El
aura de genialidad en el que anduvo involucrado el siempre discutible,
cuando no criticado (hasta con saña) quehacer cinematográfico de Ken Russell,
ha quedado hoy relegado a la más cruel de las desmemorias. No es fácil,
por ello, mantener cierto fervor al ¿incomprendido? (difícil conjetura)
talento de Russell. Fue, y sigue siendo, un director
barrocamente desaliñado, que rozó cierto grado de
locura surrealista (cuyo maestro indiscutible fue el gran Luis Buñuel),
y que no dejó de rozar en infinidad de veces [hasta caer en ellos] los
amenazadores límites del ridículo. No es de extrañar por tanto que su
testamento cinematográfico ande por ahí repartido en algunos films que,
como ya se ha indicado, parecen la obra de un enajenado mental.
Pero, un día, a finales de la década de los 60, 1969 para ser más exactos, (y como impulsado por un amor tan sublime como el que sintió por ciertas Verdades con mayúscula, y con las que tantas veces se trata de pergeñar el retrato definitivo del hombre cuyo mayor enemigo es él mismo, sin dejar por ello de seguir creyéndose -y probablemente sea así- poseedor de esas únicas Verdades), a Ken Rusell le llega esa jornada angustiosa de ponerse a prueba a "si proprio", sin ser infiel a sus ideas. Y no duda en convencerse de que a él no le mueven consideraciones de corrientes cinematográficas defendidas por colegas más metódicos y ordenancistas, sino los riesgos comprobables y los choques permanentes de los más rabiosos excesos que, como todos sabemos, no ayudan a favorecer las relaciones humanas, y que antes bien propenden a marginar a todos esos hombres y mujeres que se atreven a disentir de todo lo creado a la luz del sol, mientras se permiten los turbios negocios que con la carne y el pensamiento el hombre lleva a cabo en la oscuridad, sin ser perseguido.
Y Ken Rusell
decide lo que muchos llaman "renovarse de raíz" y adaptar al celuloide
al controvertido, riguroso y severo crítico de moralidades pacatas D.H Lawrence, hecho un poeta en toda la extensión de la palabra, y dejando azorado incluso al más despistado de los cinéfilos. Russell se adentra en la tortuosa e impresionante novela de Lawrence "Women
in Love", y acaba convirtiéndola en un prototipo cinematográfico,
maravilloso y emocionante, con un equipo de fotografía, música,
decoración y actores geniales. Toda ella se convierte así en una
auténtica exaltación de sentimientos desesperados y resueltos sin los
menores titubeos. Una adaptación literaria nada superflua, que pugna por
expresar el desafío de sus personajes entre una exposición precisa y
una equilibrada escala de valores que pueden resultar tan equívocos como
liberadores, pero, sin lugar a dudas, inmensamente atractivos y
necesarios. Y frente al prodigio de la imagen, tratada aquí con infinita
sabiduría, no caben, pues, ni el menor escrúpulo ni vacilación alguna.
[David Herbert Lawrence, Eastwood, Nottinghamshire, Inglaterra, 11 de septiembre de 1885-Vence, Alpes-Maritimes, Department Francia, 2 de marzo de 1930 de tuberculosis a la edad de 44 años]
Allí, bajo los árboles, había un pequeño grupo de
gente expectante, aguardando a ver una boda. La hija del principal
propietario del distrito, Thomas Crich, iba a casarse con un oficial de
marina. "Volvamos", dijo Gudrun a su hermana. "Está ahí toda esa gente..." "No te preocupes", dijo Úrsula. "Son buena gente. Todos me conocen".
Los
carruajes empezaron a llegar. Los invitados a la boda iban a pasar por
la alfombra hasta llegar a la iglesia...
Llegó Gerald Crich. Era un tipo
bastante apuesto, bien hecho y casi exageradamente vestido. Gudrun se
fijó en él al instante. Había algo septentrional que la magnetizaba.
Su virilidad, como de lobo joven, jovial y sonriente, y la
significativa y siniestra fijeza de su porte. "Su tótem es el lobo", se repitió ella. "¿Estoy elegida específicamente para él de algún modo, alguna luz ártica que sólo nos envuelva a ambos?", se
preguntó a sí misma. Las damas de la novia estaban allí, pero el novio
no había llegado todavía... Rupert Birkin, el inquietante inspector de colegios, estaría también en la
boda; era el padrino del novio. Finalmente, apareció el carruaje. La
novia exclamó con súbita y burlona excitación, "¡Tibs! ¡Tibs!..." Él echó una ojeada y luego reunió fuerzas para unirse a ella que agitaba su ramo. "¡Cómo va tras ella!",
gritaron las mujeres vulgares, súbitamente arrastradas al juego...
Úrsula se volvió para mirar la figura de Birkin. Su cuerpo era
estrecho, pero bien formado. Aunque estaba vestido correctamente para su
papel, había una incongruencia innata que provocaba un leve matiz de
ridículo en su aspecto. Su naturaleza era lúcida y separada, no pegaba
para nada en la ocasión convencional... Úrsula deseaba conocerle más.
Había hablado con Rupert Birkin una o dos veces, pero sólo al nivel
profesional de su función como inspector del colegio en el que ejercía de profesora. La joven Brangwen pensaba que
él parecía reconocer algún parentesco entre ambos, una comprensión
natural, tácita, el uso de un mismo lenguaje. Pero el entendimiento no
había tenido tiempo para desarrollarse. Y algo la mantenía distante de
él, al mismo tiempo que la atraía. Había cierta hostilidad, una
última y escondida reserva en Birkin, fría e inaccesible.
Úrsula conocía a una de ellas. Una mujer alta,
lenta y renuente, con una larga cabellera y un rostro pálido y largo.
Era Hermione Roddice, una amiga de los Crich, que se unió ahora a
la comitiva junto a Gerald. Era rica, llevaba un traje de terciopelo rosáceo,
sedoso y frágil, y un sombrero del mismo color a juego con el vestido. Era impresionante, pero al mismo tiempo macabra y
repulsiva. Las gentes enmudecían cuando ella pasaba. Úrsula la contempló
con fascinación. Era la mujer más notable de los Midlands. Era una
mujer de la nueva escuela, densa y llena de intelectualidad, roídos los
nervios por la consciencia. Tuvo diversas intimidades de mente y alma
con varios hombres de capacidad. Entre esos hombres Úrsula sólo conocía a
Rupert Birkin. Hermione
ansiaba a Birkin. Ambos habían sido amantes. Y durante todo ese
tiempo ella se sentía torturada
por el miedo a perderlo, por los recelos al no conseguir retenerlo del todo. Se ponía guapa, luchaba muy duro por
alcanzar aquel grado de belleza y ventaja capaz de convencerle.
Pero Birkin era perverso también. Luchaba siempre por quitársela de encima. Cuanto más se esforzaba ella por
acercársele, más luchaba él para rechazarla.
A pesar de todo ello, Úrsula deseaba conocerle. Las dos hermanas se detuvieron en el cementerio anexo a la iglesia donde se había celebrado la boda. Gudrun se tendió con indiferencia sobre un túmulo. "¿Qué piensas de Rupert Birkin?", preguntó algo a disgusto a su hermana Gudrun. No quería ponerle en tela de juicio.... "¿Que qué pienso de Rupert Birkin?", repitió Gudrun. "Pienso que es atractivo... decididamente atractivo. Lo que no puedo soportar de él son sus modales con otras gentes, su manera de tratar a cualquier pequeña estúpida como si la respetase por completo. Una se siente espantosamente vendida"... ¿Por qué lo hará?", inquirió desconcertada Úrsula... "Porque carece de una verdadera facultad crítica con la gente en cualquier caso", respondió Gudrun. "Ya te lo digo, trata a cualquier tontita como nos trata a ti o a mí..., y eso para mí resulta insultante" "Oh, lo es", dijo Úrsula. "Es preciso discriminar...Uno debe discriminar", repitió Gudrun. "Pero en otros aspectos es un tío estupendo, una personalidad maravillosa. Sólo que no se puede confiar en él..." "Sí", afirmó Úrsula distraída. Se veía siempre forzada a asentir a los pronunciamientos de Gudrun, incluso cuando no estaba de acuerdo.
Volviendo
a casa desde la escuela, por la tarde, las muchachas Brangwen
descendían la colina entre los pintorescos caseríos de Willy Green hasta
llegar a la encrucijada del ferrocarril. Encontraron allí cerrado el
portón, porque el tren de la mina se estaba acercando. Mientras
esperaban apareció Gerald Crich trotando sobre una yegua árabe blanca.
Resultaba muy pintoresco, al menos a los ojos de Gudrun, sentándose suave
y próximo a la esbelta yegua, cuya larga cola fluía sobre el aire.
Saludó a las dos muchachas y se acercó a las vías, mirando hacia el tren que se acercaba. La
locomotora resopló lentamente. A la yegua no
le gustaba. Comenzó a encabritarse, como si le doliese el ruido
desconocido. Pero Gerald la sujetó y mantuvo su cabeza frente a los carriles. El tren empezó a pasar.
Las explosiones del ruidoso motor rompían sobre ella con más y más
fuerza. El animal empezó a temblar de terror. Saltó hacia adelante como un muelle
súbitamente suelto. Pero una mirada brillante y sonriente llegó al
rostro del Gerald. Úrsula y Gudrun se echaron hacia atrás. Pero Gerald
estaba sólidamente sobre la yegua y la forzó a ponerse de nuevo en su
sitio. "¡Estúpido!", exclamó en voz alta Úrsula. "¿Por qué no se
aleja hasta que el tren haya pasado?". Gudrun le estaba mirando con los ojos
dilatados, fascinados. Como si quisiera saber lo que podía hacerse, la
locomotora apretó los frenos y los vagones rebotaron, golpeando las vías como horribles timbales. La yegua abrió
la boca y se alzó lentamente, como elevada sobre un viento de terror. "¡No...! ¡No...! ¡Deje que se vaya! ¡Estúpido, Estúpido!",
exclamó Úrsula al límite de su voz, completamente fuera de sí. Una
mirada agudizada apareció en el rostro de Gerald. Cayó sobre la yegua y
la forzó a dar la vuelta. El animal rugía al respirar; su boca estaba
abierta; sus ojos en un frenesí. "¡Y está sangrando! ¡Está sangrando!",
gritó Úrsula, frenética de oposición y odio hacia Gerald. Gudrun miró,
vio dos hilillos de sangre sobre los flancos de la yegua y se puso
blanca... Gerald saltó hacia
adelante, casi sobre Gudrun. Ella no tuvo miedo. Mientras él apartaba la
cabeza de la yegua, Gudrun exclamó con una voz extraña, aguda, como de
gaviota o como una bruja, gritando desde el lado de la carretera: "¡Pensaría que es usted un orgulloso...!" Hombre y caballo galoparon ya con ligereza, y las dos muchachas les vieron irse.
Breadalby
era una casa de estilo georgiano con pilares corintios, situada entre
las colinas más suaves y verdes de Derbyshire... Era un lugar muy
tranquilo, retirado de cualquier circuito turístico. Hacia tiempo que
Hermione llevaba viviendo en la casa. Había abandonado Londres y Oxford
buscando el silencio del campo. Su padre estaba casi siempre ausente,
fuera del país... El verano estaba a punto de entrar cuando Úrsula y
Gudrun fueron a pasar unos días invitadas por Hermione... "¡Es perfecto!",
dijo Gudrun. Habló con algo de resentimiento en su voz, como si se viese
cautivada a desgana, como esforzada a admirar contra su voluntad... Rupert Birkin y Gerald Crich eran también sus huéspedes del momento... Se sirvió el almuerzo bajo el
gran árbol cuyos brazos gruesos bajaban hasta acercarse a la hierba.
Estaban presentes la secretaria de los Roddice, femenina, joven y esbelta, muy bonita;
un instruido y seco varón que estaba siempre haciendo juegos de ingenio, y
Alexander Roddice, el hermano de Hermione. La comida
era muy buena. Gudrun, crítica en todo, la aprobó
plenamente. A Úrsula le encantaba la situación.
Hermione había empezado a comer un higo de postre. Birkin la observó, tomó una campanilla para que le prestasen atención, y disertó: "Todos
tenemos nuestra lucha, ¿no es asi? La forma adecuada de comer un higo
en sociedad es dividirlo en partes sujetándolo por el tallo y abriéndolo
en forma de una flor rosada, brillante, suave y dulce de cuatro pétalos
húmedos y jugosos. Luego se tira la piel, después de haber succionado la pulpa con los labios. Pero la forma vulgar de comerlo- Birkin tomó un higo del frutero-consiste en poner la boca en la hendidura y gustar la sabrosa pulpa de un bocado" Birkin se volvió hacia Úrsula. "El higo es una fruta muy erótica. El vulgo italiano dice que la parte femenina más íntima la representa el higo" Hermione le observó ofendida. "La
fisura, la entrada, el maravilloso y húmedo conducto por el que se
llega al centro, envuelto, encerrado,... sólo un pequeño camino de
acceso con cortinas cerradas a la luz."
"Su
savia deja un olor tan extraño en los dedos que ni siquiera las cabras
lo prueban. Y cuando el higo ha guardado bastante tiempo su secreto,
entonces estalla. Se ve a través de la fisura su color rojo. El higo
como el año va tocando a su fin. Así muere la fruta, mostrando su
encendido interior a través de la hendidura púrpura. Es como una herida
que expusiera su secreto al aire libre. Como una prostituta, el higo hace
una exhibición de su secreto. También las mujeres sucumben así." Cuando Birkin
acabó sonriente su disertación sobre el higo, todos los allí presentes
le observaron un tanto desconcertados, en especial las mujeres, y la
pareja de recién casados acabó riendo. Hermione, profundamente ofendida, dijo entonces a cada uno de ellos: "¿Les gustaría venir a dar un paseo?" Sólo Birkin se negó. "¿Vendrás a dar un paseo, Rupert?" "No, Hermione"... "Pero ¿estás seguro?" "Bastante seguro" Hubo una vacilación de segundos. "¿Y por qué no?", cantó la pregunta de Hermione... "Porque no me gusta ir en tropel, como una manada", dijo Birkin. La voz de ella tronó en su garganta durante un momento. Luego dijo con una curiosa calma distraída: "Entonces dejaremos al muchachito detrás, ya que está enfadado". Ella partió con el grupo, volviéndose sólo para agitarle el pañuelo y hacer ruiditos de risa, cantando "¡Adiós, adiós, muchachito!..." "¡Adiós, bruja impúdica!",
se dijo él.
Hermione, aquella noche, bajó extraña y
sepulcral. Se fueron todos juntos
al salón, como si fuesen una familia. Gerald, alto y apuesto; Hermione
como una larga Casandra, y las mujeres brillantes de color. A Úrsula le
parecían todos brujos que ayudasen a servir el caldero. Y Birkin
dominaba el resto con su apostura rebelde. Hermione se levantó. Parecía una sacerdotisa,
inconsciente, hundida en un pesado semitrance. Entró un criado y pronto
reapareció con trajes de seda, chales y pañuelos, y una túnica negra, en su mayoría cosas
que Hermione había coleccionado gradualmente con su gusto por hermosas
ropas extravagantes. "Las tres mujeres bailarán juntas", dijo...
Decidió representar a las bíblicas Naomi, Ruth y Oprah. Úrsula era Naomi; Gudrun era Ruth y ella
Oprah. La idea era hacer un pequeño ballet, al estilo ruso
de Pavlova y Nijinsky. Comenzaron a bailar lentamente. Era la muerte por
el esposo de Oprah. Entonces llegó Ruth y lloraron juntas lamentándose;
luego Naomi vino a consolarlas. Todo ello se hizo sin palabras; las
mujeres danzaron su emoción con gestos y movimientos. El pequeño drama
prosiguió durante un cuarto de hora. La interacción entre las mujeres
era real y bastante amedrentadora. A Hermione le encantaba. Gerald estaba
excitado por la desesperada adhesión de Gudrun a Naomi. Y Birkin,
contemplando como un cangrejo ermitaño en su agujero, había visto la
brillante frustración e indefensión de Úrsula. Se sentía
inconscientemente arrastrado hacia ellla. Úrsula era su futuro.
Luego, de repente, sonó una música festiva y bailaron todos, cautivados por el espíritu. Gerald se encontraba maravillosamente feliz moviéndose hacia Gudrun, y Birkin bailó frenético y con verdadera jovialidad. Era una danza convulsiva, especie de rag-time. Y cómo le odió Hermione por este regocijo irresponsable. "No es un hombre, es un traidor, no es de los nuestros", se dijo la conciencia rencorosa de Hermione.
Cuando se retiraron de la sala de baile, Hermione y Birkin se sentaron en un amplio sofá, agotados por la enloquecida danza. Gudrun y Úrsula fueron a cambiarse de ropa y Gerald permaneció en el otro salón. Hermione observaba a Rupert de soslayo. Y éste empezó
a hacerle reproches y a reafirmar su aborrecimiento. Luego, volvió a
sentarse en un butacón, dándole la espalda y tomando un tomo de Tucídides. Podía sentir
violentas olas de odio y asco de Hermione. Eran inquina y repulsión dinámicos
que surgían fuertes y negros de la
inconsciencia turbulenta de ella. Toda
su mente era un caos golpeado por la oscuridad, donde lucha con un
remolino de agua. Y entonces comprendió que la presencia de él,
vengativa y que tanto daño le había hecho, la estaba destruyendo. Birkin era
la pared. A menos que pudiese escapar moriría del modo más espantoso,
emparedada en horror. Debía romper la pared..., debía derribar ante ella
la horrenda oposición del odiado librepensador que obstruía su vida absolutamente. Tenía que hacerse o ella perecería del modo más horrible.
Recorrían su cuerpo terribles descargas semejantes a calambres, como si
muchos voltios de electricidad la hubiesen alcanzado de pronto. Era
consciente del hombre que la menospreciaba, sentado allí, ahora en silencio; una resistencia maligna,
impensable. Sólo se ocupaba de su mente, oprimiendo su respiración, aquella
presencia masculina, silenciosa y de espaldas,... la parte de atrás de su cabeza...
Su mano se cerró sobre una bola azul y hermosa de lapislázuli, usada
como
pisapapeles en su escritorio. La hizo girar y se levantó como una serpiente. El corazón era una pura llama en su pecho. Se movió
hacia Birkin y quedó de pie detrás de él durante un momento, en éxtasis. Birkin
encerrado dentro del hechizo, permaneció inmóvil e inconsciente de la amenaza.
Entonces, rápidamente, atrapada por una llama que inundó su cuerpo como un relámpago
fluido y le proporcionó una satisfacción impronunciable, bajó la bola de
piedra preciosa con toda su fuerza sobre la cabeza de Rupert. Él, con
enorme rapidez, con un movimiento de enterrarse, se cubrió la cabeza
bajo el espeso volumen de Tucídides, pero el golpe resbaló a tiempo rompiéndole casi el
cuello y conmoviendo su corazón. Estaba afligido, pero no asustado.
Girándose para hacer frente a la fiereza felina de Hermione, tiró la mesa y se alejó de ella. Sus
movimientos fueron perfectamente coherentes y claros, su alma estaba
entera y sin sorprenderse del todo. Y gritó: "¡No lo harás, Hermione!" "¡No te dejo, maldita!"... La vio de pie, alta, lívida y atenta, aferrando tensamente la piedra en su mano. "¡Apártate y deja que me vaya, bruja!", exclamó Birkin acercándose con repugnancia a su diabólica atacante mientras un hilo de sangre fluía por su cabeza. Hermione se apartó como un animal destrozado, y como si hubiese sido movida por
alguna zarpa alzada a la defensiva de su criminal ataque. El hombre herido la contempló un instante, sin cambiar, como un ángel
neutralizado, haciéndole frente. "¡No sirve!", exclamó todavía Rupert cuando ya había pasado por delante de ella. "No seré yo quien muera. ¿Oyes?",
siguió mirándola con repugnancia hasta salir, para que no pudiese golpearle de nuevo. Birkin estaba en guardia, y ella como una tigresa ya sin poder. Así se fue, mientras Hermione se quedó de
pie... y él hombre que ahora la despreciaba más que nunca huía de la casa, desbordándose por las escaleras que daban al inmenso jardín.
...
Y cruzando el parque, Birkin se dirigió a campo abierto. La noche era
brillante, aunque caían algunas gotas de lluvia. Paseó por una
ribera salvaje donde había macizos de avellano, muchas flores, setos de
brezo y pequeños haces de abetos jóvenes con suaves agujas. Era feliz en
la ladera húmeda, demasiado crecida y oscura de arbustos y flores.
Quería tocarlos todos, saturarse con el tacto de todos. Se quitó la
ropa y quedó completamente desnudo.
Pensó en Hermione y el golpe. Notaba
dolor a un lado de la cabeza. Pero, después de todo, ¿qué más daba? ¿Qué
más daba Hermione, qué más daba toda la gente? Allí estaba esta soledad
perfectamente fresca, tan encantadora e inexplorada, rozando placenteramente su carne desnuda. En realidad, qué
error había cometido pensando que deseaba gente, que deseaba a una
mujer cuando podía sentir el orgasmo que la floresta desataba en todo su cuerpo despojado ahora de ropas inútiles.
Paseó movido por inconmensurable deseo de que su desnudez solitaria disfrutara de toda aquel onanismo, puro e infalible. Era una maravillosa lujuria, una satisfacción estremecedora. Ninguna otra cosa serviría, nada
podría complacerle más que aquella frescura y sutileza de la vegetación
viajando hacia la sangre de uno. ¡Qué afortunado era de que existiese esa
vegetación encantadora, sutil, atenta, aguardándole sensualmente como él la esperaba;
qué cumplida estaba su desnudez,... qué feliz!.
No deseaba una mujer... para nada. Y se sentó entre las flores, moviendo
suavemente una mano sobre ellas, y luego sus pies entre las mismas, y sus
piernas, sus rodillas, sus brazos hasta las axilas, tumbándose y dejando
que tocasen su vientre, su pecho y sus excitados genitales. Su tacto era tan fino, fresco y
sutil en toda la piel que le pareció que se saturaba con su contacto. Las hojas, las flores y los
árboles eran realmente encantadores, frescos y deseables;
entraban con total dulzura y placer en la sangre y se le añadían. Estaba ahora voluptuosamente complacido.
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