"Esta ciudad fue creada por Aláh para conveniencia de los espías. Nadie encuentra a nadie en Estambul"... Joseph L. Mankiewicz,
desde Ankara, orienta, finalmente, su cámara hacia esta gran perla del
Bósforo. Variedad y cielo luminoso. Óptima mercancía, de características
muy peculiares; clima apropiado para la gran ofensiva amoral que
propone su incursión en el mundo del espionaje. Estambul desafía,
mediante la neutralidad de Turquía en la II Guerra Mundial, los
tentáculos de las vastas y poderosas Embajadas de las dos potencias
beligerantes más importantes, sitas en Ankara: Alemania y Gran Bretaña. Estambul nutre así un gran espectáculo final de sombras animadas y rivalidades pugnaces.
La ciudad posee esas terribles intimidades que forman el estrafalario
equilibrio doloroso de la humanidad: el alarido de los males que lo
dilucidan todo, que retornan una vez y otra, y existen como un antojo
por volver siempre al estercolero de donde partieron. Fue y es la dueña
de una máscara en la que predominan los ojos agónicos; es un icono con
sonrisa incrédula, una corruptora extenuante que se deja acompañar por
bailes demoníacos a través las bullas escudriñadoras de sus bazares (por
entre los que un espía puede desaparecer). Como toda ciudad
ensordecedora, Estambul es terca y mentirosa. Una ciudad adivinada por
codiciada. Una cronista sabedora de su pasado de sublimidad e intrigas,
que posee la preeminencia y el horror, desasosegante y glorioso, de la
misma grandeza que tantas veces la maldijo. Sus pulsaciones
trapisondistas acaban revolcándose en su desnudez costrosa, en sus
sucios callejones escalonados, o a través de la cantinela gemebunda en
que se ahoga la congoja del pueblo. Su minaretes se alzan como la ráfaga
de un cohete junto a la cúpula de hermosa cabeza que recubre la
tradición purísima del Islam. Pero no se le adivinan sus afanes, porque
representa a la perfección su papel privado y místico. Rebrinca de
puntillas, misteriosamente, cuando se entrega a la voluntad de sus
ocupantes extranjeros. Acoge con mirada egotista al hombre abocado al
desastre, que, finalmente, logrará huir. Estambul envidia y odia porque
vive petrificada como refugio que se disputan las multitudes que la
invaden. Es una vena cárdena que parece recorrer las frentes de sus
cúpulas encarnando el mal de las guerras que la han asolado. Estambul
deshojada por buhoneros de la traición. Estambul a galope de sus
inclementes mares de misterios y confabulaciones. Telar complaciente en
el que se tejen los "Cinco dedos" diestros del espionaje internacional.
Investigar ideologías y filiaciones políticas siempre promueve condenas. No olvidemos la lamentable comisión Inquisitorial por medio de la cual el senador Joseph Mac Carthy, de ingrata y revulsiva memoria, fue capaz de alentar las historias colectivas de Norteamérica contra la Unión soviética, elevando las temperaturas del espionaje comunista, y organizando su "caza de brujas" a fin de nutrir y que cobrara mejores carnes su saludable y libre de toda sospecha Democracia Estadounidense. Una Democracia que, tras la Segunda Contienda Mundial, empieza a moverse entre rivalidades y desconfianzas que habrían de enfrentarse al peligroso umbral (climas de puro disparate) con que se significara la posterior "guerra fría": propaganda anti-soviética ( ya convertida Rusia en gran potencia atómica), crisis del Berlín dividido y guerra de Corea; y que se muestra, por tanto, decidida a canalizar su destino victorioso en una nueva Cruzada capaz de extirpar de raíz toda "infiltración subversiva". Con la perspectiva que nos otorga hoy, afortunadamente, la distancia histórica, podemos medir la envergadura, más o menos ridícula, cuando no desorbitada, de aquellos disparates que ennoblecieron, más bien de forma un tanto mezquina, los principios de la tan ponderada Constitución más democrática del mundo. Los historiadores estadounidenses mutilaban a placer esa gran verdad que supone que "a la igualdad de deberes corresponde una igualdad de derechos" (y en dicha mutilación se patentizaba también el no menos doloroso conflicto racial norteamericano; discriminación que, por aquel entonces, testimoniaban gravísimos y candentes razonamientos totalmente antisentimentales y no digamos políticos). Un oportunísimo estudio psicológico-social de dicho período (Norteamérica había olvidado por completo la famosa frase que el presidente Roosevelt expresara ante la opinión pública en 1933: "La sola cosa de la que debemos tener miedo es del miedo mismo") nos habla, pues, de un país aterrorizado. El miedo, en efecto, se ha apoderado de la nación y la totalidad de las clases sociales, no sólo las políticas y militares, creen ver sospechosos, saboteadores y espías (ya sean periodistas, escritores o actores) por todas partes.
Este exacerbado ambiente de espionaje no dejaría por consiguiente de apuntar sus dardos envenenados hacia Hollywood, que, a fin de eludir sospechas, pondría en marcha su ingente maquinaria informativa en una larguísima serie de películas de propaganda anti-comunista (que ahora tenderían a alejarse por completo de cualquier definición del fomentado fenómeno que pudo significar el espionaje internacional cuando éste formó parte, como documento socio-político no menos patológico, aunque digno de ser celebrado, entre ambientes de experiencia bélica, ya fueran de la I o de la II Guerra Mundial). "The Iron Curtain" ("El telón de acero"), 1948, del baqueteado y gran artífice cinematográfico William A. Wellman abriría aquella carrera propagandística anti-roja que amenazaba con ensombrecer (olvidado ya el terrorífico "hongo de Hiroshima") y arrastrar, durante el resto del siglo XX, el destino del género humano a las más absurdas querellas político-sociales, subrayada por aquel "ambiente (como se le llamó) a la manera rusa", o clima casi de "ciencia-ficción" con que se significara la delirante visión crítica de tan reluctante presente que se conociera como "guerra fría".
Camino que también Stanley Kubrick recorrió en 1964 con su terrorífica visión apocalíptica de "Dr. Strangelove, or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb" ("¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú"), en la que un general, convencido de que los comunistas están contaminando los Estados Unidos,
ordena, en un acceso de locura, un ataque aéreo nuclear
sorpresa contra la Unión Soviética.
El mundo dislocado del espionaje, como ya se indicó, había alcanzado, no obstante, el trampolín de la fama al ritmo frenético que le impusieran las dos grandes Contiendas Mundiales que ensombrecieron el siglo XX. Y tras ellas parecía haber de mantenerse indefinidamente merced al apoyo literario que habría de inyectarle cierto movimiento intelectual de la más variada procedencia, ya fuera europea o norteamericana, que seguiría estimulando decisivamente el desarrollo de dicho género. Un género que acabaría previsiblemente caracterizado por una desmesura en sus rasgos y situaciones, y que también finalizaría viendo su imagen reflejada en ese espejo deformante que crean, tarde o temprano, contrastes y disparates. Así la vieja mecánica del espionaje, inspiradora y promotora de una larga edad de oro, aunque hoy se la considere rebasada en su importancia histórica, dando su esquematismo casi épico por superado, y convertida en una especie de peón capital pero ya decrépito del tiempo o "paleofarsa" no sólo literaria, sino también cinematográfica, nos dejó un subyugante y bien tanteado camino, sólido e inolvidable, capaz de exponer con convicción las sutilezas más épicas de la inteligencia humana, y que se agigantaría a su paso por la gran pantalla.
El espía dejó de ser un símbolo abstracto enmarcado en el desasosiego bélico, y se convirtió en una idea materializada destinada a aguijonear los centros nerviosos de un público fervoroso, que se dejaba atrapar con confesada voluntad admirativa por las iluminaciones anguladas del misterio y por sus siluetas y sombras inquietantes, capaces de mitificarse en los dramas mundanos de la política, en los marcos brumosos de las guerras, o en el vértigo heterogéneo de la sorpresa.
El
espía se erigió en superhombre o en propagandista no menos excéntrico
que heroico (no excluiremos tampoco de esta eficaz fórmula narrativa el
arquetipo idealizado, tantas veces irresistible, de la mujer espía, que
ostentara todo un patrimonio de aterciopelado vasallaje en la primacía
traidora o intervencionista más o menos inalterada del "sabelotodo", y
en igual medida que su clandestino competidor masculino), paladín, unas
veces de ciertas causas justas; perverso mercader, otras, capaz de
saborear, sin perder su radiante sonrisa amenazadora, bien que obviando
ideales o los consabidos forcejeos morales que promueven la existencia,
la mercancía turbulenta del fruto prohibido. Los tiempos no son ya lo
mismo. El cine de espionaje parece haber perdido su grito de batalla,
pero su potencial formalista no se halla del todo empañado por el "flou" ("desvanecido").
Fue y seguirá siendo una innovación que ejerció una influencia decisiva
en los públicos más heterogéneos. Y hoy su viciada edad, que siempre
parece preparada para el desquite, permanece atrapada por un sarampión
difícilmente conciliable con la decadencia, y su temática (también en la
actualidad más presuntuosa, efectista, libresca, convencional y
provechosa para con la tecnología que nos invade, en especial esa
mayoría de edad distorsionada y grandilocuente de la "ciencia ficción"),
que fuera una confesada voluntad de vanguardia bélica y de élite
epopéyica pasada, nos seguirá resultando dialéctica e históricamente necesaria. Es como regresar o evocar un ayer imposible de reanudar pero
que se reencarnara exuberantemente en la inmortalidad; y cuya evocación
posee una indudable cualidad depuradora frente al cine-alienación que
hoy nos asalta y violenta.
Un espía de origen albanés, Ulysses Diello-James Mason, mayordomo de la Embajada Británica, se integra lucrativamente a la pantomima sangrienta que generan las guerras, las somete a un intenso fuego cruzado de humillación y astucia, negocia entre bastidores con la gran esperanza germánica: el desmantelamiento de la gran ofensiva aliada "Overlord" (que se produciría a primeros de Junio de 1945 entre las costas de Normandía y la península de Cherburgo), y como figura mítica con nombre clave de Cicerón, consigue eludir los inquietantes contornos de cuanta realidad arrolla el mecanismo siniestro de la, en este caso concreto, II Guerra Mundial.
Descubierto en su último intento de fotografiar planos secretos de la embajada, cuando una limpiadora conecta los plomos de la alarma que Dielllo había desactivado previamente, el espía, aunque perseguido por la policía, logra materializar esa llamada "caza de sombras", y cierra, con su desaparición, un primer ciclo en la historia del espionaje y el progresivo despliegue intermitente que la vigésima centuria arrastraría consigo.
De nuevo la perspectiva del tiempo nos convierte en herederos afortunados del elemento narrativo cinematográfico más perfecto, dado que, vista y saboreada de nuevo, "Five Fingers" ("Operación Cicerón"), 1952, basada en la obra L.C. Moyzisch, y con un excelente guión de Michael Wilson, escapa de la mediocridad y logra superar todas las reglas habidas y por haber de la perfección más objetiva. De todas formas, el film de Mankiewicz no resultaba demasiado insólito en la ya lejana década de su filmación, cuando su factura, tan excelente y meritoriamente reconocida en su momento (no hay para que negarlo) como pueda serlo hoy, suponía, no obstante, un cómodo acercamiento a otras aportaciones cinematográficas que por supuesto rivalizaban entre sí y se consolidaban en la Meca del cine a través de técnicas narrativas muy similares, y firmemente asentadas sobre los pilares de una industria que conocía, por aquel entonces, momentos de enorme prosperidad. El siempre complejo acervo cultural del público que frecuentaba ingentemente los cines no acostumbraba a rendirse ante la superioridad de muchos de los productos que se proyectaban en la gran pantalla. Y así el diagnóstico cinematográfico no resultaba difícil: la cristalización de temas, "el chorro de imágenes" (como se les llamaba también a las películas), el confort para las posaderas que aportaba la butaca de la sala cinematográfica, los vestigios ensoñadores, fueran del tipo que fueran, que dejaban tras de sí los asuntos ofrecidos por la magia de la pantalla (no olvidemos que durante muchas décadas el cine fue despreciado por los intelectuales), padecían cierta crisis de crecimiento entre el espectador. Y en la próspera industria cinematográfica coexistía una cierta epidemia (visión del público totalmente contrapuesta a la crítica) de "fórmula idéntica" en cuantas películas eran digeridas desde su acostumbrado punto de vista "diletante", porque todo asunto ofrecido, al margen de su calidad, parecía llegar hasta ese polo tan atractivo y espectacular que representaba la sala cinematográfica consagrado ya por un éxito inicial. Y la zigzagueante masa de espectadores que abarrotaba los cines (en las décadas inolvidables de los 20, 30, 40, 50, 60 y 70) se limitaba a ojear, a aprobar, y adorar, sin estimular demasiado sus preferencias, cuanto tema "casi sagrado" (contaminación muy bien acogida en este sentido) batía todos los records de audiencia en las pantallas. Esta explicación de psicología colectiva, hoy en que los cines y la afluencia a los mismos escasea, podrá ser tan discutible como se quiera. Pero la inquietud que todavía late soterrada en el acervo cinéfilo, hoy añora también sus viejas glorias y determina la orientación que nos mueve por tanto a rescatarlas del gran enemigo en que se erige el tiempo.
Bazna había nacido en Pristina, Kosovo, región que formaba parte del imperio Otomano, en 1904, hijo de familia albanesa. No se puede precisar la fecha en que su familia se trasladó a la ciudad de Ankara, donde Bazna se emplearía, ya en la década de los 40, como chófer de las Embajadas de Yugoslavia, Estados Unidos, y, finalmente, de Gran Bretaña, donde, a partir de 1943, conseguiría ejercer como ayudante de cámara y hombre de confianza del mismísimo embajador británico Sir Hughe Knatchbull-Hugessen. Jamás le tentó la menor opción política y mucho menos convicción ideológica alguna en los actos de espionaje que llevaría a cabo entre 1943 y 1944; pero su ascenso le había valido para gozar de una posición privilegiada como espectador aplicado en aquel frente casi "plutocrático" formado por los embajadores de las potencias beligerantes que llevaban sobre sus hombros las pesadas cargas de los más "colosales secretos" que recalaban y se custodiaban como tesoros en las cajas fuertes de las embajadas, en este caso la británica. Realmente Elyesa Bazna era un hombre fascinante a la par que demoníaco. Uno de los espías más burlescos, avispados, retorcidos e inteligentes matriculados por la segunda "novatada" bélica con que Hitler trató de apoderarse de Europa, y que demostró con sus actos de espionaje (al igual que el teratológico Tercer Reich al que ofreciera sus servicios) un monstruoso y flagrante "Jubileo" de astuto mercachifle falto de todo prejuicio moral (únicamente dispuesto a llenar con creces sus arcas) ante el aluvión histórico con que la gran Conflagración Mundial iniciada por Alemania convirtiera una gran parte de nuestro planeta en un verdadero infierno. Fue una especie de proscrito impío (históricamente hablando) al que jamás le importó devorar la mano que lo hospedaba y alimentaba.
Si el caso Bazna hubiera sido un caso aislado sólo nos interesaría desde el punto de vista psicológico, pero sus "porqués" motivados por la ambición encarnan de la manera más dramática y diabólica los problemas de conciencia, a diferencia de otros espías que se movieron por patriotismo, fuera hacia una ideología u otra, que se dieron cita en aquellos patéticos cinco años de guerra de la década de los 40. Con el nombre clave de Cicerón, logrando hacerse con una copia de la llave del diplomático Hughe Knatchbull que abría la caja de seguridad de la Embajada, fotografió como se suele decir "sin la menor competitividad y con un buen hacer capaz de exprimir también a placer al confiado consumidor" rollos de películas que escondían una especie de gran monopolio de documentos confidenciales celosamente custodiados por la Embajada Británica de Ankara, y que, probablemente, jamás deberían haber sido desviados hasta la misma. Actas de importantes conferencias llevadas a cabo en Teherán y El Cairo, así como información vital de la futura invasión de Normandía (Operación Overlord) por parte de los aliados pasaron por la cámara fotográfica de Bazna y fueron a parar, previo pago de unas 300.000 libras esterlinas (la mayor parte de las cuales resultaron ser falsas) por parte de los alemanes, a manos del embajador alemán en Ankara, Franz von Papen. No obstante, entre el Ministerio de Relaciones Exteriores Alemán y su Servicio Secreto siempre se suscitaron injerencias e imposiciones de total suspicacia y descontento, por lo que Joachim von Ribbentrop, ministro de Relaciones Exteriores del Tercer Reich, decidió, por odio hacia Ernst Kaltenbrunner, jefe de los Servicios Secretos, cerrar y restringir las informaciones facilitadas por el espía Bazna a las que calificó de inextricable embrollo de contraespionaje organizado por Gran Bretaña.
Las informaciones proporcionadas por Elyesa Bazna, contra las que ya se había firmado "sentencia de no credibilidad" derivaron hacia la autenticidad (para asombro de Kaltenbrunner) tras el bombardeo aliado de Sofia llevado a cabo el 15 de enero de 1944, que provocó más de 4000 víctimas entre la población
Cicerón logró huir de Ankara (con toda probabilidad a través de Estambul), merced a la ayuda "involuntaria" que le ofrendara L.C. Moyzish, (que luego escribiría "Operación Cicerón"), secretario de Von Papen en la embajada alemana, que se había pasado inesperadamente a las fuerzas aliadas. Finalizada la guerra, Elyesa Bazna invirtió las cantidades recibidas de la Alemania Nazi por sus actos de espionaje en varios negocios. Descubierta la falsedad del dinero, quebraron sus empresas y se refugió en Alemania Federal de posguerra. El canciller Adenauer frustró con su negativa, en 1954, las expectativas de recibir del nuevo gobierno una "indemnización" por los servicios prestados durante la terrorífica conflagración mundial. Demandó al gobierno federal a través de abogados aduciendo la estafa de que había sido objeto por parte del Tercer Reich. Empobrecido, trabajó como comisionista en Munich, donde falleció en 1970.
Escribió una autobiografía no muy fiable: "I Was Cicero" ("Yo fui Cicerón"), en colaboración con Hans Nogly (autor de escaso renombre que con su no menos creíble biografia "La verdadera historia de Anastasia" había alcanzado cierta fama), y en la cual el por entonces misterioso exiliado en Alemania, aquel inquietante Cicerón en busca ahora de una "reconciliación e integración" con el bando derrotado, al que no inspiraba más que desprecio, y poco dispuesto por tanto a erigirle un monumento triunfal a su emprendedora aventura durante la II Guerra Mundial, ya inmerso en "pura fantasía del espionaje", trataría de ofrendar al mundo con una relevancia exagerada sus actividades como espía en la embajada de Ankara.
Irónica inspiración del espía. Posee arrogancia y una ambicionada cortesía de caballero. Una amoralidad casi ascética. Un reverso perfecto del orgullo, que observa, no sin cierta admiración y envidia, la pequeña oligarquía de gerifaltes políticos y militares que se forman en torno a las grandes Embajadas. Jamás comparte el ímpetu vanidoso de la supremacía racial, enemigos de todo regimen amenazador de su pretendida superioridad y pasiones vencedoras, de la Alemania Nazi, y de la mística heroicamente opositora, entusiasta, de Gran Bretaña, asistida y vigorizada por los aliados Norteamericanos. En Ulysses Diello se dan cita al mismo tiempo que la inteligencia y la carencia de prejuicios, la vitalidad del aventurero y sus encubiertos apetitos "cortesanos".
La composición de James Mason (1909-1984), actor culto, sublime, sobrio y naturalista se convierte en una de las más perfectas válvulas de escape a esa insatisfacción y angustia cotidiana de quienes reciben su estipendio con la tortura silenciosa de una impuesta inferioridad. Mason, en la piel de Ulysses Diello, evalúa con absoluta magnificencia esos méritos: vivisección de una inteligencia despreciada por los aislacionismos que se aplican a los orígenes de nacimiento. Y concede, como pocos actores pudieron hacerlo, su aspecto más epidérmico, a esta mezcla de antipatía, sujeción, envidia, inteligencia y, finalmente, venganza, que este sentimiento de menosprecio por la oriundez (en el caso de Diello: Albania) inspira en los representantes (incluso en tiempos de contiendas bélicas) de un obligado protagonismo (Alemania y Gran Bretaña), no tan sólo cultural, sino urbano-burgués, acompañado por una supremacía insoportable, incluso en el juego político que la guerra conlleva. Diello se erige en valioso peón del pueblo bajo más ambicioso, aquejado por esa apodada "vida vil". Jamás interviene en el círculo político, al que desprecia diplomáticamente. Dirime con inteligencia las eventuales disensiones que fundamentan el horror de la Contienda Bélica, y abre una de las brechas de espionaje más recordadas e inteligentes entre las filas disciplinadas y expertas de los más conspicuos adversarios cuyo orden militar se medía en prestigio nacional y superioridad originaria.
Condesa polaca Anna Staviska: personaje ficticio creado por L.C. Moyzish, secretario de Franz von Papen en la Embajada Alemana. Despojada de sus posesiones en Polonia, tras la invasión de los alemanes, ostenta, con su presencia e invitaciones simultáneas a las Embajadas Británicas y Alemanas, sus atractivos modales como predilecta dama de buena sociedad, a cuyo servicio se hallara, en el pasado, Ulysses Diello. De una belleza delicada. Mujer inteligente y misteriosa. Las grandes dificultades financieras en las que se halla convierten sus relaciones con Diello (admirador altanero e inquietante avasallador de su nobleza, ahora dolorosa muestra de ruina solemne que asola el que una vez fuera su valioso "status de superioridad") por quien siente un encubierto desprecio, en un conflicto de intereses que sabrá utilizar con la maestría de una "quisling" (adjetivo originado por Vidkin Quisling, jefe del gobierno noruego que en 1940 se puso al servicio de los invasores alemanes "traicionando" a quienes confiaron ciegamente en él).
Gran dominio interpretativo de Danielle Darrieux, exquisita actriz francesa, sobre la psicología no menos corrompida del personaje creado por Joseph L. Mankiewicz, y que se aleja por completo de aquellos mitos femeninos (europeos o norteamericanos) que, como idea motriz de las emociones eróticas más elementales, se asentaran en la consagración de las estrellas-arquetipo. Darrieux ejerce como arma de intimidación frente al corrupto e inteligente Diello no tan sólo con la consabida petulancia de clase, sino erigiéndose también en "verdugo traidor y severo" en defensa siempre de su monopolio nobiliario. Anna Staviska en manos de Darrieux se convierte en una concepción cinematográfica radicalmente nueva, de recursos expresivos impregnados de una encubierta infatuación insidiosa tan bella y diabólica como subyugante, y Diello la acepta, halagado por su hermosa cooperadora. Pero Stavinska huye a Suiza con el dinero de Diello, quien en una última y peligrosaentrega logra recuperar una gran cantidad de libras por parte de los alemanes. Una vez instalado en Río de Janeiro, se descubre que todas las libras incautadas a los nazis por las informaciones de Diello son una magnífica falsificación. Staviska desaparecerá de nuestros ojos así, sin estallidos dramáticos culminantes; convertida en la "enésima canallada" que, cínica y escasamente indulgente, atenta tan sólo a su propio provecho, amenazará los estratégicos actos de espionaje llevados a cabo por Diello con una carta a las fuerzas británicas de Ankara. La carcajada final de Ulysses Diello será el "arancel de resarcimiento", así restituido le será restituido en forma de inesperada venganza por el tantas veces triunfante y oficioso curso del tiempo. En efecto, porque en Ginebra se ha descubierto la misma falsificación en manos de una tal condesa polaca.
Punto crítico: un delirio de la perspicacia de Ulysses Diello. Réplicas de la traición. Inspiración del sarcasmo en manos de Cicerón: (Diello frente al inspector Travers, policía de la Embajada Británica una vez interceptado en un restaurante de Estambul) "Estoy encantado de aceptar su protección. Precisamente yo bajo el amparo de la caballerosa Gran Bretaña... (Inspector) Personalmente preferiría degollarle... Poco práctico. Entonces no podría decirles lo que quieren saber. Imaginen el asombro de los Nazis cuando vean que ustedes me quieren proteger. Siempre han sospechado que yo era un espía inglés... Le acompañaremos en un taxi hasta el Consulado Británico... Eso sería volver a empezar. No, gracias. Daremos un paseo y nos despediremos... Escuche Diello, le protegeremos a usted de la Gestapo, pero queremos llevárnoslo vivo... No pienso dejar que me lleven vivo... Haremos que la policía turca le detenga... (Diello) Aquí es ilegal llevar armas, ¿lo sabían?, pero lo primero es lo primero. ¿Empezamos, pues, por desconcertar a los Nazis por su interés por mi seguridad? Parece que me desaprueba... (Travers) ¡Es el ladrón, traidor, criminal con más sangre fría que he visto en mi vida de bregar con delincuentes!... Qué pena. Creí que ya parecería un caballero..."