No hay aroma familiar ajeno a la desdicha, como no hay ilusiones
primeras (atrayentes, al menos a simple vista) a las que no acabe por
atrapar la garra de la frustración. Todo juicio y apreciación juvenil,
al dejar de fantasear, se expone a los retorcimientos sinuosos, a la
prueba irrefutable del descarrío. Ante la serenidad conmovedora de un
rostro, nos resulta impensable que, a fuerza de la terquedad e
insistencia que se atrincheran tras el espejuelo de la resignación
(aquél que refleja las viejas novelerías del cariño), anide el gesto
oculto de probo estoicismo, capaz de soportar la tortura sin proferir
palabra. Cualquier impuesta encrucijada entre la culpabilidad y la
inocencia reclama su misión salvadora. Esa aflicción que nos devuelve al
hijo perdido, tras arrastrar su carromato de desdichas, e incluso
después de haberse acusado en confesión y de ser merecedor de justa
cólera, queda enterrada en su oficio de tinieblas, cuando la madre llora
por aquella noche extraviada del hijo. No hay testimonio de realidad
social que no cumpla con ese rito milenario que colma la exégesis de la
maternidad. Ni fuerza capaz de hacerla retroceder con desmesurados
pronósticos. La desesperación de la madre atribulada puede mantenerse
inmutablemente digna ante un cuerpo ensangrentado y tibio todavía; sorda
a la amenaza, aunque trémula de ira. Cualquier gesto de estupefacción y
sorpresa le es arrancado a jirones. Su oculta mirada llameante,
agarrotada pero diligente, a manera del cazador furtivo, sometida al
aire frío de la madrugada, compadece siempre en su corazón la desdicha
filial, aunque se le adjudique el homicidio. Convertida en protectora,
jamás será tirana. La madre es esa efigie condenada a la cera, aunque
sangre por dentro. Acompaña cada invocación amorosa con un amén
envalentonado, que, no obstante, cumple con su llanto en la noche, que
es cuando suena su lamento de malherido solitario. Su rostro puede
quedar tan oscuro como los cuadros murales. Es un busto anónimo,
ignorado en la sombra. Una imagen corriente que no parece pertenecer a
nadie. Son únicamente los labios que se precipitan a besar de nuevo el
cordón natalicio; los dedos que funden con su caricia insomne y
favorecedora su promesa de vida; la acogedora cúpula penetrada de los
espacios del tiempo. Y para ser del todo ella, se pierde en un
trastorno, como si se encaminase a un culto humilde y recogido. Pero
todos sabemos que ese es precisamente su "momento temerario".
Detengámonos, pues, un instante en esta denominación porque vale la pena. Es, en verdad, el momento en el que habrán de afilarse ciertas
armas para servir a las consignas de aquella gran familia
norteamericana, surgida de esa sana y estimulante mitología democrática.
Y cuyo esquema fundamental, que fue creciendo y tornándose más complejo
tras la II Guerra Mundial, espoleó y estimuló (como nunca hasta
entonces), para la lucha en su defensa, al pueblo estadounidense. Hay un
cordón umbilical que recorre la secreta idea de que cualquier
contradicción que pueda conllevar un desequilibrio social y político
capaz de crear una atmósfera inquietante y amenazadora sobre el
santuario pluralista y liberal más avanzado del mundo (efervescencias
revolucionarias europeas que llenan de temor al pacato burgués del confort
y del electrodoméstico), amamanta el veneno de la desestabilización.
Sin embargo, una sombra de complicidades inconcretas y negras se instala (tras la guerra) en la inmediata recuperación de un país que fuera el mayor portavoz del optimismo político de la era "rooseveltiana". Una gran nación a la que no agobia el remordimiento. Y que insiste machaconamente, frente a la desmembrada Europa, sobre sus breves reseñas históricas, basadas en las virtudes y en la ejemplaridad de la inquebrantable salud de su sistema democrático.
Pero este régimen, proclive a las más feroces invectivas puritanas, y que en la década de los 30 (1934 para ser más exactos, y no descalificado hasta 1967) se cernió sobre la desatinada credulidad intolerante del pueblo americano, para convertirse en "Código Nacional del máximo rigor purista e intransigente", minuciosamente reseñado por los líderes del Partido Republicano en la época de Will H. Hays (conocido en Hollywood como "el zar del cine"), y que se hizo popular amparándose en su apellido ("Código Hays"), acabó por significarse como dolorosísima "Historia Agridulce" de contenciosa o divergente perspectiva hacia las psicologías liberales del mundo occidental. El hiperbólic rigor Hays no alcanzaría tan sólo a la moral sexual, sino también a la social, política y hasta racial. Gentes vocingleras y excitadas que enardecerían al irreflexivo pueblo, que se contagiarían unos con otros, canonizando con su apoyo alborozado a la "Republicana Congregación Intolerante", que siempre parecería revestida para el sacrificio entre babeantes expresiones de inocencia, y que se complacería en desafiar al mundo, arrastrada por la euforia de sus adalides, que, no obstante, jamás dudarían en jactarse de poseer el sistema político más privilegiado del mundo, y de haber conseguido abolir las injustas diferencias sociales en la nueva Norteamérica de posguerra.
Pero un salpicado excesivo
siempre provoca manchas. Rodar con la ignorancia y el fanatismo de
pueblo en villa, y de villa en ciudad, también tiene algo de tumor
maligno. En todo arrebato social se cuece una especie de sadismo
implícito, que hurga sin piedad en la llaga de una degeneración moral
encubierta, por la que igualmente acostumbra a moverse una sociedad
burguesa titubeante. Y más de una carcajada de desprecio se deslizaría
asimismo en aquella gazmoña Norteamerica ante la ingenuidad de ciertos
discursos gubernamentales, que, irremediablemente, acabarían perdiéndose
entre las convencionales barreras geográficas y políticas que siempre
desgajaran los Estados Unidos.
Por lo menos, el cine, temeroso por necesidad de los alaridos de descontento que pudieran llegar a afectar al "box-office" (recaudación en taquilla), y más dado a concienciarse con las
exigencias de la evolución histórica y social de los USA, propondría
también su "reckless moment",
rizando el rizo ante esta "estigmatizada y anónima colectividad humana"
que forman los países, por medio de Frank Capra, y a través de sus
imposibles y "cuentistas" filosofías sociales: "En EE.UU. sólo es infeliz el que quiere, porque la Sociedad Estadounidense se halla abierta a todos, y la corrupción y la injusticia se desmontan haciéndoles frente. Cualquier norteamericano puede convertirse en multimillonario o en Presidente de la nación. O, en el mejor de los casos, frente al lucro ilegítimo y excesivo, frente a la duda del mérito y la honestidad de sus hijos (más o menos ilustres), frente a la necesidad de dignificar al ciudadano medio, sea éste del medio social que sea, con los buenos réditos que asignar pueden la Justicia y la Ley, siempre acabará apareciendo el denodado y audaz caballero de los nuevos tiempos, capaz de arrojar del Templo, a poder ser dignamente, cualquier conato de maltratada justicia"
(A lo que habría que añadir que en comerciar y expender no existe falta
alguna, y sí lo hay en la preponderancia lucrativa, porque siempre
surgirá también más de un mercachifle que sea capaz -es inevitable- de
concederse anuencia a sí mismo para ser algo más ladrón que otro) No en
vano, Capra fue caracterizado por Juan Antonio Bardem como "nuestra crédula abuelita Frank Capra".
Y por si fuera poco, a un mismo hecho casi siempre se le pueden adjudicar dos versiones. Y será a partir de 1947 cuando la influencia determinante del comunismo juegue en esta exégesis del drama social en que se viera envuelto el ciudadano norteamericano un preponderante papel. Como elemento psicológico, una de las verdades más rápidamente apreciadas es que el pueblo, en general, recibe de la historia lo que se merece, por tomarse con ella libertades "chaplinianas". Y a fin de devolverle cierta estabilidad, momentáneamente perdida, yerra, se enfrenta (a veces gana, otras pierde), y se deja martirizar, y hasta asesinar, por los mismos verdugos (o banda secreta, como nos apercibiese Mauritz Stiller en su famoso film mudo de 1912, "Las máscaras negras") de cuyo clan formaron parte. Muchas de las aspiraciones más nobles del hombre (si exceptuamos aquél que es capaz de convertirse en fácil presa de los fanatismos), provocarán, como es de cajón, pocas simpatías en el endurecido y metalizado corazón gubernamental, por mucha que sea la liberalidad de la que se precie. Joseph Raymond McCarthy, nacido el 14 de noviembre de 1908 fue Senador Republicano Estadounidense por el estado de Wisconsin desde 1947 a 1957. Hasta febrero de 1950 se mantuvo como personaje "poco conocido". La máscara secreta de este heredero, nada altruista, del irreflexivo legado intransigente de aquella democracia arrastrada a la picota por su "misticón" antecesor Will H. Hays, cae con súbito arrebato cuando, en aquel "febrerillo el loco" de 1950 lanza una pública imputación contra 205 supuestos "comunistas" infiltrados en el Departamento de Estado, al que siguieron el Ejército y la Administración Pública. McCarthy, coronándose con los laureles de "defensor de los auténticos valores americanos" alentó durante sus 10 años en el Senado una sistemática e insensata cruzada anticomunista, refrendada por los elementos más conservadores de la clase política americana, entre los que se encontraba el futuro presidente Richard Nixon. Frente al Comité del Senado para las Relaciones Internacionales que dirigió, desde 1950 hasta mediados de 1956, (cuando ya se le conocía como Red Scare) desfilaron cientos de ciudadanos: grandes directores y actores de Hollywood, gente de los medios de comunicación, del gobierno, militares y funcionarios, todos ellos acusados por McCarthy como sospechosos de espionaje soviético o leales en diferentes grados al comunismo, que había evolucionado encubiertamente entre la tipología social del país. Estos procesos, propiciados por la "guerra fría" entre Estados Unidos y la Unión Soviética, y la guerra de Corea, fueron denominados como la "Caza de Brujas". El término "Maccarthysmo", antecedente próximo del "Codigo Hays", aún vigente por aquellas fechas, fue acuñado como "grotesca caricatura" de un país que fue capaz de dar rienda suelta a una desacreditadora e intolerante persecución anticomunista, y cuya vinculación a dicho partido no pudo ser demostrada en ninguno de los casos que se trataron en el Comité del Senado. Joseph R. McCarthy, de nefasta memoria, fallecería el 2 de mayo de 1957.
[Maximillian Oppenheimer conocido como Max Ophüls nacido el 6 de mayo de 1902 en Sarrebruck (Saarbrücken),
Alemania- Fallecido en Hamburgo, Alemania, el 25 de marzo de 1957 de insuficiencia cardíaca a la edad de 54 años]
Desde 1919 a 1924 debuaría en el teatro. Su carrera
cinematográfica arrancaría, hacia 1929, en Berlín, en "Universum Gilm AG"
(Aka UFA). Allí, en 1931, dirigió "Dann schon lieber Lebertran" ("In the Case") un
corto cómico, al que seguiría su largo más aclamado en esa época
"Liebelei" ("Amoríos"), de 1933, con Magda Schneider,Wolfgang Liebeneiner y Luise Ullrich. El gran perfil artístico de Ophüls, su romántica
elegancia emblemática, se distinguen por primera vez en este film:
descripciones psicológicas de sus personajes femeninos, vida lujosa y
elegancia en los decorados, y la meditación irónica que conlleva todo
duelo entre el hombre joven y el avejentado.
Tras el incendio
del Reichstag, ascensión al poder de los nazis, y primeros ataques hacia
la etnia judía en Berlín, Ophüls, de ascendencia judía, se exilia a Francia en 1933, donde, cinco
años más tarde, adquiere la ciudadanía que le ofrece el país. Cuando la
nación gala cae en poder de Hitler, pasa a Suiza, y, finalmente, llega a
Estados Unidos en 1941. Preston Sturges será su gran mentor, dado que
Hollywood ignora su trabajo por completo. "The Exile" ("La conquista de un reino"), 1947, con
Douglas Fairbanks Jr. y María Montez será su primera película norteamericana.
Su actividad, que podría haber resultado una de las más aureoladas en aquella Meca del Cine, poco renovadora e inconformista, jamás recibió, en función a las grandes obras que su enorme talento podría haber ofrecido a la historia del Séptimo Arte, el venerado aldabonazo de taquilla por la que se rigieran los éxitos Hollywoodenses. No obstante, antes de volver a Francia, en 1950, impuso su estremecedora eficacia impresionista en tres dramas fatalistas, de gran estilo romántico y refinamiento formal en su sentido más estético: "Letter from an unknown woman" ("Carta de una desconocida"), 1948, con Joan Fontaine y Louis Jourdan, "Caught" ("Atrapados"), 1949, con James Mason, Barbara Bel Geddes y Robert Ryan. y, en especial, "The reckless moment" ("Almas desnudas"), 1949, con James Mason, Joan Bennett y Geraldine Brooks, a la que, además, recompensó con todo el vigor de una historia naturalista, algo cercana al thriller, y que se convertiría en un valioso documento social sobre el precio de la vida en un país superdesarrollado en el que no se escatiman los elementos crueles que podía encubrir su gran democracia "Maccarthysta".
Con "La Ronde" ("La Ronda"), 1950, interpretada por Anton Walbrook, Gérard Philipe, Simone Signoret, Serge Reggiani, Simone Simon, Daniel Gélin, Danielle Darrieux e Isa Miranda, ya en Europa, incunable donde los haya, film hedonista (que, no obstante, finaliza con una significativa frase del narrador: "la felicidad no es alegre"), con sus travellings virtuosos y sus inolvidables evocaciones del impresionismo, al que era tan afecto, ganaría el "Premio BAFTA".
Entregado a su gran pasión: el espectáculo afiligranado en su máxima
expresión, pero sin obviar la ironía de sus lúcidas reflexiones sobre
las relaciones humanas y que los misterios amorosos, tantas veces
trágicos, conllevan también, rodaría "Madame de...", 1953, con Danielle Darrieux, Charles Boyer, y Vittorio De Sica, y su film
póstumo "Lola Montes", 1955, con una bellísima Martine Carol, el siempre magnífico Peter Ustinov, y Anton Walbrook, Oskar Werner, e Ivan Desny,
en la que tendría lugar una de las utilizaciones más maduras del
formato Cinemascope, desdeñado hasta entonces en Europa. Toda la
ingeniosidad y exquisitez de Ophüls se hallaba ya vertida sobre su nuevo
guión, "Les amants de Montparnasse"
cuando le sorprendió la muerte a causa de un problema cardíaco el 25 de
marzo de 1957 en Hamburgo, Alemania. No obstante, fue enterrado en el
cementerio francés de "Le Père Lachaise".
Con un a sutileza poco común nace una impensada e importantísima mutación frente al arquetipo femenino americano,
caracterizado esta vez (a diferencia de la clásica "ingenua" o "vamp")
por el de una madura e intrépida madre de familia, dispuesta a todo
para sostener el estamento familiar. Asistiremos a su arrojado
enfrentamiento protector de ciertos valores que ella considera "justos y
necesarios" (repentinamente pisoteados) de una sociedad inmersa en un
engañoso bienestar, surgido de la tan cacareada mitología democrática
norteamericana. Y que, como es de esperar, acabarán por llenarla de una
"sana indignación", estimulándola, casi espoleándola, a fin de
aprestarse a una lucha casi sin cuartel en defensa de tales principios.
Una
muerte accidental, junto al hogar sacudido, del pretendiente indeseable, aunque provocada por la
inconsciencia juvenil de su hija mayor, convertirá a esa madre (tras la
habitual ausencia marital por motivos empresariales en Europa) en
heroína individual que retomará el pedestal de su matriarcado, y que
habrá de centrarse en un fatídico examen de "toma de conciencia" que
evite por todos los medios posibles que su hija pueda resultar
inculpada. Hará desaparecer el cadáver hundiéndolo en el lago próximo, en el cual poseen un embarcadero.
Ophüls expone ciertas situaciones límites que van desde el melodrama social al ambiente abyecto del "thriller", pero que jamás restan fuerza ni enturbian el rico vigor de este sombrío retrato social estadounidense. Entre esos cotidianos escenarios domésticos, a través de un envidiable uso de la alternancia pendular en que su protagonista se ve atrapada, asoma un personaje muy alejado de tan ejemplar retablo familiar, que, en un principio, encaja a la perfección con el clásico arquetipo del sórdido canalla, meticuloso, que parece permanecer impertérrito frente al mundo que se derrumba alrededor del idealizado pilar doméstico en el que se funden gran parte de los pasionales remolinos tradicionales de Norteamérica. Unas cartas acusadoras por medio de las cuales es imposible disociar los vínculos de la joven protegida con el pretendiente accidentalmente muerto, y que agravarán la odisea protectora emprendida por la protagonista, y ahora atrapada por el atosigante andamiaje del chantaje. Y en su desesperación, escribe cartas al marido ausente, que luego tacha y rompe, mientras el chantajista no duda en intimar con su familia.
La fascinadora presencia de sus dos personajes principales son los vectores más importantes que mueven el drama de Ophüls. Resulta altamente revelador la atenta observación de sus pensamientos únicamente por las actitudes de los cuerpos. Una melancólica desventura (que se irá afinando lentamente hasta extremos de sutileza amorosa) acompañada por una inesperada integridad moral ahora explicitada, contra todo lo imaginado, por una insobornable sinceridad del extorsionista (hechizo fotogénico de su protagonista masculino, difícil equilibrio entre la pureza lírica y el erotismo, virtud nada fácil de plasmar a través de la imagen), que luchará a brazo partido contra su "compinche", más reacio a renunciar a las rentables garantías del chantaje, y a desprenderse de la preciada mercancía acusadora.
Y cuya redención final, escena
culminante del film, revalorizará la evolución psicológica de un marco
social bien definido (estamentos fanáticos y no menos extorsionistas, ya
manifestados en las posturas imperantes del "Maccarthysmo"),
potenciador desde un principio de la angustia del espectador, pero que
acabará poniendo sobre el tapete toda posibilidad regeneradora, sea bajo
la crítica y pesada losa del existir, sea frente a la agitación social
que, en cualquiera de sus vertientes, promover pueda la sordidez humana,
aunque venga encubierta por la sociedad más adelantada del mundo.
Un
accidente mortal pone fin a la pesadilla. La desesperada madre de
familia vuelve a su entorno familiar, salvada en el último instante.
Pero el precio ha requerido el duro sacrificio de la muerte. Y, tras
todo lo acaecido, las lágrimas de agradecimiento y de dolor por quien ha
sido capaz de ofrecer su vida para salvarla guardarán siempre el
recuerdo de su extorsionista arrepentido, que ahora yace en la carretera. Una llamada del esposo ausente es recibida así entre un sollozo incontenible.
[Nacido en Yorkshire (Inglaterra) el 15 de mayo de 1909 - Fallecido en Lausana, Suiza, el 27 de julio de 1984 de infarto agudo de miocardio a los 74 años]
Estudió arquitectura en la Universidad de Cambridge. Atraído por el teatro, actuaría en el "Old Vic" de Londres y con "Gates Company" en Dublín. El cine inglés, obligado por la cuota "Cinematograph Films Acts of 1927", reclamaría en la pantalla incensantes figuras de sus ya un tanto reputados actores teatrales. Una de ellas sería la excelente presencia de Mason, que, antes de dar su salto a Hollywood, interpretó numerosas películas británicas. La impronta inquietante y no menos atractiva de este gran actor, así como su voz peculiar y su exquisito dominio del idioma inglés sobresalieron entre muchos films como "I met a murderer", 1939, de Roy Kellino, con Pamela Kellino,, "Moonlight Madness", 1949, de Leslie Arliss, con Wilfrid Lawson, Mary Clare y Joyce Howard, "The Man in Grey" "(Perfidia"), de nuevo con Leslie Arliss como director, y coprotagonizada por las afamadas actrices británicas Margaret Lockwood y Philys Calvert, además de un principiante Stewart Granger, y "Odd Man Out" ("Larga es la noche") 1947, del gran Carol Reed, con Robert Newon, Cyril Cusack y Kathleen Ryan.
La Meca del Cine acoge a un James Mason en su mejor
evolución y madurez interpretativa, de nuevo realzada por el magnetismo de su voz
y el elemento perturbador y atractivo de su apariencia (capaz de
inaugurar nuevos derroteros seductores o conceder a la palabra fotogenia
un flamante contenido estético frente a los almibarados galanes al
uso), que, uniéndose a una de las expresividades más convincentes e
inolvidables jamás volcadas en la pantalla, lo convierten en una de las
bazas culturales de mayor calidad interpretativa en lo que al cine se
refiere.
Fue un carismático Gustave Flaubert defendiendo ante un juicio por inmoralidad su versión literaria de "Madame Bovary", en la maravillosa e inolvidable versión (maltratada por la crítica) que en 1949. rodó Vincente Minnelli, con Jennifer Jones, Louis Jourdan, Van Heflin y Alf Kjellin (que camnbiaría su nombre por Christopher Kent) y Gene Lockhart.
El enamorado chantajista Donnelly en
"The Reckless moment" ("Almas desnudas"), 1949, Max Ophüls, junto a Joan Bennett.
Fue un adúltero
violento en "East Side, West Side" ("Mundos opuestos"), 1949 de Mervyn LeRoy, junto a Van Heflin, Barbara Stanwyck, Cyd Charisse y Ava
Gardner, con quien volvería a encontrarse en "Pandora and the Flying
Dutchman" ("Pandora"), 1950, una colorista fantasía de Albert Lewin rodada en
España.
En 1951, Henry Hathaway lo convierte en el mariscal de campo nazi Erwin Johannes Eugen Rommel Rommel en la magnífica "The Desert Fox" ("Rommel, el zorro del desierto"), 1951, con Jessica Tandy y Cedrick Hardwicke, y Joseph L. Mankievicz en el afamado espía Elyesa Bazna que utilizó el nombre de Cicerón y consiguió fotografiar numerosos documentos de alto secreto para venderlos al diplomáico alemán Franz von Papen, embajador nazi en Ankara, Turquía en la inolvidable aventura "5 Fingers" ("Operación Civcerón"), junto a la francesa Danielle Darrieux y Michael Rennie.
Joseph L.
Mankievicz rueda en 1953 una modélica y extraordinaria versión del "Julius Caesar" ("Julio César") shakesperiano, y otorga a el mejor personaje de la obra, Brutus, a un James Mason superlativo, junto a un reparto sensacional compuesto por Marlon Brandon, Deborah Kerr, Greer Garson, John Gielgud, Louis Calhern, Edmond O'Brian, Edmund Purdom, y George Macready.
Fue el sensaciona Norman Maine, actor decadente junto a una fabulosa Judy Garland en el olímpico remake de "A Star is Born" ("Ha nacido una estrella"), 1954, de George Cukor.
Y el más perfecto e inolvidable Capitán
Nemo de fantasía en la superproducción recreadora de la novela de Julio Verne "20.000 Leagues Under the Sea" ("20.000 leguas de viaje
submarino"), 1954, de Richard Fleischer, coprotagonizada por Kirk Douglas, Paul Lukas, y Peter Lorre.
Memorable fue también su interpretación del maesto de escuela Ed Avery y padre de familia cuya vida se sale de control al volverse adicto a la cortisona, en "Bigger Than Life" ("Más poderoso que la vida"), 1956, de Nicholas Ray, con Barbara Rush y Walter Matthau.
Estuvo gigantesco en su encarnación del obseso sexual Humbert Humbert de la novela de Vladimir Nabokov en la excelsa adaptación de "Lolita",
1963, que dirigió Stanley Kubrick, con la juvenil recién llegada Sue Lyon, una fabulosa Shelley Winters y un inusual Peter Sellers como el insidioso Clare Quilty.
Alfred Hitchcock lo convirtió en el inquietante gángster sin escrúpulos en la extaordinaria
"North by Northwest" ("Con la muerte en los talones"), 1959, junto a Cary Grant, Eva Marie Saint y Martin Landau.
Bastarían todos los films reseñados de James Mason para
completar una de las carreras históricas que más altas cartas de nobleza
concedieran al arte cinematográfico. No obstante, el gran actor, ya en su madurez, siguió gozando de grandes éxitos, entre otros muchos, como: "Lord Jim", 1965, dirigida por Richard Brooks con Peter O'Toole, Curd Jürgens, Eli Wallach, Jack Hawkins, Paul Lukas y Daliah Lavi. "The Deadly Affair" ("Llamada para el muerto"), 1966, de Sidney Lumet, con Simone Signoret, Maximilian Schell, y Harriet Anderson.
"The Sea Gull" ("La Gaviota"), 1968, de Sidney Lumet, con Simone Signoret, Vanessa Redgrave, David Warner, y Harry Andrews,"The Mackintosh Man" ("El hombre de Mackintosh"), 1973, de John Huston, junto a Paul Newman y Dominique Sanda.
"Mandingo", 1975, de Richard Fleisher, con Perry King, Susan George, y Richard Ward, y "Murder by Decree" ("Crimen por decreto"), de Bob Clark, con Christopher Plummer. "The Boys from Brazil" ("Los niños del Brasil"), 1978, de Franklin J. Schaffner, con
Gregory Peck, Laurence Olivier, Lilli
Palmer, Uta Hagen, Anne Meara, Denholm Elliott, y Steve Guttenberg. Y su última película en 1985, "The Asissi Underground" ("Los clandestinos de Asís"), de Alexander Ramati, con Maximilian Schell, Irene Papas y Ben Cross.
Nominado en tres
ocasiones al Oscar, ¡inconcebiblemente!, y para oprobio de la "escasa
inteligencia" que presidiera, ya de antiguo, la Academia hollywoodense,
jamás lo consiguió. Falleció en Lausanne (Suiza) de un ataque cardíaco
el 27 de julio de 1984. Fue inhumado en Corsier-sur-Vevey, a pocos
metros de su entrañable amigo Charles Chaplin.
[Joan Geraldine Bennet, nacida el 27 febrero 1910 en Palisades, New Jersey - Fallecida el 7 de diciembre de 1990 en Scardale, Nueva York, de infarto agudo de miocardio a la edad de 80 años]
Actriz de comedia, intervino en "She Wanted a Millionaire" ("Quería un millonario"), 1932, de John G. Blystone, con Spencer Tracy, Una Merkel, y James Kirkwood. "Me and My Gal" ("Mi chica y
yo"), 1932, de dirigida por Raoul Walsh, con Spencer Tracy, Marion Burns, George Walsh, y J. Farrell MacDonald, "Little Women" ("Mujercitas"),1933, de George Cukor, con Katharine Hepburn, Frances Dee y Jean Parker, y "Big brown eyes" ("Sus grandes ojos marrones"), 1936, de Raoul Walsh, con Cary Grant.
Tay Garnett la convierte en "femme fatale",
tras teñirle de rubio platino su endrina cabellera a lo Hedy Lamarr en "Trade Winds" ("La fugitiva de los trópicos"), 1938, con Fredrich March y Ralph Bellamy. Fritz Lang le ofreció sus más
inolvidables roles: "Man Hunt" ("El hombre atrapado"), 1941, con Walter Pidgeon y Geoge Sanders, "The Woman in the Window" ("La mujer del cuadro"), 1944, rostro de mítica
evocación expresionista del mejor Lang, con Edward G. Robinson, Dan Duryea y Raymond Massey, "Scarlet Street" ("Perversidad"), 1945, de nuevo con Edward G. Robinson y Dan Duryea, y "Secret Beyond the Door" (
"Secreto tras la puerta"), 1948, con Michael Redgrave.
Jean Renoir la dirigió en "The Woman on the Beach" ("Una mujer en la playa"), 1947, con Robert Ryan y Charles Bickford. Pero una de sus interpretaciones más recordadas sería,
sin duda, la de Lucía Harper, madre audaz y abnegada en "The Reckless Moment" ("Almas desnudas"), 1949, de Max Ophüls, con James Mason.
Su marido Walter Wanger dispararía por celos contra su agente
Jenning Lang, en 1951. El escandaloso incidente (Lang resultó herido en
una ingle) la apartaría del cine cuando se hallaba en la cumbre de su
fama.
Actriz de gran
belleza, desarrolló un estilo artesanal de gran eficacia en cuantos
papeles intervino. Sus recursos interpretativos le confirieron siempre
una acepción de las llamadas "epidérmicas" o reveladoramente estéticas,
que evocaba cierta especie de manifestación pictórica y atractiva en un
arte tan popular y de masas como en el que tantas veces se erigiera el
cine.
Capítulo innegablemente realista de unos escenarios cotidianos estadounidenses servido por una innovadora técnica exploratoria de los sentimientos humanos. Puntos de vista particularmente notables. Exuberante vitalidad entre la evocación impresionista de Ophüls y el "thriller" norteamericano. ¡Arma de gran calibre en manos de una de las más impactantes interpretaciones de James Mason! Relato de portentosa agilidad. ¡El mejor Ophüls "made in Hollywood"!
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