo grito de protesta dado el realismo brutal que evoca. La exigencia verista del neorrealismo centrará de forma definitiva su atención en hombres, mujeres y niños considerados todos ellos como seres sociales, y examinará detenida y concienzudamente sus relaciones con la colectividad en que se hallan insertos; y que no es otra que la de unos seres humanos destrozados por la guerra. La originalidad del nuevo cine italiano nace, pues, de una rabiosa reacción antirretórica y de un repudio total contra el pomposo y artificial arte esgrimido por el nefasto Fascismo de Benito Mussolini.


Roberto Rossellini completaría una célebre trilogía neorrealista con "Paisá", 1946, su película más cara, y "Germania anno zero", 1948, (esta vez en el Berlín destruido por la guerra: un soldado alemán desmovilizado que se convierte en pederasta; un conmovedor personaje infantil interpretado por Edmund Moeschke, y un suicidio final).


 








A tan multiforme vitalidad como la de esta flamante cinematografía italiana conocida por neorrealismo se asociarán también Vittorio de Sica  y el que ya sería su habitual guionista Cesare Zavattini, quien no dudaría en proclamar públicamente: "Cuando alguien, sea la gente de la calle que malvive, asiste o no a las salas cinematográficas, el Estado o la Iglesia dice: basta de pobreza, basta de películas que reflejan la pobreza, comete un delito moral. Y es que se niega a enterarse y a comprender. Y al no querer enterarse, conscientemente o no, se sustrae de la realidad". 
 



Seguirían Alberto Lattuada, Luigi Zampa, Federico Fellini y Pietro Germi. 



Y a la considerada como ala marxista, igualmente postuladora del realismo crítico, pero que, obviando hasta cierto punto el simple testimonio social, se esforzaría por extraer sus propias conclusiones histórico-políticas, se suma el aristócrata Luchino Visconti, Giuseppe de Santis y Carlo Lizzani. Y "La grande guerra" ("La gran guerra"),  1959, de Mario Monicelli, con Silvana Mangano, Alberto Sordi y Vittorio Gassman.




El tándem Mattoli y Totò regocijaría al público italiano, entre otras muchas, con "Un turco napoletano", 1953, o "Totò, Peppino e le fanatiche", 1958.


También Aldo Fabrizi, con "Papà diventa mamma" ("Papá se convierte en mámá"), 1952, que él mismo dirige.





Y "Mi permette Babbo!" ("¡Con su permiso, papá!"), 1956, de Mario Bonnard, con la actriz española Marisa de Leza, y Sordi.

Vittorio de Sica (como actor), y Alberto Sordi  se implicarían en esta nueva transición provocativa que propuso la flamante comedia proletaria: una nueva y falseada forma de observar la realidad, como fue la inolvidable "Peccato che sia una Canaglia" ("La ladrona, su padre y el taxista"), 1954, de  Alessandro Blasetti, con una despampanante Sophia Loren y un extraordinario Marcello Mastroianni. Y "Un italiano in América", 1967, de Alberto Sordi. Un cine, como ya se indicó, en una no menos novedosa Italia, que sin dejar de adecuarse a esta modalidad de comicidad populista, se encaminaba ya hacia lo que se llamaría el "milagro económico de la década del 50 y el 60".
 


       [Ferrara, Emilia-Romaña, 29 de septiembre de 1912-Roma, Lacio, 30 de julio de 2007 a la edad de 94 años]
 

Y de aquel ya tan esperado milagro económico italiano se haría eco Michelangelo Antonioni en su primer largometraje "Cronaca di un amore" (Crónica de un amor"), 1950, Massimo Girotti, Lucía Bosè, Anita Farra, y Rubi D'Alma, desplazando los temas proletarios típicos del neorrealismo hacia un atento examen crítico y psicológico de la nueva burguesía industrial, con implicaciones criminales. Y con las que Antonioni, convertido en prestigioso militante del postneorrealismo más severo, nos mostraría claramente su admiración por el naturalismo negro francés. [Una joven y bella burguesa, Paola-Lucía Bosè, esposa de un empresario maduro, mantiene de nuevo un affair amoroso con Guido-Massimo Girotti, un antiguo estudiante del que estuvo perdidamete enamorada, y que era novio de su mejor amiga. El celoso marido teme que lo esté traicionando, por lo que decide vigilarla por medio de una agencia de detectives. El final resultará demodelor para la pareja

 
 
































































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