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jueves, 12 de agosto de 2021

All I Desire (Su gran deseo) -I Parte-

 


Si aceptamos cierta ingenua visión del mundo familiar se puede desembocar casi siempre en fórmulas toscamente melodramáticas. Sobre esto pesa la herencia de una densa tradición literaria y escénica. Y el drama, cuando se incorpora de forma definitiva y madura al acervo de la narrativa cinematográfica, puede alcanzar tanta eficacia emotiva como conseguir cerrar el círculo caótico de la sensiblería más mediocre y tópica. Los temas abordados por el melodrama son, ciertamente, de una variedad asombrosa. No en vano, el drama folletinesco como la aventura más desmadrada han formado parte importante de este mundo desquiciado imponiendo una disciplina de comportamientos, privativos de hombres y mujeres, cuidadosa y prolíficamente seleccionados por las emociones racionales. Introducir una nueva dimensión psicológica en el género lo enriqueció sin duda. Una dimensión que se polariza desde los elementos psicoanalíticos hasta los obligadamente sociológicos. Con ello, no significa que el melodrama perdiera la pureza ternurista de antaño, y que, como avergonzado de su simplicidad, pidiera ayuda a los nuevos y más reivindicativos barómetros de una nueva intelectualidad. Una inflexible erudición que en menos de cincuenta años han arropado testimonios de una imaginación más turbulenta en lo que a las pasiones sociales se refiere, apresurando a cerrar cicatrices de moralinas generalmente impuestas por los fariseos prejuicios de arraigadas éticas del pasado. Si centramos ahora nuestra atención en las ideas motrices del Séptimo Arte, habrá que señalar que la constante de esa moral ya citada ha sido aceptada por el cine desde sus primeros años, yendo a la zaga de la dramaturgia y la novela, y tratando de no violar los principios de  una estricta moralidad, que es la única que por lo general admitía la sociedad. Y por tanto, el arquetipo del drama familiar acabó erigiéndose también como exigible componenda de estas fórmulas adocenadas y moralistas. Pero cuando el melodrama aparece revestido de todas las cualidades y virtudes de esos principios psicológicos capaces de concretar con gran riqueza un soporte mítico tan imprescindible como es el de la familia, rehuyendo cualquier grave contradicción interna de su núcleo, se pueden quebrar los principios más vulgares de la estandarización y dotar su anecdotario vivencial de un extraordinario instrumento, casi capital, de presión emotiva sobre la opinión pública. 

 



 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
El "puro melodrama" tampoco acostumbraba a dejarse influenciar en exceso por la sordidez del medio que en tantas ocasiones pretendió retratar; y en cuanto a la psicología de sus personajes y de sus mutuas relaciones no solían, de igual forma, ser examinadas con excesiva minuciosidad. 

En consecuencia, las versiones comerciales definitivas de cientos de folletines norteamericanos que proliferaron durante las décadas de los 30, 40, 50, y 60, valiéndose de la técnica novelística menos incisiva y más común en las estanterías de las grandes librerías estadounidenses, séanse los afamados "best-seller" o "novelones-o", se decantaron por una composición de retablos de degradación humana o estudios de conductas poco creíbles o desorbitadas (como pudo ser la visión tenebrosa de la malignidad ofrecida por una maravillosa Gene Tierney en "Leave Her To Heaven" ("Que el cielo la juzgue"), por otro lado soberbia adaptación de la mediocre novela de Ben Ames Williams, que dirigiera en 1945 John M. Sthal, gran especialista en melodramas, llevando a buen puerto, el modélico guión, bien que difícilmente verosímil, de Jo Swerling), y, por tanto, de escasa virulencia crítica, pero que no por ello dejaban de impactar al espectador. 

 






Mas, como ya se indicó, la representación verídica de la realidad acostumbraba a quedar apresada en una acentuada tipificación maniquea. El momento histórico-social del folletín seguía, por ende, sin conceder al actor o actriz la posibilidad de sentirse "un ser humano auténtico", pese a que su interpretación pudiera resultar atractiva y conmovedora. Fue así una consecuencia lógica del imperativo comercial que la productividad creadora no fuese más allá de una ajustada perfección formal, y sería ingenuo por ello ignorar los errores y abusos que se derivaron de tal servidumbre en la que el imperativo impuesto por el "box-office" se erigiera en el detonante que dominaría la mayor parte del género melodramático cinematográfico (y en justa correspondencia, el pseudo-literario novelón del que muchas veces naciera). Pero el melodrama norteamericano, ya sea de la mejor o peor especie, y como también sucediera muchas veces en Europa, siempre conlleva un ambiente pesimista que en cierto modo destroza la imagen conformista e idealizada de la sociedad estadounidense. Abunda en un sentimiento de fracaso dentro de su diversidad estilística, y sus víctimas, por lo general de apariencia elegante y fría, y generalmente alejadas del realismo urbano, jamás parecen poder afianzar su impunidad. Viven en una especie de vacío en el que se cuece una visión escéptica y pesimista de su mundo romántico, que, como festín alimentador de la sencilla sensibilidad del público, parece recorrer un camino de progresiva decadencia; decadencia que tan sólo salvará de la siempre desoladora frustración al mito erótico con un único acorde optimista: el "happy end", que, por supuesto, logra apartar al sufrido protagonista de cuantas connotaciones morales negativas han presidido su larga avanzadilla por el melodrama expuesto. 
 








Los condicionamientos de la industria de Hollywood fueron, pues, demasiado abrumadores para que pudiera brotar en ella una auténtico cine social, comparable, por ejemplo, a la ya naciente buena cinematografía que consagraba a países como Italia, Francia e Inglaterra, capaces de ofrecer, pese a sus exiguos presupuestos, unos implacables documentos sociales e imprimir un extraordinario viraje en redondo a aquel cine europeo tachado de "miserabilista" como pudo ser el neorrealismo italiano, el realismo poético y fatalista, también conocido por naturalismo negro francés, o el free cinema inglés.
 
 
 
 
 
 
 
 

Los problemas colectivos de cuantas innumerables películas excesivamente melodramáticas recorrieran las décadas ya citadas con un éxito de público más que considerable, se reducían, en realidad, a casos particularizados; y aunque por aquellos años se hablara (exageradamente) de cientos de películas que muy bien podían ser consideradas como el verdadero "neorrealismo americano", lo único cierto es que la Meca del Cine tan sólo se aprovechó de una abusiva técnica de componentes altamente melodramáticos, recurriendo a miles de novelas [ya se dijo] de una calidad más bien dudosa que atestaban los grandes escaparates de las más importantes metrópolis de norteamérica, expendedoras de todo tipo de literatura "novel", de veloz nacimiento y muerte prematura. Y que merced a ello, y a la profusa publicidad que, no obstante, precedía a sus proteicos autores, hacían furor entre los lectores menos exigentes (ignorantes por lo general de la mejor literatura norteamericana o europea). Una contemporaneidad literaria, hay que insistir en ello, que distaba mucho de tener validez y una siempre importantísima representatividad social de la nación norteamericana, ya fuese en cuantos miles de libros se editaban al año, ya en las adaptaciones de los mismos para la gran pantalla.
 
 
 
 




 
 
 
 
 


Dos inolvidables e irrepetibles directores como Douglas Sirk y Vincente Minnelli por citar algunos de los más destacables, llegaron a imponer de modo definitivo y monumental el melodrama, al que supieron dotar de un refinamiento, de un lirismo y de una madurez rayana en lo colosal; y pese a que casi siempre planearan sobre ellos premonitorios vientos de tragedia, fueron capaces de eludir la vidriosidad ideológica del dramón norteamericano al uso, proporcionando a los viejos temas "románticos y folletinescos" un estremecedor "crescendo" del mejor clasicismo dramático, dispuestos para transmitir al espectador más exigente una nueva interpretación ética e intelectual del realismo. Esta nueva exigencia verista de un incontenible aliento estético se oponía radicalmente a la endeblez e ingenuidad de la ingente cantidad de producciones que, impregnadas por la peor de las literaturas románticas, les habían precedido ofrendando un configuración social de floja coherencia naturalista, muy abonada también a las convenciones del teatro. Si bien es cierto que, aun llevando el melodrama a un sensacional perfeccionamiento, despojándolo de casi todo artificio teatralizante, y proporcionando al viejo folletín una flamante forma expresiva, una nueva estética y una brillante implicación en lo que podría llamarse "transpiración del amor", jamás rompieron sus ligaduras con el Star-System, fórmula trascendental para el pasado y el futuro del cine. 
 








 




 









Esta magnífica orientación o impulso de renacimiento cinematográfico del mejor melodrama, ornamentalmente más expresivo, con su nueva y vigorosa objetividad, en la que no faltará tampoco las fascinación del atractivo carnal de sus protagonistas, abre un definitivo capítulo al "mejor realismo del folletín", y muestra claramente cuales son los límites del drama. Adapta sabiamente la profundidad psicológica de muchos de los originales literarios en que se basan. Un nuevo romanticismo pasional parece palpitar por fin bajo epidermis realistas, y para redondear esta nueva modulación mítica del "indigesto folletín", el flamante melodrama adopta visos de un lírico "cinéma-vérité". Y como indicara Sergei M. Eisenstein (1898-1948), debería transportar al espectador "de la imagen al sentimiento, y del sentimiento a la idea", en este caso "del mejor drama". Con ello se trataba de eludir incoherencias y enfrentamientos emocionales pobremente quintaesenciados, y revalorizar el "The-End", hasta prescindir, en muchas ocasiones, de la consabida estandarización del "Happy-End". Un final feliz que llega casi siempre dotado de un irreflexivo automatismo psíquico frente al futuro incierto que aguarda a los protagonistas. No obstante, cuando el argumento ["el gran error del cine" como arguyó Fernand Léger (1881-1955), el cineasta francés, nacido de la vieja erupción cubista], prefigura una nueva búsqueda estética, merced a la delicada sensibilidad de un director, (como es el caso de Douglas Sirk, que supo retomar famosos melodramas de John M. Sthal: "Magnificent Obsession" ("Obsesión"), 1954, gran guión de Robert Bless basado en el folletín novelesco de Lloyd C. Douglas, e "Imitation of Life" ("Imitación a la vida"), 1959, [último film de Sirk] novela de la irregular y hoy olvidada Fannie Hurst, esta vez basados en el espléndido guión de Eleonore Griffin y Allan Scott) potencia un sugestivo andamiaje estilístico y un  intenso reforzamiento dramático-romántico capaz de guardar menor relación con los modelos más primitivos del Séptimo Arte.
 
 
 

 
 
 
 
 
A estas habría que añadir "All that Heaven Allows" ("Sólo el cielo lo sabe"), 1955, y "Written on the Wind" ("Escrito sobre el viento"), 1956. 


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


 
 
 
Y "The Tarnished Angels" ("Ángeles sin brillo"), 1957, y "A Time To Love and a Time To Die" ("Tiempo de amar tiempo de morir"), 1958, dos modélicas adaptaciones de grandes novelas, la primera de William Faulkner, la segunda de Erich Maria Remarque, con no menos extraordinarios guiones de George Zuckermann y Orin Jannings. Y así, mediante estas obras maestras de Sirk, la fábula del "dramón infumable" ofrenda una especie de "triunfal resurreción del "mejor mito emocional" y el "Happy-end" se disocia, vencido también de aquel su viejo abuso casi "plutocrático" de un Hollywood que seguiría produciendo sus cantos al amor, entendido al viejo estilo, pero bajo la experta dirección de artesanos más comprometidos con la realidad.
 
 
 



 
 
 
 
 
 








 




















 
 





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