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domingo, 18 de julio de 2021

Women in Love (Mujeres enamoradas) -1-

 

El aura de genialidad en el que anduvo involucrado el siempre discutible, cuando no criticado (hasta con saña) quehacer cinematográfico de Ken Russell, ha quedado hoy relegado a la más cruel de las desmemorias. No es fácil, por ello, mantener cierto fervor al ¿incomprendido? (difícil conjetura) talento de Russell. Fue, y sigue siendo, un director barrocamente desaliñado, que rozó cierto grado de locura surrealista (cuyo maestro indiscutible fue el gran Luis Buñuel), y que no dejó de rozar en infinidad de veces [hasta caer en ellos] los amenazadores límites del ridículo. No es de extrañar por tanto que su testamento cinematográfico ande por ahí repartido en algunos films que, como ya se ha indicado, parecen la obra de un enajenado mental.
 
 
 


Pero, un día, a finales de la década de los 60, 1969 para ser más exactos, (y como impulsado por un amor tan sublime como el que sintió por ciertas Verdades con mayúscula, y con las que tantas veces se trata de pergeñar el retrato definitivo del hombre cuyo mayor enemigo es él mismo, sin dejar por ello de seguir creyéndose -y probablemente sea así- poseedor de esas únicas Verdades), a Ken Rusell le llega esa jornada angustiosa de ponerse a prueba a "si proprio", sin ser infiel a sus ideas. Y no duda en convencerse de que a él no le mueven consideraciones de corrientes cinematográficas defendidas por colegas más metódicos y ordenancistas, sino los riesgos comprobables y los choques permanentes de los más rabiosos excesos que, como todos sabemos, no ayudan a favorecer las relaciones humanas, y que antes bien propenden a marginar a todos esos hombres y mujeres que se atreven a disentir de todo lo creado a la luz del sol, mientras se permiten los turbios negocios que con la carne y el pensamiento el hombre lleva a cabo en la oscuridad, sin ser perseguido. 

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Y Ken Rusell decide lo que muchos llaman "renovarse de raíz" y adaptar al celuloide al controvertido, riguroso y severo crítico de moralidades pacatas D.H Lawrence, hecho un poeta en toda la extensión de la palabra, y dejando azorado incluso al más despistado de los cinéfilos. Russell se adentra en la tortuosa e impresionante novela de Lawrence "Women in Love", y acaba convirtiéndola en un prototipo cinematográfico, maravilloso y emocionante, con un equipo de fotografía, música, decoración y actores geniales. Toda ella se convierte así en una auténtica exaltación de sentimientos desesperados y resueltos sin los menores titubeos. Una adaptación literaria nada superflua, que pugna por expresar el desafío de sus personajes entre una exposición precisa y una equilibrada escala de valores que pueden resultar tan equívocos como liberadores, pero, sin lugar a dudas, inmensamente atractivos y necesarios. Y frente al prodigio de la imagen, tratada aquí con infinita sabiduría, no caben, pues, ni el menor escrúpulo ni vacilación alguna. 
 



 
 




[
David Herbert Lawrence, Eastwood, Nottinghamshire, Inglaterra, 11 de septiembre de 1885-Vence, Alpes-Maritimes, Department Francia, 2 de marzo de 1930 de tuberculosis a la edad de 44 años]
 




 



Allí, bajo los árboles, había un pequeño grupo de gente expectante, aguardando a ver una boda. La hija del principal propietario del distrito, Thomas Crich, iba a casarse con un oficial de marina. "Volvamos", dijo Gudrun a su hermana. "Está ahí toda esa gente..." "No te preocupes", dijo Úrsula. "Son buena gente. Todos me conocen".
 
 
                                 
 
Los carruajes empezaron a llegar. Los invitados a la boda iban a pasar por la alfombra hasta llegar a la iglesia...
Llegó Gerald Crich. Era un tipo bastante apuesto, bien hecho y casi exageradamente vestido. Gudrun se fijó en él al instante. Había algo septentrional  que la magnetizaba. Su virilidad, como de lobo joven, jovial y sonriente, y la significativa y siniestra fijeza de su porte. "Su tótem es el lobo", se repitió ella. "¿Estoy elegida específicamente para él de algún modo, alguna luz ártica que sólo nos envuelva a ambos?", se preguntó a sí misma. Las damas de la novia estaban allí, pero el novio no había llegado todavía... Rupert Birkin, el inquietante inspector de colegios,  estaría también en la boda; era el padrino del novio. Finalmente, apareció el carruaje. La novia exclamó con súbita y burlona excitación, "¡Tibs! ¡Tibs!..." Él echó una ojeada  y luego reunió fuerzas para unirse a ella que agitaba su ramo. "¡Cómo va tras ella!", gritaron las mujeres vulgares, súbitamente arrastradas al juego... Úrsula se volvió para mirar la figura de Birkin. Su cuerpo era estrecho, pero bien formado. Aunque estaba vestido correctamente para su papel, había una incongruencia innata que provocaba un leve matiz de ridículo en su aspecto. Su naturaleza era lúcida y separada, no pegaba para nada en la ocasión convencional... Úrsula deseaba conocerle más. Había hablado con Rupert Birkin una o dos veces, pero sólo al nivel profesional de su función como inspector del colegio en el que ejercía de profesora. La joven Brangwen pensaba que él parecía reconocer algún parentesco entre ambos, una comprensión natural, tácita, el uso de un mismo lenguaje. Pero el entendimiento no había tenido tiempo para desarrollarse. Y algo la mantenía distante de él, al mismo tiempo que la atraía. Había cierta hostilidad, una última y escondida reserva en Birkin, fría e inaccesible.




 
 
 
 
Úrsula conocía a una de ellas. Una mujer alta, lenta y renuente, con una larga cabellera y un rostro pálido y largo. Era Hermione Roddice, una amiga de los Crich, que se unió ahora a la comitiva junto a Gerald. Era rica, llevaba un traje de terciopelo rosáceo, sedoso y frágil, y un sombrero del mismo color a juego con el vestido. Era impresionante, pero al mismo tiempo macabra y repulsiva. Las gentes enmudecían cuando ella pasaba. Úrsula la contempló con fascinación. Era la mujer más notable de los Midlands. Era una mujer de la nueva escuela, densa y llena de intelectualidad, roídos los nervios por la consciencia. Tuvo diversas intimidades de mente y alma con varios hombres de capacidad. Entre esos hombres Úrsula sólo conocía a Rupert Birkin.  Hermione ansiaba a Birkin. Ambos habían sido amantes. Y durante todo ese tiempo ella se sentía torturada por el miedo a perderlo, por los recelos al no conseguir retenerlo del todo. Se ponía guapa, luchaba muy duro por alcanzar aquel grado de belleza y ventaja capaz de convencerle. Pero Birkin era perverso también. Luchaba siempre por quitársela de encima. Cuanto más se esforzaba ella por acercársele, más luchaba él para rechazarla. 


A pesar de todo ello, Úrsula deseaba conocerle. Las dos hermanas se detuvieron en el cementerio anexo a la iglesia donde se había celebrado la boda. Gudrun se tendió con indiferencia sobre un túmulo. "¿Qué piensas de Rupert Birkin?", preguntó algo a disgusto a su hermana Gudrun. No quería ponerle en tela de juicio.... "¿Que qué pienso de Rupert Birkin?", repitió Gudrun. "Pienso que es atractivo... decididamente atractivo. Lo que no puedo soportar de él son sus modales con otras gentes, su manera de tratar a cualquier pequeña estúpida como si la respetase por completo. Una se siente espantosamente vendida"... ¿Por qué lo hará?", inquirió desconcertada Úrsula... "Porque carece de una verdadera facultad crítica con la gente en cualquier caso", respondió Gudrun. "Ya te lo digo, trata a cualquier tontita como nos trata a ti o a mí..., y eso para mí resulta insultante" "Oh, lo es", dijo Úrsula. "Es preciso discriminar...Uno debe discriminar", repitió Gudrun. "Pero en otros aspectos es un tío estupendo, una personalidad maravillosa. Sólo que no se puede confiar en él..." "Sí", afirmó Úrsula distraída. Se veía siempre forzada a asentir a los pronunciamientos de Gudrun, incluso cuando no estaba de acuerdo.




Volviendo a casa desde la escuela, por la tarde, las muchachas Brangwen descendían la colina entre los pintorescos caseríos de Willy Green hasta llegar a la encrucijada del ferrocarril. Encontraron allí cerrado el portón, porque el tren de la mina se estaba acercando. Mientras esperaban apareció Gerald Crich trotando sobre una yegua árabe blanca. Resultaba muy pintoresco, al menos a los ojos de Gudrun, sentándose suave y próximo a la esbelta yegua, cuya larga cola fluía sobre el aire. Saludó a las dos muchachas y se acercó a las vías, mirando hacia el tren que se acercaba. La locomotora resopló lentamente. A la yegua no le gustaba. Comenzó a encabritarse, como si le doliese el ruido desconocido. Pero Gerald la sujetó y mantuvo su cabeza frente a los carriles. El tren empezó a pasar. Las explosiones del ruidoso motor rompían sobre ella con más y más fuerza. El animal empezó a temblar de terror. Saltó hacia adelante como un muelle súbitamente suelto. Pero una mirada brillante y sonriente llegó al rostro del Gerald. Úrsula y Gudrun se echaron hacia atrás. Pero Gerald estaba sólidamente  sobre la yegua y la forzó a ponerse de nuevo en su sitio. "¡Estúpido!", exclamó en voz alta Úrsula. "¿Por qué no se aleja hasta que el tren haya pasado?". Gudrun le estaba mirando con los ojos dilatados, fascinados. Como si quisiera saber lo que podía hacerse, la locomotora apretó los frenos y los vagones rebotaron, golpeando las vías como horribles timbales. La yegua abrió la boca y se alzó lentamente, como elevada sobre un viento de terror. "¡No...! ¡No...! ¡Deje que se vaya! ¡Estúpido, Estúpido!", exclamó Úrsula al límite de su voz, completamente fuera de sí. Una mirada agudizada apareció en el rostro de Gerald. Cayó sobre la yegua y la forzó a dar la vuelta. El animal rugía al respirar; su boca estaba abierta; sus ojos en un frenesí. "¡Y está sangrando! ¡Está sangrando!", gritó Úrsula, frenética de oposición y odio hacia Gerald. Gudrun miró, vio dos hilillos de sangre sobre los flancos de la yegua y se puso blanca... Gerald saltó hacia adelante, casi sobre Gudrun. Ella no tuvo miedo. Mientras él apartaba la cabeza de la yegua, Gudrun exclamó con una voz extraña, aguda, como de gaviota o como una bruja, gritando desde el lado de la carretera: "¡Pensaría que es usted un orgulloso...!" Hombre y caballo galoparon ya con ligereza, y las dos muchachas les vieron irse.
 
 



Breadalby era una casa de estilo georgiano con pilares corintios, situada entre las colinas más suaves y verdes de Derbyshire... Era un lugar muy tranquilo, retirado de cualquier circuito turístico. Hacia tiempo que Hermione llevaba viviendo en la casa. Había abandonado Londres y Oxford buscando el silencio del campo. Su padre estaba casi siempre ausente, fuera del país... El verano estaba a punto de entrar cuando Úrsula y Gudrun fueron a pasar unos días invitadas por Hermione... "¡Es perfecto!", dijo Gudrun. Habló con algo de resentimiento en su voz, como si se viese cautivada a desgana, como esforzada a admirar contra su voluntad... Rupert Birkin y Gerald Crich  eran también sus huéspedes del momento... Se sirvió el almuerzo bajo el gran árbol cuyos brazos gruesos bajaban hasta acercarse a la hierba. Estaban presentes la secretaria de los Roddice, femenina, joven y esbelta, muy bonita; un instruido y seco varón que estaba siempre haciendo juegos de ingenio, y Alexander Roddice, el hermano de Hermione.  La comida era muy buena. Gudrun, crítica en todo, la aprobó plenamente. A Úrsula le encantaba la situación. 
 







 
 
 
Hermione había empezado a comer un higo de postre. Birkin la observó, tomó una campanilla para que le prestasen atención, y disertó: "Todos tenemos nuestra lucha, ¿no es asi? La forma adecuada de comer un higo en sociedad es dividirlo en partes sujetándolo por el tallo y abriéndolo en forma de una flor rosada, brillante, suave y dulce de cuatro pétalos húmedos y jugosos. Luego se tira la piel, después de haber succionado la pulpa con los labios. Pero la forma vulgar de comerlo- Birkin tomó un higo del frutero-consiste en poner la boca en la hendidura y gustar la sabrosa pulpa de un bocado" Birkin se volvió hacia Úrsula. "El higo es una fruta muy erótica. El vulgo italiano dice que la parte femenina más íntima la representa el higo" Hermione le observó ofendida. "La fisura, la entrada, el maravilloso y húmedo conducto por el que se llega al centro, envuelto, encerrado,... sólo un pequeño camino de acceso con cortinas cerradas a la luz."
 
 
 
 


 


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
"Su savia deja un olor tan extraño en los dedos que ni siquiera las cabras lo prueban. Y cuando el higo ha guardado bastante tiempo su secreto, entonces estalla. Se ve a través de la fisura su color rojo. El higo como el año va tocando a su fin. Así muere la fruta, mostrando su encendido interior a través de la hendidura púrpura. Es como una herida que expusiera su secreto al aire libre. Como una prostituta, el higo hace una exhibición de su secreto. También las mujeres sucumben así." Cuando Birkin acabó sonriente su disertación sobre el higo, todos los allí presentes le observaron un tanto desconcertados, en especial las mujeres, y la pareja de recién casados acabó riendo. Hermione, profundamente ofendida, dijo entonces a cada uno de ellos: "¿Les gustaría venir a dar un paseo?" Sólo Birkin se negó. "¿Vendrás a dar un paseo, Rupert?" "No, Hermione"... "Pero ¿estás seguro?" "Bastante seguro" Hubo una vacilación de segundos. "¿Y por qué no?", cantó la pregunta de Hermione... "Porque no me gusta ir en tropel, como una manada", dijo Birkin. La voz de ella tronó en su garganta durante un momento. Luego dijo con una curiosa calma distraída: "Entonces dejaremos al muchachito detrás, ya que está enfadado". Ella partió con el grupo, volviéndose sólo para agitarle el pañuelo y hacer ruiditos de risa, cantando "¡Adiós, adiós, muchachito!..." "¡Adiós, bruja impúdica!", se dijo él.
 






 


 

Hermione, aquella noche, bajó extraña  y sepulcral. Se fueron todos juntos al salón, como si fuesen una familia. Gerald, alto y apuesto; Hermione como una larga Casandra, y las mujeres brillantes de color. A Úrsula le parecían todos brujos que ayudasen a servir el caldero. Y Birkin dominaba el resto con su apostura rebelde. Hermione se levantó. Parecía una sacerdotisa, inconsciente, hundida en un pesado semitrance. Entró un criado y pronto reapareció con trajes de seda, chales y pañuelos, y una túnica negra, en su mayoría cosas que Hermione había coleccionado gradualmente con su gusto por hermosas ropas extravagantes. "Las tres mujeres bailarán juntas", dijo... Decidió representar a las bíblicas Naomi, Ruth y Oprah. Úrsula era Naomi; Gudrun era Ruth y ella Oprah. La idea era hacer un pequeño ballet, al estilo ruso de Pavlova y Nijinsky. Comenzaron a bailar lentamente. Era la muerte por el esposo de Oprah. Entonces llegó Ruth y lloraron juntas lamentándose; luego Naomi vino a consolarlas. Todo ello se hizo sin palabras; las mujeres danzaron su emoción con gestos y movimientos. El pequeño drama prosiguió durante un cuarto de hora. La interacción entre las mujeres era real y bastante amedrentadora. A Hermione le encantaba. Gerald estaba excitado por la desesperada adhesión de Gudrun a Naomi. Y Birkin, contemplando como un cangrejo ermitaño en su agujero, había visto la brillante frustración e indefensión de Úrsula. Se sentía inconscientemente arrastrado hacia ellla. Úrsula era su futuro. 

Luego, de repente, sonó una música festiva y bailaron todos, cautivados por el espíritu. Gerald se encontraba maravillosamente feliz moviéndose hacia Gudrun, y Birkin bailó frenético y con verdadera jovialidad. Era una danza convulsiva, especie de rag-time. Y cómo le odió Hermione por este regocijo irresponsable. "No es un hombre, es un traidor, no es de los nuestros", se dijo la conciencia rencorosa de Hermione.
 
 

 
Cuando se retiraron de la sala de baile,  Hermione y Birkin se sentaron en un amplio sofá, agotados por la enloquecida danza. Gudrun y Úrsula fueron a cambiarse de ropa y Gerald permaneció en el otro salón. Hermione observaba a Rupert de soslayo. Y éste empezó a hacerle reproches y a reafirmar su aborrecimiento. Luego, volvió a sentarse en un butacón, dándole la espalda y tomando un tomo de Tucídides. Podía sentir violentas olas de odio y asco de Hermione. Eran inquina y repulsión dinámicos que surgían fuertes y negros de la inconsciencia turbulenta de ella. Toda su mente era un caos golpeado por la oscuridad, donde lucha con un remolino de agua. Y entonces comprendió que la presencia de él, vengativa y que tanto daño le había hecho, la estaba destruyendo. Birkin era la pared. A menos que pudiese escapar moriría del modo más espantoso, emparedada en horror. Debía romper la pared..., debía derribar ante ella la horrenda oposición del odiado librepensador que obstruía su vida absolutamente. Tenía que hacerse o ella perecería del modo más horrible. Recorrían su cuerpo terribles descargas semejantes a calambres, como si muchos voltios de electricidad la hubiesen alcanzado de pronto. Era consciente del hombre que la menospreciaba, sentado allí, ahora en silencio; una resistencia maligna, impensable. Sólo se ocupaba de su mente, oprimiendo su respiración,  aquella presencia masculina, silenciosa y de espaldas,... la parte de atrás de su cabeza... Su mano se cerró sobre una bola azul y hermosa de lapislázuli, usada como pisapapeles en su escritorio. La hizo girar y se levantó como una serpiente. El corazón era una pura llama en su pecho. Se movió hacia Birkin y quedó de pie detrás de él durante un momento, en éxtasis. Birkin encerrado dentro del hechizo, permaneció inmóvil e inconsciente de la amenaza. Entonces, rápidamente, atrapada por una llama que inundó su cuerpo como un relámpago fluido y le proporcionó una satisfacción impronunciable, bajó la bola de piedra preciosa con toda su fuerza sobre la cabeza de Rupert. Él, con enorme rapidez, con un movimiento de enterrarse, se cubrió la cabeza bajo el espeso volumen de Tucídides, pero el golpe resbaló a tiempo rompiéndole casi el cuello y conmoviendo su corazón. Estaba afligido, pero no asustado. Girándose para hacer frente a la fiereza felina de Hermione, tiró la mesa y se alejó de ella. Sus movimientos fueron perfectamente coherentes y claros, su alma estaba entera y sin sorprenderse del todo. Y gritó: "¡No lo harás, Hermione!" "¡No te dejo, maldita!"... La vio de pie, alta, lívida y atenta, aferrando tensamente la piedra en su mano. "¡Apártate y deja que me vaya, bruja!", exclamó Birkin acercándose con repugnancia a su diabólica atacante mientras un hilo de sangre fluía por su cabeza. Hermione se apartó como un animal destrozado, y como si hubiese sido movida por alguna zarpa alzada a  la defensiva de su criminal ataque. El hombre herido la contempló un instante, sin cambiar, como un ángel neutralizado, haciéndole frente. "¡No sirve!", exclamó todavía Rupert cuando ya había pasado por delante de ella. "No seré yo quien muera. ¿Oyes?", siguió mirándola con repugnancia hasta salir, para que no pudiese golpearle de nuevo. Birkin estaba en guardia, y ella como una tigresa ya sin poder. Así se fue, mientras Hermione se quedó de pie... y él hombre que ahora la despreciaba más que nunca huía de la casa, desbordándose por las escaleras que daban al inmenso jardín. 
 

... Y cruzando el parque, Birkin se dirigió a campo abierto. La noche era brillante, aunque caían algunas gotas de lluvia. Paseó por una ribera salvaje donde había macizos de avellano, muchas flores, setos de brezo y pequeños haces de abetos jóvenes con suaves agujas. Era feliz en la ladera húmeda, demasiado crecida y oscura de arbustos y flores. Quería tocarlos todos, saturarse con el tacto de todos. Se quitó la ropa y quedó completamente desnudo.
Pensó en Hermione y el golpe. Notaba dolor a un lado de la cabeza. Pero, después de todo, ¿qué más daba? ¿Qué más daba Hermione, qué más daba toda la gente? Allí estaba esta soledad perfectamente fresca, tan encantadora e inexplorada, rozando placenteramente su carne desnuda. En realidad, qué error había cometido pensando que deseaba gente, que deseaba a una mujer cuando podía sentir el orgasmo que  la floresta desataba en todo su cuerpo despojado ahora de ropas inútiles.
 
 
Paseó movido por inconmensurable deseo de que su desnudez solitaria disfrutara de toda aquel onanismo, puro e infalible. Era una  maravillosa lujuria, una satisfacción estremecedora. Ninguna otra cosa serviría, nada podría complacerle más que aquella frescura y sutileza de la vegetación viajando hacia la sangre de uno. ¡Qué afortunado era de que existiese esa vegetación encantadora, sutil, atenta, aguardándole sensualmente como él la esperaba; qué cumplida estaba su desnudez,... qué feliz!.
No deseaba una mujer... para nada. Y se sentó entre las flores, moviendo suavemente una mano sobre ellas, y luego sus pies entre las mismas, y sus piernas, sus rodillas, sus brazos hasta las axilas, tumbándose y dejando que tocasen su vientre, su pecho y sus excitados genitales. Su tacto era tan fino, fresco y sutil en toda la piel que le pareció que se saturaba con su contacto. Las hojas, las flores y los árboles eran realmente encantadores, frescos y deseables; entraban con total dulzura y placer en la sangre y se le añadían. Estaba ahora voluptuosamente complacido.





 
 













 






 
 
 
 
 
 
 

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