Las gentes murmuran. Nada fortalece tanto a los pueblecitos, ya sean rurales o costeros, (se dice en ellos) como "tentar al demonio y a los hombres". Y cuando asoman las mujeres, que siempre viven desconfiando de todas las pisadas, en especial cuando aparece un visitante repentino, el conjunto moral de la aldea, que no siembra jamás en los surcos del remordimiento, alcanza la medida más zumbona de nuestra auténtica calidad humana. Los hombres no pueden remediar sus antojos seniles; las mujeres sus postraciones, sus clamores escandalizados, el jubileo aldeano de una malicia de las de "... y que sea lo que Dios quiera" a la que se resignan y acomodan por aburrimiento, una vez el goce de su mocedad pierde su pequeño trono. Pero la carne inocente no reprimirá nunca sus ademanes predilectos: esa actitud desenfadada que concede la juventud, que no se desenamora del mundo por más que a éste le indigne el fruto de la tentación. No en vano la juventud es una aprovechada arqueóloga de dulce aspiración: sus hallazgos siempre viven reverdecidos por crónicas a las que atribuye, inocentemente, las más duraderas emociones. Y se le da un ardite la adobada decadencia de quienes la miran con recelo y envidia porque ya se han sumido en la abnegación de su decrepitud, que en los pueblos se engalana con una especie de virtud monástica, pese a que el molinillo de las habladurías no posea nada de vida espiritual. Pero si, por una vez, nos atreviéramos a arrancar de estos contornos de dureza y tedio el desabrimiento, la malicia, las culpas, y hasta ese olor denso a sahumerio culpabilizador embebido de pringue diabólica, que nos sofoca y nos hace sufrir, y permitiésemos que únicamente nos envolvieran ciertos arrebatos de ingenuidad; si concediésemos a la expresión beata de las murmuraciones un capítulo capaz de refrescar nuestros labios en un agua de virginidad, sublimada por la gracia y el prodigio de una sensualidad cándida y sonrosada; y acabásemos concediendo su porte más sencillo, recatado, festivo, y evocador a esa voluptuosidad que conlleva la belleza, esta misma belleza nos convidaría a un entrañable, bien que no menos exaltado, acogimiento del amor, sin dejar de prometer, por supuesto, el delicioso sobresalto con que suele anunciarse la pasión. "¿Y que hayan gentes que todavía murmuren?", reiríamos ahora frente a la saludable eficacia de unas criaturas cuya pretendida severidad y tristeza puede ser entendida como otra forma de virginidad en la que nunca se deja de albergar una inocencia comprometida con la risa. Una candidez en la que la incertidumbre vertiginosa del sentimiento despierta en nosotros un eco fascinante, que, sin dejar de enfrentarse a los muros de la angustia, es pródigo en promesas y milagros. Aceptar la cotidiana convivencia siempre supone un inextricable embrollo. Pero en esa configuración se fundamenta nuestra existencia. La convivencia exige siempre un milagro. Es el oficio más humano, que mide nuestro tiempo y nuestra conciencia. Y si somos capaces de asomarnos a ella con una sonrisa, probablemente consigamos que todo acabe siendo amado como merece, porque la emoción hallará siempre una liberación afectiva llamada fantasía; y los comportamientos de sus individuos, pese a descubrir el enclaustramiento de los celos, aceptarán su amoralidad como algo comprensible, de aire inofensivo y deleitoso. Y a partir de ahí, los mínimos errores, la menor palabra que pudiera impulsarnos hasta el más insoportable de los dramas, cuando los acerados impulsos de culpabilidad pretenden lanzarse al asalto, perfilarán un nuevo horizonte de ilusión e imaginación más pura merced al aditamento romántico que tenderá sus lecciones bien aprendidas sobre una esperanzadora "y"...
A partir de 1949, Italia abre sus puertas a una nueva conmoción cinematográfica. Su legítima paternidad neorrealista, sin perder su sintomática implicación al tema proletario, iniciará un brusco viraje hacia la comedia de ambientes populares. Renato Castellani,
que había cultivado un distinguido "caligrafismo" con sus famosas
películas, filmadas en pleno período fascista,"Un colpo di pistola",
1942, "Zazà", 1944, "Mio figlio proffesore", 1946, realiza
"E'primavera", "comedieta neorrealista" (que luego sería conocida como "neorrealismo rosa") con la que conseguiría incluso el Nastro d'Argento de 1950. De este tenor seguirían "E'piu' facile che un cammello" de Luigi Zampa, y "Romanzo d'amore" de Duilio Colletti. El gran éxito de este recién nacido "neorrealismo rosa"
provocaría una avalancha de nuevos títulos, que se ruedan con medios
precarios, pero cuyo enorme éxito los convierten en elementos muy
acordes con esa evolución más saludable que, aunque partiendo del
inmarcesible estilo naturalista, ofrenda el ámbito de la comedia, y que, como se dijo, no abandona del todo al sujeto proletario. Pero, al contrario del neorrealismo,
esa hoy un tanto primitiva lozanía de farsas y enredos que parten,
efectivamente, de su anterior visión miserabilista de una Italia
empobrecida tras la guerra, acabará por marchitarse con mucha mayor
celeridad que los atentos exámenes críticos ofrecidos por el documento
vivo que significó la extraordinaria etapa que la precediera.
Mientras "Napoli millonaria" de Eduardo de
Filippo, "Guardie e ladri" de Steno y Mario Monicelli, ambas de 1951,
con los impagables Totó y Aldo Fabrizi inician un brillante ciclo de
triunfos comerciales que, aunque seguirán prolongándose durante toda la
década del 50 y del 60, y en los que hay que incluir "Pane, amore e
fantasia, 1953, "Pane, amore e gelosia", 1954, de Luigi Comencini, que
impondrán a Gina Lollobrigida, con su provocativo erotismo campesino,
como estrella internacional, "Pane amore e...", 1955, de Dino Risi, en
la que la escultural, mórbida e insinuante Sofia Loren, tomará el relevo
de la Lollobrigida (prácticamente repitiendo su breve pero excepcional
interpretación de "L'oro di Napoli", dirigida por su ya incondicional
mentor Vittorio De Sica en 1954), y "Peccato che sia una Canaglia",
1955, de Alesandro Blassetti, esta vez con De Sica, Marcello Mastroianni
y ya una cada vez más afianzada artísticamente Sofia Loren, no
obtendrán el carácter simbólico de un final de etapa del neorrealismo.
En 1951 Vittorio De Sica aún realiza uno de sus grandes films:
"Miracolo a Milano", prestigioso malabarismo a la esperanza y a la
fantasía, que no deja de lado su visión discriminatoria y dramática del
proletariado italiano, y Luchino Visconti dirige ese mimo año "Bellissima" con Anna Magnani, revelación artística gigantesca del neorrealismo que sorprendió al mundo convirtiéndose en una de las actrices de mayor temperamento trágico del cine Italiano. Films, todos ellos, que siguen con su aportación notabilísima a aquella nueva forma de observar la realidad en sus aspectos más auténticos, y que estableciera y extendiera internacionalmente aquel inolvidable ciclo cinematográfico de vivos y sangrantes documentos sociales ofrecidos por la Italia de posguerra o postrimerías de la década de los 40.
El cine italiano, sensibilizado como el resto de Europa por el dramático trauma de la guerra, está
ya a punto, no obstante, de atravesar el umbral de una tercera gran
etapa, tras la argucia "congeladora del naturalismo" que impusiera el "neorrealismo rosa"
a aquella otra visión (de la que había derivado) indiscutiblemente
revulsiva y conmocionadora de las capas más sensibles de la población
mundial que asistiera a las salas cinematográficas: la que se conocerá
como "fase postneorrealista",
partiendo ya del momento crítico de una imparable y progresiva
transición en el país (transición que se encamina hacia el tan
esperanzado resurgimiento del "milagro económico"). La visión del
proletariado, violentamente traumatizado por la gran crisis de
posguerra, es desplazado hacia nuevas connotaciones vivenciales no menos
negativas por entre las cuales asomará un flamante y atento examen
crítico y psicológico de núcleos burgueses radicados en florecientes
zonas industriales como Milán La peculiaridad reveladora ("sintomática" según los críticos) de este gran movimiento documentalmente revelador postneorrealista avanza, de forma inesperada, a zancadas, ya en 1950, entre bruscos
chispazos de implicaciones morales nefandas que no rehuyen en absoluto
el más duro dramatismo, de la mano de su inicial y gigantesco creador:
el no menos "sintomático" Michelangelo Antonioni, gran admirador del
cine negro francés (y que ya había trabajado en el país galo como
ayudante del magnífico director Marcel Carné). Antonioni, a quien
corresponde la legítima paternidad de la ya comentada tercera fase de
aquel polémico cine naturalista de denuncia que se iniciara con el neorrealismo,
filma su primer largometraje "Cronaca di un amore" en el que aparecen
personajes de gran sensualidad: Lucia Bosè y Massimo Girotti (atractivo
actor, capaz de abordar sus actuaciones desde un tono crispado y
convincentemente voluptuoso, que en 1943, de manos de un primerizo
Luchino Visconti, había intervenido en la tórrida "Ossessione" junto a una semi-diva Clara Calamai, que sustituiría a Anna Magnani, intérprete elegida por Visconti y que hubo de renunciar al papel por hallarse embarazada) que
estructuran el esquema dramático entre el progresivo clima burgués del
que se benefician tan sólo algunos sectores de la naciente industria
italiana, en especial el milanés, implicando a los protagonistas en una
inesperada historia de adulterio, obsesiva aceptación del amor libre, y
exposición intensa de un opresivo clima de connivencias criminales.
Esplendor italiano en sus nuevas formas expresivas
El genial guionista Cesare Zavattini elevó con su talento aquel llamado "mal du siècle"
con que se significó la dura posguerra europea a la más sensible
Sociología entendida al "estilo casero". En el Congreso cinematográfico
celebrado en Parma en 1953, declararía: "Es imposible predecir las futuras direcciones del neorrealismo porque tampoco podemos adivinar el futuro de nuestra nueva sociedad. Pero indiscutiblemente el neorrealismo sabrá de nuevo reflejarlas sin ninguna concesión". No anduvo descaminado Zavattini,
puesto que, tras cerrarse etapa tan importante para el cine italiano
(etapa que parecía haber roto su lanza definitivamente con el
"cine-encuesta" que el magnífico guionista había organizado sobre los
diversos aspectos del amor en la experiencia extremista que significó,
en 1953, la realización de "L'amore in cittá", film de episodios,
interpretado entre otros por Marco Ferreri, Mara Berni y Ugo Tognazzi, y que dirigieron algunas de las más significativas personalidades dominantes del cine "ya postneorrealista": "Tentato suicidio", Michalengelo Antonioni, "Agenzia matrimoniale", Federico Fellini, "Gli italiani si voltano", Alberto Lattuada, "L'amore che si paga", Carlo Lizzani, "Storia di Caterina", Francesco Maselli y Cesare Zavattini, y "Paradiso per 3 ore", Dino Risi; film que preludiaría, al mismo tiempo, el cinéma-vérité, presto a nacer en Francia a partir de 1961, y tras cuyo visionado el etnólogo Jean Rouch no dudó en anunciar que "el neorrealismo no había llegado tan sólo a un callejón sin salida, sino que había firmado su acta de defunción"), geniales directores italianos como Federico Fellini y Michelangelo Antonioni se
hallan enfrascados en la búsqueda de flamantes fórmulas expresivas que
los convertirán en los indiscutibles pioneros dominantes del cine postneorrealista.
Federico Fellini junto con Albrerto Lattuada nos ofrendan en 1950 un retrato inconmensurable del mundo de la farándula con "Luci del varietà". En "I vitelloni", 1953, Fellini, ya en solitariio, incide en un retrato dolorosamente objetivo
de la falta de escrúpulos morales de ciertos "señoritos" inútiles y
holgazanes de una pequeña localidad costera (una probable Rímini, donde Fellini
pasara los años de su adolescencia), sumidos en el aburrimiento
hibernal. La caricatura y lo grotesco se dan las manos en el film. (Alberto Sordi disfrazado
de mujer). La distorsión de caracteres de estos personajes devorados
por su propia corrupción (y que parecen exclamar -aunque siempre en
nombre del pueblo que les acoge- que es únicamente a ellos, "pretendidos
señoritos", a quienes les está permitido haraganear, imponiendo sus
diversiones irracionales y ofrendando la incómoda presencia de su
existencia tan vacía como estúpida), delata ya su definitiva ruptura con
los rigurosos testimonios de la ortodoxia naturalista ofrecida por los
genios de la década del 40: De Sica, Rossellini, etc.
Con "La strada", 1954, interpretada por Giuletta Massina (Gelsomina), Anthony Quinn (Zampanó) y Richard Basehart (il matto), gran ejemplo clásico de este nuevo período postneorrealista, candidata al Oscar al Mejor Film Extranjero en Hollywood y ganadora del León de Plata en el Festival de Venecia, Fellini se
sitúa ya como uno de los valores más firmes del cine italiano de la
década de los 50. No obstante, y pese al estruendoso éxito obtenido en
todo el mundo, gran parte de la crítica arremete contra el film
acusándolo de mixtificador, ya que, considerada como fábula poética de
titiriteros que vagabundean por las carreteras de una empobrecida
Italia, bajo su tremendismo pretendidamente vestido de ropaje realista,
circula de tapadillo una especie de apología angelical que traiciona los
postulados del neorrealismo. "Hay una línea vertical en la espiritualidad -se defendió Fellini- que va de la bestia al ángel y en la que los seres humanos oscilamos continuamente. Me obsesiona este desgarramiento interior entre la bestia y el ángel. A muchas conciencias sumidas en el fango, súbitamente, puede iluminarlas un relámpago de luz" "Il bidone", 1955, y "Le notti di Cabiria", 1957, coronarán estos dramas desgarradores del postneorrealismo Felliniano,
y en los cuales, como último elemento espectacular, sus desventurados
protagonistas hallarán, finalmente, una esperanzadora rehabilitación en
la misma comunidad humana que determinara su infortunio.
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