Si
aceptamos cierta ingenua visión del mundo familiar se puede desembocar casi
siempre en fórmulas toscamente melodramáticas. Sobre esto pesa la herencia de
una densa tradición literaria y escénica. Y el drama, cuando se incorpora de
forma definitiva y madura al acervo de la narrativa cinematográfica, puede
alcanzar tanta eficacia emotiva como conseguir cerrar el círculo caótico de la
sensiblería más mediocre y tópica. Los temas abordados por el melodrama son,
ciertamente, de una variedad asombrosa. No en vano, el drama folletinesco como
la aventura más desmadrada han formado parte importante de este mundo
desquiciado imponiendo una disciplina de comportamientos, privativos de
hombres y mujeres, cuidadosa y prolíficamente seleccionados por las emociones racionales.
Introducir una nueva dimensión psicológica en el género lo enriqueció sin duda.
Una dimensión que se polariza desde los elementos psicoanalíticos hasta los
obligadamente sociológicos. Con ello, no significa que el melodrama perdiera la
pureza ternurista de antaño, y que, como avergonzado de su simplicidad, pidiera
ayuda a los nuevos y más reivindicativos barómetros de una nueva
intelectualidad. Una inflexible erudición que en menos de cincuenta años han
arropado testimonios de una imaginación más turbulenta en lo que a las pasiones
sociales se refiere, apresurando a cerrar cicatrices de moralinas generalmente
impuestas por los fariseos prejuicios de arraigadas éticas del pasado. Si
centramos ahora nuestra atención en las ideas motrices del Séptimo Arte, habrá
que señalar que la constante de esa moral ya citada ha sido aceptada por el
cine desde sus primeros años, yendo a la zaga de la dramaturgia y la novela, y
tratando de no violar los principios de
una estricta moralidad, que es la única que por lo general admitía la
sociedad. Y por tanto, el arquetipo del drama familiar acabó erigiéndose
también como exigible componenda de estas fórmulas adocenadas y moralistas.
Pero cuando el melodrama aparece revestido de todas las cualidades y virtudes
de esos principios psicológicos capaces de concretar con gran riqueza un
soporte mítico tan imprescindible como es el de la familia, rehuyendo cualquier
grave contradicción interna de su núcleo, se pueden quebrar los principios más
vulgares de la estandarización y dotar su anecdotario vivencial de un
extraordinario instrumento, casi capital, de presión emotiva sobre la opinión
pública.
El
"puro melodrama" tampoco acostumbraba a dejarse influenciar en exceso
por la sordidez del medio que en tantas ocasiones pretendió retratar; y
en cuanto a la psicología de sus personajes y de sus mutuas relaciones
no solían, de igual forma, ser examinadas con excesiva minuciosidad.
En
consecuencia, las versiones comerciales definitivas de cientos de
folletines norteamericanos que proliferaron durante las décadas de los
30, 40, 50, y 60, valiéndose de la técnica novelística menos incisiva y
más común en las estanterías de las grandes librerías estadounidenses,
séanse los afamados "best-seller" o "novelones-río",
se decantaron por una composición de retablos de degradación humana o
estudios de conductas poco creíbles o desorbitadas (como pudo ser la
visión tenebrosa de la malignidad ofrecida por una maravillosa Gene
Tierney en "Leave Her To Heaven" ("Que el cielo la juzgue"), por otro
lado soberbia adaptación de la mediocre novela de Ben Ames Williams, que
dirigiera en 1945 John M. Sthal, gran especialista en melodramas,
llevando a buen puerto, el modélico guión, bien que difícilmente
verosímil, de Jo Swerling), y, por tanto, de escasa virulencia crítica,
pero que no por ello dejaban de impactar al espectador.
Mas, como ya se
indicó, la representación verídica de la realidad acostumbraba a quedar
apresada en una acentuada tipificación maniquea. El momento
histórico-social del folletín seguía, por ende, sin conceder al actor o
actriz la posibilidad de sentirse "un ser humano auténtico", pese a que
su interpretación pudiera resultar atractiva y conmovedora. Fue así una
consecuencia lógica del imperativo comercial que la productividad
creadora no fuese más allá de una ajustada perfección formal, y sería
ingenuo por ello ignorar los errores y abusos que se derivaron de tal
servidumbre en la que el imperativo impuesto por el "box-office" se
erigiera en el detonante que dominaría la mayor parte del género
melodramático cinematográfico (y en justa correspondencia, el
pseudo-literario novelón del que muchas veces naciera). Pero el
melodrama norteamericano, ya sea de la mejor o peor especie, y como
también sucediera muchas veces en Europa, siempre conlleva un ambiente
pesimista que en cierto modo destroza la imagen conformista e idealizada
de la sociedad estadounidense. Abunda en un sentimiento de fracaso
dentro de su diversidad estilística, y sus víctimas, por lo general de
apariencia elegante y fría, y generalmente alejadas del realismo urbano,
jamás parecen poder afianzar su impunidad. Viven en una especie de
vacío en el que se cuece una visión escéptica y pesimista de su mundo
romántico, que, como festín alimentador de la sencilla sensibilidad del
público, parece recorrer un camino de progresiva decadencia; decadencia
que tan sólo salvará de la siempre desoladora frustración al mito
erótico con un único acorde optimista: el "happy end",
que, por supuesto, logra apartar al sufrido protagonista de cuantas
connotaciones morales negativas han presidido su larga avanzadilla por
el melodrama expuesto.
Los
condicionamientos de la industria de Hollywood fueron, pues, demasiado
abrumadores para que pudiera brotar en ella una auténtico cine social,
comparable, por ejemplo, a la ya naciente buena cinematografía que
consagraba a países como Italia, Francia e Inglaterra, capaces de
ofrecer, pese a sus exiguos presupuestos, unos implacables documentos
sociales e imprimir un extraordinario viraje en redondo a aquel cine
europeo tachado de "miserabilista" como pudo ser el neorrealismo italiano, el realismo poético y fatalista, también conocido por naturalismo negro francés, o el free cinema inglés.
Los problemas colectivos de cuantas innumerables películas excesivamente melodramáticas recorrieran las décadas ya citadas con un éxito de público más que considerable, se reducían, en realidad, a casos particularizados; y aunque por aquellos años se hablara (exageradamente) de cientos de películas que muy bien podían ser consideradas como el verdadero "neorrealismo americano", lo único cierto es que la Meca del Cine tan sólo se aprovechó de una abusiva técnica de componentes altamente melodramáticos, recurriendo a miles de novelas [ya se dijo] de una calidad más bien dudosa que atestaban los grandes escaparates de las más importantes metrópolis de norteamérica, expendedoras de todo tipo de literatura "novel", de veloz nacimiento y muerte prematura. Y que merced a ello, y a la profusa publicidad que, no obstante, precedía a sus proteicos autores, hacían furor entre los lectores menos exigentes (ignorantes por lo general de la mejor literatura norteamericana o europea). Una contemporaneidad literaria, hay que insistir en ello, que distaba mucho de tener validez y una siempre importantísima representatividad social de la nación norteamericana, ya fuese en cuantos miles de libros se editaban al año, ya en las adaptaciones de los mismos para la gran pantalla.
Dos inolvidables e irrepetibles directores como Douglas Sirk y Vincente Minnelli por citar algunos de los más destacables, llegaron a imponer de modo
definitivo y monumental el melodrama, al que supieron dotar de un
refinamiento, de un lirismo y de una madurez rayana en lo colosal; y
pese a que casi siempre planearan sobre ellos premonitorios vientos de
tragedia, fueron capaces de eludir la vidriosidad ideológica del dramón
norteamericano al uso, proporcionando a los viejos temas "románticos y
folletinescos" un estremecedor "crescendo"
del mejor clasicismo dramático, dispuestos para transmitir al
espectador más exigente una nueva interpretación ética e intelectual del
realismo. Esta nueva exigencia verista de un incontenible aliento
estético se oponía radicalmente a la endeblez e ingenuidad de la ingente
cantidad de producciones que, impregnadas por la peor de las
literaturas románticas, les habían precedido ofrendando un configuración
social de floja coherencia naturalista, muy abonada también a las
convenciones del teatro. Si bien es cierto que, aun llevando el
melodrama a un sensacional perfeccionamiento, despojándolo de casi todo
artificio teatralizante, y proporcionando al viejo folletín una flamante
forma expresiva, una nueva estética y una brillante implicación en lo
que podría llamarse "transpiración del amor", jamás rompieron sus
ligaduras con el Star-System, fórmula trascendental para el pasado y el futuro del cine.
Esta
magnífica orientación o impulso de renacimiento cinematográfico del
mejor melodrama, ornamentalmente más expresivo, con su nueva y vigorosa
objetividad, en la que no faltará tampoco las fascinación del atractivo
carnal de sus protagonistas, abre un definitivo capítulo al "mejor
realismo del folletín", y muestra claramente cuales son los límites del
drama. Adapta sabiamente la profundidad psicológica de muchos de los
originales literarios en que se basan. Un nuevo romanticismo pasional
parece palpitar por fin bajo epidermis realistas, y para redondear esta
nueva modulación mítica del "indigesto folletín", el flamante melodrama adopta visos de un lírico "cinéma-vérité". Y como indicara Sergei M. Eisenstein (1898-1948), debería transportar al espectador "de la imagen al sentimiento, y del sentimiento a la idea",
en este caso "del mejor drama". Con ello se trataba de eludir incoherencias y enfrentamientos emocionales pobremente quintaesenciados, y revalorizar
el "The-End", hasta prescindir, en muchas ocasiones, de la consabida estandarización del "Happy-End". Un final feliz
que llega casi siempre dotado de un irreflexivo automatismo psíquico
frente al futuro incierto que aguarda a los protagonistas. No obstante,
cuando el argumento ["el gran error del cine" como
arguyó Fernand Léger (1881-1955), el cineasta francés, nacido de la
vieja erupción cubista], prefigura una nueva búsqueda estética, merced a
la delicada sensibilidad de un director, (como es el caso de Douglas
Sirk, que supo retomar famosos melodramas de John M. Sthal: "Magnificent Obsession" ("Obsesión"), 1954, gran guión de Robert Bless basado en el folletín
novelesco de Lloyd C. Douglas, e "Imitation of Life" ("Imitación a la vida"), 1959, [último film de Sirk] novela de
la irregular y hoy olvidada Fannie Hurst, esta vez basados en el espléndido guión de Eleonore Griffin y Allan Scott) potencia un sugestivo andamiaje estilístico y un intenso reforzamiento dramático-romántico capaz de guardar menor relación con los modelos más primitivos del Séptimo Arte.
A estas habría que añadir
"All that Heaven Allows" ("Sólo el cielo lo sabe"), 1955, y "Written on the Wind" ("Escrito sobre el viento"), 1956.
Y "The Tarnished Angels" ("Ángeles sin brillo"), 1957, y "A Time To Love and a Time To Die" ("Tiempo de amar tiempo de morir"), 1958, dos modélicas adaptaciones de grandes novelas, la primera de William
Faulkner, la segunda de Erich Maria Remarque, con no menos
extraordinarios guiones de George Zuckermann y Orin Jannings. Y así, mediante estas obras maestras de Sirk, la fábula
del "dramón infumable" ofrenda una especie de "triunfal resurreción del
"mejor mito emocional" y el "Happy-end"
se disocia, vencido también de aquel su viejo abuso casi
"plutocrático" de un Hollywood que seguiría produciendo sus cantos al
amor, entendido al viejo estilo, pero bajo la experta dirección de artesanos más
comprometidos con la realidad.
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