Un conglomerado humano que sea capaz de desafiar las leyes de la racionalidad puede perfectamente metamorfosearse en estrafalarias a la vez que en divertidísimas caricaturas de unas comunidades que, pese a gozar de un bienestar crematístico, (en el caso de este “Hotel Paradiso” nunca especificado de forma conveniente), sean por ello los tipos más representativos de esa sociedad cuyo completo confort nunca resulta fácil aceptar sin orden y medida. Y no han de doler prendas cuando dicha amalgama humana sea también capaz de ofrecerse vivencialmente entre los virajes de un absurdo modo de entender la vida mutilando así su existencia unas veces desaforada, y otras tan ridículas como incongruentes. Y es muy especialmente irrisorio si a este batiburrillo humano se les sitúa en una época entroncada con la gran tradición del más demencial de los vodeviles, al que se pueda añadir también hasta un ápice de humor negro. Y tampoco es de extrañar que a este humor de un sólo color se le puedan abrir puertas a ciertos grados de romanticismo satírico que se vincule a la hipocresía, las frustraciones y los despropósitos que tantas veces se sustentan en el matrimonio. Pero llega el turno de que con este caótico “Hotel Paradiso” volvamos a dar la bienvenida a aquellas décadas casi extraviadas de las mejores ráfagas vodevilescas que se han mantenido en el recuerdo; y que fulguraron con la extraordinaria capacidad de lanzar por los aires la muy a menudo anquilosada cultura del melodrama más vocacional, y cuya retórica áspera y lacrimógena lo sustentaran durante siglos, ya fuese en teatro, literatura y por fin en el Séptimo Arte. Así volvemos a aceptar (y no es novedad que pueda sorprendernos) que el vodevil decimonónico no dudara tampoco en desencadenar un ciclo humorístico inspirado ante todo en la comedia más frívola, exorbitada y hasta desproporcionadamente erótica. Por ello, una perspectiva artística que no deje nunca de perder de vista la comicidad, como lo hace el drama, está perfectamente capacitada para recopilar también a través de dicho humor ese otro ciclo histórico que entronque con las sociedades instaladas en un inextricable confort ya mencionado. El vodevil, por tanto, y sin excesivo esfuerzo, llegó a convertirse en una de las más vigorosas parábolas del desenfreno humorístico, y rozando hasta el surrealismo del ridículo se volcó felizmente sobre las costumbres y tabúes de la sociedades más puritanas que han protagonizado la civilización en este planeta tan variopinto como secularmente arbitrario y mezquino. Pero el humor y la risa, como propiedades exclusivas de nuestra naturaleza como seres racionales, han sido y seguirán siendo, (muy especialmente en nuestro recién estrenado siglo XXI), las enemigas más acérrimas de aquellas arcaicas características intransigentes de unas épocas enrarecidas por la más devoradora hipertrofia inherente a una obcecada moral severa, intransigente, y tantas veces grotesca. Debemos a la cinematografía, durante su imperecedera etapa del silent movie, que se erigiera también en una de las más fervientes industrias dispuestas a resucitar los centelleos más extraordinarios de la creatividad cómica, que tan aplaudida fue y caminó apoyada en aquella simbología inolvidable a la que se denominó dadaismo. La cámara tomavistas en movimiento aprendió así a sorprender y a descomponer los procesos espacio-temporales del humor, convirtiendo el vodevil y a los cómicos que formaron parte del mismo en fenómenos biológicos más y hasta menos racionales de lo previsible, pero gracias a los cuales ese proceso creador e interpretativo de la aventura humorística quedó plástica y perdurablemente captada en la fragancia de una materialización tan inolvidable como de la que nos provee la risa..





























































































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