SILENT NIGHT, DEADLY NIGHT.
[Marcel Bluwal, nacido en París el 25 de mayo de 1925-Fallecido en París el 23 de octubre de de 2021 a la edad de 96 años]
Hijo de padres polacos de origen judío cursa sus estudios en el Conservatoire National superieur d’Art Dramatique. Su pasión por el cine marca un punto crucial en su vida ya desde la infancia, según cuenta en su autobiografía “Un Aller”. Bluwal explica que dos de sus mayores inspiraciones partieron del potencial expresivo de “L’passion de Jeanne d’Arc”,1928, o la posterior meditación surrealista sobre el miedo de “Le Vampyr”, 1932 de C.T. Dreyer. Y más tarde del realismo poético que ofrendara Jacques Feyder con“Le grand jeu”, 1934, interpretada por con Marie Bell, Pierre Richard-Willm, Charles Vanel, Georges Pitoëff, y Camille Bert, o “La loi du Nord” ("La ley del norte"), 1939, con Michèle Morgan, Pierre Richard-Willm, Charles Vanel, Arlette Marchal, y Jacques Terrane.
Durante la terrible persecución antisemita conocida por “la raffle du Vélodrome d'Hiver", que se derivó de la monstruosa operación que diera comienzo en junio del mismo año y llamada: "Vent Printanier" (una captura en masa de ciudadanos judíos en los países ocupados por las tropas de Hitler: Bélgica y Países Bajos) -y llevada a cabo también el 16 de julio de 1942, por los nazis en la Francia ocupada de la II Guerra Mundial, tomando parte en ella el Régimen de Vichy, que movilizó a 7000 policías y gendarmes franceses, consiguiendo arrestar y enviar a campos de concentración alemanes a más de 13.000 judíos, entre ellos 115 niños-, el profesor de piano del joven salvó la vida a Marcel y su madre, que permanecieron ocultos durante más de 27 meses en una minúscula estancia parisina, cerrada a cal y canto.
Tras la liberación de París, Marcel Bluwal es
admitido en la Escuela Técnica de Fotografía y Cine. Se entrega a un arduo aprendizaje y
logra entrar en los primeros estudios de Télévision Française, un lenguaje nuevo
de la imagen en el que establecerá definitivamente todas sus orientaciones estilísticas
como realizador. Será, pues, en este medio en el que operará casi toda su
extensisima obra, y en el que demostrará una diversidad de
tendencias de multiforme vitalidad. Entre sus más de 60 realizaciones destacan
"Les Jouers", 1960, la serie policíaca de gran éxito en Francia “l’inspecteur
Leclerc Enquête”, con 26 episodios en 1962, y 13 en 1963, “Vidocq”, nueva serie de 1967 en 13
episodios ( que continuaría entre 1971 y 1973 con 13 capítulos más), que
escenificaban las aventuras decimonónicas inspiradas en las memorias de
Eùgene-François Vidocq, antiguo presidiario que acabaría convirtiéndose en un
avispado inspector de policía, con resonancias a lo Sherlock Holmes, las
ambiciosas producciones de gran literatura como “Les frères Karamazov”, 1969, y
“Les miserables”, 1972, (en la cual, según sus propias palabras, dada su
militancia en el Parti Communiste Français desde 1950, le movió el ansia
de «exalter le drame social, le soulèvement du peuple »,
“Serie Noir”, de 1984, y sus últimas aportaciones “Jeanne Devère" 2011, y “Les
vieux calibres”, 2013. En 1975, 1979, y 1985 se aventura con éxito en la
dirección de una óperas como “Don Giovanni”, “Cosi fan tute” y “La clémence de
Titus” Y Mozart, y de escenificaciones teatrales como “Don Juan revient de la
guerre”, clásicas como “Les femmes savants” de Moliere, y adaptadas como “Don
Quichotte de la Manche” de Miguel de Cervantes. Con “La surprise”, que dirigiría en 1960,
Marcel Bluwal fue premiado con la Palme d’Or du film de télévision au festival
de Cannes. Pese a sus reconocidos méritos como realizador televisivo, para Marcel
Bluwal también resultaría muy tentador y muy ilustrativo llevar hasta la gran
pantalla cinematográfica su ya consolidada gestación directiva en la citada Télévision Française. Y así su primera
película para la gran pantalla “Le Monte-Charge” ("El montacargas"), 1962, arrancaría de las
páginas de un famoso creador de novela negra francesa como Frédéric Dard, cuyas obras podían
perfectamente adaptarse a los exponentes cinematográficos más en boga, como fue
la moda de los films denominados de “complejos” psicológicos, entre espíritus
torturados, ambientes turbios y penumbras nocturnas (como las de “Le
Monte-Charge”, cuya acción, en efecto, transcurre durante toda la noche de
Navidad).
El realismo urbano-nocturno que Bluwal, a través de una atrayente orientación hacia el ámbito de lo criminal y sus connotaciones moralmente traumáticas o negativas, supo imprimir por medio del celuloide a la visión pesimista ofrecida por la novela de Dard (quien aseguraba haber detestado siempre las fiestas navideñas por la decepción que las mismas llegan a causar en el mundo infantil y el atentado que supone así frente a la inocencia de los niños) marcó un pequeño y único hito en su carrera como realizador fuera del ámbito de la televisión. El turbio y atractivo factor del cine negro volvía a recoger en esta primera incursión cinematográfica de Marcel Bluwal una convincente divulgación de cuantas psicopatías determinadas por aciagas circunstancias sociales pueden mover al ser humano hacia la ambigüedad dolorosa y turbadora del crimen.
Su siguiente película “Les carambolages” "La muerte juega a carambolas", 1963, que merced al por entonces famoso actor de comedia Louis de Funés, y coprotagonizada por Jean-Claude Brialy, Alfred Adam, Jacques Dynam, Michel Serrault, y Sophie Daumier, se remitiría a las fuentes del viejo cine cómico francés fracasó estrepitosamente en taquilla, alejando casi definitivamente a Bluwal de la gran pantalla, hasta 1999, año en que realizó “Le plus beau pays du monde” (El país más bello del mundo"), un biopic de los últimos meses de vida del comediante francés Robert-Hugues Lambert [Durante la ocupación, el actor principal de una película fue víctima de una redada en pleno rodaje y fue deportado a Drancy a causa de su homosexualidad]., interpretada por Claude Brasseur, Marianne Denicourt, Jean-Claude Adelin, Jacques Bonnaffé, Didier Bezace y Jean-Pierre Cassel entre otros.
El realismo urbano-nocturno que Bluwal, a través de una atrayente orientación hacia el ámbito de lo criminal y sus connotaciones moralmente traumáticas o negativas, supo imprimir por medio del celuloide a la visión pesimista ofrecida por la novela de Dard (quien aseguraba haber detestado siempre las fiestas navideñas por la decepción que las mismas llegan a causar en el mundo infantil y el atentado que supone así frente a la inocencia de los niños) marcó un pequeño y único hito en su carrera como realizador fuera del ámbito de la televisión. El turbio y atractivo factor del cine negro volvía a recoger en esta primera incursión cinematográfica de Marcel Bluwal una convincente divulgación de cuantas psicopatías determinadas por aciagas circunstancias sociales pueden mover al ser humano hacia la ambigüedad dolorosa y turbadora del crimen.
Su siguiente película “Les carambolages” "La muerte juega a carambolas", 1963, que merced al por entonces famoso actor de comedia Louis de Funés, y coprotagonizada por Jean-Claude Brialy, Alfred Adam, Jacques Dynam, Michel Serrault, y Sophie Daumier, se remitiría a las fuentes del viejo cine cómico francés fracasó estrepitosamente en taquilla, alejando casi definitivamente a Bluwal de la gran pantalla, hasta 1999, año en que realizó “Le plus beau pays du monde” (El país más bello del mundo"), un biopic de los últimos meses de vida del comediante francés Robert-Hugues Lambert [Durante la ocupación, el actor principal de una película fue víctima de una redada en pleno rodaje y fue deportado a Drancy a causa de su homosexualidad]., interpretada por Claude Brasseur, Marianne Denicourt, Jean-Claude Adelin, Jacques Bonnaffé, Didier Bezace y Jean-Pierre Cassel entre otros.
LA NOVELA NEGRA FRANCESA
[Nacido en Bourgoin-Jallieu, Isère, Francia, el 29 de junio de 1921-Bonnefontaine , Suiza, el 6 de junio de 2000 a la edad de 78 años]
Autor de
novela negra, cuyas intrigas policíales suelen plegarse a los análisis
psicológicos de sus personajes, inmersos en una especie de sórdida negrura o en
un reflejo pesimista de la realidad social. Es el suyo un mundo casi en descomposición en el que el
elemento masculino vive entre un revoltijo de intrigas y criminalidad, y sus
mujeres juegan con ciertos comportamientos amorales, no menos complejos y turbios
que los de los hombres. Su estilo novelístico, situado entre novelistas, y
también dramaturgo, como Marcel Aymé (1902.1967) de cuya vasta producción resaltan
“Uranus” ("Urano"), 1948, y “Les Tiroirs de l'inconnu” ("Los cajones de los desconocido"), 1960, su última
novela. O de Louis-Ferdinand Auguste (1894-1961), más conocido por su pseudónimo
de Céline, autor de unas diez novelas y el más traducido y popular de literatura francesa del
siglo XX, merced
a su novela “Voyage au bout de la nuit" ("Viaje al fin de la noche"), 1932), de una innovación
literaria (que tras usar de los registros naturalistas de Émile Zola y
escandalizar a sus contemporáneos), incorporaba un lenguaje oral, grosero y muy
jergal, abordando temas extremadamente violentos, amargos, de ritmo salvaje y
acelerado, y que fueron muy renombrados por
su “rejet désespéré de la connerie universelle”, y "Mort à crédit" ("Muerte a crédito"), 1936, y "London Bridge : le groupe de Guignol II" "Puente de Londres: Guignol's band II", editada en 1964
Dard, no obstante, jamás dejó de reconocer que le atraía mucho más el
mensaje novelístico complejo y ambiguo de Georges Simenon (1903-1989, famoso
por su creación del Comisario Maigret, y novelas como"Le Testament
Donnadieu" (1936), "Le Voyageur de la Toussaint", (1941) y "Les Fantômes du Chapelier", "Les Inconnus dans la maison" y , así como "Les Fiançailles
de M. Hire", "La Marie du port" y "La Vérité sur bébé Donge", y
sus marcos de motivaciones, traumas inquietantes
e intrigas de personajes que, aunque dotados de cierta humanidad, porque nunca
acaban de ser ni culpables ni inocentes absolutos, acaban siendo únicamente
víctimas de culpas que se engendran y se destruyen en cadena, frente a un mundo
rico en formas y sensaciones, que, por lo general, los aboca al abismo, entre una nutrida
avalancha de conflictos donde la lógica acaba también por descomponerse.
La crítica literaria francesa no dudó en
consecuencia en reconocer que el aliento poderoso y la impetuosidad expresiva
de las novelas de Frédéric Dard
supieron retener las lecciones del
llamado nuevo realismo americano que había lanzado a partir de 1945 la moda
conocida por “Serie Negra”. De ahí que pudieran ser fácilmente adaptadas a la
gran pantalla cinematográfica. Entre 1951 y
1966 Dard publicó sus “Romans de la nuit” ("Novelas de la noche"), en los que prima siempre la
típica inquietud que promueve la intriga de unos personajes cuyos pensamientos
íntimos permanecerán en todo momento ignorados. Así “C'est toi le venin”
("Tú eres el veneno") puede compararse perfectamente con “Thérèse Desqueyroux” de François
Mauriac; “Le Monte-Charge” ("El montacargas") con “Un crime” ("Un crimen") de George Bernanos, y “Cette
morte dont tu parlais” ("Esa muerta de la que hablabas") con “L’Étranger” ("El Extranjero") de Marcel Camus. -1961- "Le suspense monte et l'intérêt pour l'intrigue aussi. Le dénouement est
vraiment surprenant, inattendu. Il y a une vraie montée en puissance à
la fin du film" - "El
suspense aumenta y también el interés en la trama. El resultado es
realmente sorprendente, inesperado. Hay un verdadero aumento de poder al
final de la película"
La noche de Navidad, Robert Herbin, declarado
culpable de un crimen pasional, sale de prisión. Al regresar a su antiguo piso,
enlutado por la desidia de los últimos años, ya que, durante su detención, su
madre había muerto en él (en efecto, sobre la polvorienta mesa del salón aún
permanece la esquela mortuoria de la señora Herbin), las recogidas emociones
del recuerdo le hacen abandonar el mismo y deambular por las calles nocturnas
del suburbio parisino de Asniéres donde viviera, entre el bullicio y conversaciones navideñas
de sus conciudadanos. Robert se nos muestra como un hombre cansado y triste,
que, extraviado en la noche, todavía huye de su mal entre la pesadumbre de su
soledad., pese a verse envuelto en la algarabía de los parisinos, enfrascados
en sus compras entre el barniz de pasajera felicidad que confiere la Navidad. Y
frente a aquella receptividad nerviosa de las calles y sus alegres transeúntes,
a través de la cruda luminaria resucitadora de la nocturnidad ancha y cegadora
que se enrosca sobre los alegres y charlatanes viandantes, como ráfagas de
cohetes que también esconden los fríos y desnudos cielos de París, el mundo,
sus coloquios de amistad y saludos familiares, sigue cerrado ante Robert como
la árida celda del presidio que acaba de dejar atrás. Su vuelta a la vívida
realidad de la ciudad le hace sentirse tímido, casi asustado. Las gentes pasan
por su lado una vez y otra con sus conversaciones banales, típicas de las
fiestas navideñas. Y él mismo, maquinalmente, entra en una tienda de regalos
regentada por una vieja vecina del barrio y su hija como movido por el extraño deseo de
participar en la órbita festiva que le rodea. Cuando la vendedora le
requiere, sin saber que escoger, compra un adorno de árbol de Navidad: una
infantil figura de gorrioncillo. La anciana cree reconocerlo y murmujea: “Es
el hijo de la señora Herbin”...
Robert, siempre solitario, cena en un pequeño
restaurante donde se reúnen y hablan compulsivamente un grupo formado por
hombres de avanzada edad, que visten con elegancia, bien afeitados y cuya
expresiva vocinglería de meditaciones políticas poseen cierto efecto cómico, en
especial cuando aparecen, muy alegres y acicaladas, algunas señoras, no menos
valetudinarias, ansiosas por unirse a la cháchara de los hombres. En la
mesa contigua a la de Robert, una bella joven con su hija de unos cuatro años,
cena también en silencio, y esboza una sonrisa al mismo tiempo que Robert,
observando la emocionada satisfacción en que se enfrasca el caballeroso grupo y
sus amigas. Algunas lágrimas caen ahora sobre el rostro de la pequeña, y
Robert, conmovido, habla a la niña, indicándole que no debe llorar en una noche
como aquélla, cuando con toda seguridad será visitada por Papá Noël. Al abandonar el restaurante, Robert, atisba en aquella mujer y su hija cierta
afinidad en cuanto a soledad se refiere, y como si se tratara de un arranque
súbito, sintiéndose tan digno de compasión como ellas en la noche navideña, las
sigue hasta una sala cinematográfica donde la joven parece refugiarse junto con
su hija de los aspectos más festivos con que París juega a retener la euforia
de sus habitantes. Una vez en el interior de la sala, Robert se sitúa tras la
bella mujer que le ha atraído hasta allí. Percibe una reacción de cierto agrado
en ella, y cuando acaricia cuidadosamente el cuello de la joven en la oscuridad
de la sala, es correspondido por el contacto estremecido de su mano femenina
que no duda en unirse con la de Robert. La triste tensión de apatía ha
desaparecido cuando abandonan el cine. La niña se ha dormido, y Robert, que la
ha tomado en brazos, decide acompañar a la joven hasta su domicilio. Ella se lo
agradece: “Es usted muy amable. Vivo al otro lado del puente”... Caminan
sonrientes entre las risas de algunos grupos de jóvenes algo bebidos. Una vez frente
a su casa, ella le invita a subir. Penetran en una amplio almacén en cuya
entrada se puede leer “TIPOGRAPHIE-HELIOGRAVURE- DRAVI FILS”... La joven
aclara: “Es la fábrica de mi marido” Se dirige hacia una parte del
citado almacén. “Hay que apagar las alarmas de las puertas” Luego toman
un montacargas: “Es más un montacargas que un ascensor” (sigue
explicándole a Robert) "Sirve al mismo tiempo de oficina y de apartamento”
Cuando salen del montacargas, la joven le indica que tenga cuidado porque hay un escalón y puede tropezar. Robert sigue con la pequeña en brazos.
Y cuando su acompañante abre la puerta del piso que se halla situado sobre la factoría, cierra
la puerta de un cómodo salón, amueblado con lujo, e indica a Robert,
refiriéndose a la niña: “No quiero que vea el árbol de Navidad... Este es un
barrio curioso. No me gusta volver sola. En especial la noche de Navidad...” Y ofrece a Robert: “Beba algo” Y luego pone en el tocadiscos una estridente música brasileña, alegando que es la música que más le gusta. La joven le dice que va a acostar a la pequeña que se ha quedado dormida en la butaca de la entrada. Él se queda observando el salón, mira una foto de la joven con un hombre al que
supone su marido, y se acerca sonriente al árbol navideño que adorna el salón.
Recuerda el gorrioncillo comprado unas horas antes, y lo engancha
cuidadosamente, a fin de que la pequeña pueda descubrirlo al día siguiente, en
una de las puntas más sobresalientes de las ramas del abeto. La joven, sin
percatarse de la acción de Robert, aparece poco después de llevar a su hija a
la cama, y viendo que no ha tomado nada, le ofrece de nuevo una bebida. Sigue sonando el disco de música brasileña: “No tema por la niña, la música no la
despierta... No me gusta el silencio... Me llamo Martha Dravet"... "Y yo Robert
Herbin"... (indicando la foto) "¿Es su marido?”...
Cuando la expresión de soledad se acentúa entre Robert y la joven desconocida, se crea entre ambos cierta intimidad tan instintiva como pasajera. Él intenta besarla, pero ella lo rechaza. Sus nombres, Martha y Robert, crean ya un súbito protagonismo, y ella le propone una nueva salida mientras la pequeña duerme. Siente un deseo irreprimible de volver a recorrer el navideño París nocturno en compañía de Robert. Cuando toman el montacargas ella trata de justificarse: “No quiero que me considere una conquista fácil. Me creerá si le digo que es la primera vez que engaño a mi marido. Soy muy desgraciada... Siempre tengo miedo cuando cruzo el almacén de noche...” (Martha se dirige hacia un pequeño bureau y acciona un botón que abre la puerta de la fábrica) "Estos montones de libros no le parecerán irreales. Mi marido es uno de los más importantes tipógrafos de París”... Una vez en la calle, Robert le pregunta: "¿Es usted italiana?"... "Sí, ¿por qué?..." "Por el acento”, sonríe él. “Y usted, Robert, ¿es de por aquí?"..." Sí,... pero he estado fuera siete años. Nada ha cambiado en el barrio Courbevote. Siempre es aburrido. Yo vivo en la parte opuesta del puente de Asniéres, rue Henry Barbusse. ¿La conoce?"... "No,... ¿tiene la noche libre?"... "Vivía con mi madre. Murió hace cuatro años. Nadie me espera. ¿Y su marido?"... "Tampoco está"... (responde Martha evasiva, pero vuelve a inquirir) "¿Por qué se fue usted?"... "¿Le interesa?" (Y Robert no duda en contestar) "Me fui con la mujer de mi jefe. Hubieron complicaciones, y decidí que lo mejor era marcharme"... "¿Hasta esta noche?"... "Sí"... "¿Y la mujer de su jefe?"... "Murió... también" (confirma Robert fríamente)... Martha se sincera con él: “Mi marido me engaña. Esta noche está con su amante. Es por ello por lo que no quiero estar sola en casa. Perdóneme...” Robert exclama: “Yo vivo allí"... (Martha propone) "¿Subimos?"... "No es como su casa" (confiesa él) "No hay ascensor y no tengo nada que ofrecerle"... "Me da igual, deseo ver donde vive”... Una vez en el interior del piso, Martha se siente intrigada por todas las fotografías que se hallan pegadas en las paredes: “Está lleno de fotos suyas: Robert a los 5..., a los 7,... a los 9... los primeros pantalones largos,... una novia..." "¡Ah no, una prima!" "¡Robert,... Robert!... Su madre debía quererle mucho..." (Robert confiesa apenado) "No lo sé. Cuando me fui no estaban todas estas fotos..." Penetran en el dormitorio de él, y la abraza apasionadamente. Ella se defiende y le rechaza. No desea aceptar la menor complicación sexual.
Cuando la expresión de soledad se acentúa entre Robert y la joven desconocida, se crea entre ambos cierta intimidad tan instintiva como pasajera. Él intenta besarla, pero ella lo rechaza. Sus nombres, Martha y Robert, crean ya un súbito protagonismo, y ella le propone una nueva salida mientras la pequeña duerme. Siente un deseo irreprimible de volver a recorrer el navideño París nocturno en compañía de Robert. Cuando toman el montacargas ella trata de justificarse: “No quiero que me considere una conquista fácil. Me creerá si le digo que es la primera vez que engaño a mi marido. Soy muy desgraciada... Siempre tengo miedo cuando cruzo el almacén de noche...” (Martha se dirige hacia un pequeño bureau y acciona un botón que abre la puerta de la fábrica) "Estos montones de libros no le parecerán irreales. Mi marido es uno de los más importantes tipógrafos de París”... Una vez en la calle, Robert le pregunta: "¿Es usted italiana?"... "Sí, ¿por qué?..." "Por el acento”, sonríe él. “Y usted, Robert, ¿es de por aquí?"..." Sí,... pero he estado fuera siete años. Nada ha cambiado en el barrio Courbevote. Siempre es aburrido. Yo vivo en la parte opuesta del puente de Asniéres, rue Henry Barbusse. ¿La conoce?"... "No,... ¿tiene la noche libre?"... "Vivía con mi madre. Murió hace cuatro años. Nadie me espera. ¿Y su marido?"... "Tampoco está"... (responde Martha evasiva, pero vuelve a inquirir) "¿Por qué se fue usted?"... "¿Le interesa?" (Y Robert no duda en contestar) "Me fui con la mujer de mi jefe. Hubieron complicaciones, y decidí que lo mejor era marcharme"... "¿Hasta esta noche?"... "Sí"... "¿Y la mujer de su jefe?"... "Murió... también" (confirma Robert fríamente)... Martha se sincera con él: “Mi marido me engaña. Esta noche está con su amante. Es por ello por lo que no quiero estar sola en casa. Perdóneme...” Robert exclama: “Yo vivo allí"... (Martha propone) "¿Subimos?"... "No es como su casa" (confiesa él) "No hay ascensor y no tengo nada que ofrecerle"... "Me da igual, deseo ver donde vive”... Una vez en el interior del piso, Martha se siente intrigada por todas las fotografías que se hallan pegadas en las paredes: “Está lleno de fotos suyas: Robert a los 5..., a los 7,... a los 9... los primeros pantalones largos,... una novia..." "¡Ah no, una prima!" "¡Robert,... Robert!... Su madre debía quererle mucho..." (Robert confiesa apenado) "No lo sé. Cuando me fui no estaban todas estas fotos..." Penetran en el dormitorio de él, y la abraza apasionadamente. Ella se defiende y le rechaza. No desea aceptar la menor complicación sexual.
Y tras un breve paseo y convencerle de nuevo,
mientras toman unas copas en un bar, de que su vida se encuentra sometida a una
tensión insoportable, vuelven a casa. Robert indeciso acepta que el encuentro
con Martha es tan sólo una pasajera aventura de la noche, y cuando se dispone a
dejarla, ella le ruega que vuelva a subir, pues no puede volver a hacerse
la idea de permanecer sola en su apartamento. En el montacargas que les llevará
de nuevo hasta el confortable piso ella acepta un nuevo abrazo apasionado de
él, pero cuando Martha abre la puerta observa asustada que en el perchero se
halla la gabardina y el sombrero de su esposo, quien, por las apariencias,
parece haber regresado. Observa aterrorizada a Robert, temerosa de que la
presencia de un extraño pueda desatar la ira de su marido. “¡Jerome!,...
¡Jerome!” (exclama) "¿Estás ahí?” Angustiada penetra en el
salón. Tras una pausa dramática y la mirada alterada de Robert, comprueban que
el esposo ausente se halla tendido en el sofa, con un revolver en la mano,
ensangrentado. Un suicidio a todas luces. Martha medita un instante y,
aterrorizada, decide llamar a la policía, a fin de que Robert le sirva de
testigo del hallazgo del cadáver. Robert se lo impide: "¿Qué haces?
¿Estás loca?” ... Ella permanece atónita: "¿Por qué?"... "¡No puedes
hacerlo!" (exclama fuera de sí Robert) "¡Tengo prohibido permanecer aquí!
Acabo de salir de prisión. Maté a la mujer de mi jefe. He estado siete años en
la cárcel, ... salí ayer y no puedo quedarme aquí. ¡Ellos no creerían nunca que
se trata de un suicidio! ¡Es tu marido, no lo entiendes!...” Se produce una
brusca sacudida de horror y despecho en Martha, que se siente como atrapada en
un callejón sin salida. Observa a Robert con voz entrecortada por su
repugnancia: ”¡Vete!... ¡Vete!...”, se desespera. Un detalle muy
significativo no le ha pasado por alto a Robert: el gorrioncillo de adorno ha
desaparecido del abeto navideño. Robert, vencido y no menos aterrorizado corre
escaleras abajo. Cuando llega al almacén, no puede salir. Penetra en el pequeño
bureau. Acciona el botón de apertura como viera hacer a Martha, y una
vez en la calle corre por las calles, ahora desiertas, y, finalmente, se
refugia en un bar próximo.
La tensión nerviosa de Robert se acrecienta. Hace una breve
recapitulación de su cobarde huida tras la terrible sorpresa frente a lo
sucedido en el apartamento de Martha, por quien todavía se siente
irresistiblemente atraído, y como estímulo adicional a sus actitud de escasa
comprensión para con ella por haberla dejado abandonada ante el cadáver de su
marido, decide efectuar una llamada telefónica a la joven a fin de aliviar la
tensión insoportable en que se halla por no haberla ayudado. El bullicio del
bar se va incrementando debido a algunas discusiones salidas de tono de los
clientes. Tras hacerse con el número de la TIPOGRAFÍA, Robert se ve obligado, ya que no hay cabina
individual, a hablar por teléfono en medio del griterío que tiene lugar en el
bar. Consigue comunicar: “Martha, soy Robert...” La voz conmocionada de
ella se acentúa al responderle: “¡Déjame en paz!...” Robert insiste: “Escúchame,...
olvidé decirte que no debes tocar nada"... (trata de disculparse de nuevo) "No
quería que creyeras que tenía miedo...” Oye el clic del teléfono. Martha ha
colgado sin desear escucharle. La pelea entre los clientes del bar va en
aumento. Robert, sin pretenderlo, se ve envuelto en ella, y trata con gran
esfuerzo de salir de allí. Finalmente, una vez en el exterior, se dirige otra
vez hacia el apartamento de Martha. Cuando se acerca a la puerta, cree oír pasos
en el interior del almacén, se oculta en una esquina y vigila la puerta de
entrada. Sofocado en aquella zona el júbilo de la víspera Navideña, las
oscurecidas calles parecen más internas y calladas. Robert siente que el
desencanto de Martha hacia él será difícil de perdonar. Todavía aturdido no da
crédito a sus ojos cuando resuena el portalón metálico de la TIPOGRAFÍA y ve
aparecer nuevamente a Martha con la niña de la mano, dejando tras ella las
horas oprimidas por el horror vivido en el apartamento, adonde, como puede
comprobar, no ha acudido la policía, y dispuesta a comenzar de nuevo su
callejeo por el París semidesierto a aquellas altas horas de la noche. Resuena
en el silencio la voz de la niña: “Estoy cansada, mamá... Quiero volver a la
cama”... Martha no responde a la protesta de su hija. Parece no sentir la
menor inquietud, y Robert sigue a ambas sin alcanzar a comprender a qué puede
deberse aquella actitud tan poco maternal de Martha, que no duda en volver a
someter a la niña a un nuevo paseo nocturno absolutamente irracional. Y cuando
penetran, tras deambular unos minutos, en un pequeño edificio de extraño
aspecto, Robert acelera el paso. Ansioso y tenso descubre que se trata de una
pequeña iglesia abarrotada de fieles, en la que se está celebrando una misa de medianoche. Martha ha tomado asiento muy próxima al altar, y
Robert, oculto entre la gente, parece preguntarse a sí mismo, sin perder de
vista la imagen absorta, distante y fría de la mujer, el porqué totalmente
ilógico de su nueva decisión, abandonando el apartamento donde su marido se ha
suicidado, el hecho de no haber acudido a la policía para denunciar lo
sucedido, y cuya respuesta no puede ser considerada como un resultado aceptable
a la acción de huida por él perpetrada. Suena el órgano navideño y un canto
coral. De repente, Martha sufre un desvanecimiento, y el hombre que se halla
sentado junto a ella trata de sujetarla. El desconocido, tras pedir a la
pequeña que se ha quedado rezagada, que le acompañe, es ayudado también por
algunos feligreses. Robert, asustado, también acude en su socorro “¿Hay algún
doctor?”, pregunta el desconocido, mientras Robert se sitúa junto a Martha y su
hija. Nadie contesta y se dirige a Robert: "¿Tiene usted coche?"... "No"... "Voy yo
a buscar el mío y la llevaré a un hospital. ¿De acuerdo?..." Cuando el
desconocido se va, Martha vuelve en sí y murmura: “No quiero ir al hospital”
Una feligresa trae el misal caído tras el desmayo y se lo entrega a Robert.
Martha susurra: “Quiero que te vayas... Vete”... Robert trata de hablarle:
“Escúchame Martha...” Ella insiste: “Te lo pido por favor. Vete...” El
desconocido vuelve y con la ayuda de Robert entran todos en su automóvil.
"¿Tiene documentación?", pregunta el dueño del coche. Robert duda: “No... creo
que no”... “Pues sería necesario saberlo”, dice el desconocido, luego se dirige
a la pequeña que se muestra muy callada: "Dime pajarito, ¿cómo te llamas?"...
"Nicole"... "Nicole y qué más"... "No lo sé"... "¿No lo sabes?”, ríe el conductor. “La
pobrecita sólo sabe su nombre. Los míos a esta edad se desenvuelven mejor”
Martha ya se ha recobrado plenamente, y disimula, ignorando a Robert. “Nos ha
hecho usted pasar un poco de miedo. No es buena idea desmayarse en plena misa.
¿Quiere usted que pasemos por urgencias?...". Martha rechaza la idea: “No, no, ya
me encuentro bien... Prefiero volver a mi casa?... "Bien, dígame donde vive...”
Llegan por fin a la TIPOGRAFÍA. El desconocido pregunta de nuevo, mientras
Robert, desconcertado por la actitud de Martha, guarda silencio: “¿Se encuentra
usted mejor? ¿Podrá caminar? Espere, la voy a ayudar... Bueno, se ha recuperado
rápidamente. ¿Se encuentra bien de verdad?"... "Oh, sí. Ha sido usted muy amable.
Gracias..." "Los hombres tenemos que ser ante todo serviciales”, sonríe
observando la extraña seriedad de Robert.
Martha le ofrece, haciendo caso omiso de Robert: “¿Quiere usted tomar un
trago?"... "Ah, si usted cree, por mí será un placer” Y pregunta a Robert:
“¿Viene usted?”... Entran en el gran almacén y el desconocido sigue hablando
ininterrumpidamente: “Dravet, una buena Tipografía"... "¿La conoce usted?”,
inquiere Martha... “Sí, es importante, tiene más de 50 obreros"... "No, 40"
(aclara ella) "Soy Madame Dravet"... "Ah, pues buen día Madame”...
Suben todos en
el montacargas y Martha vuelve a repetir la conversación que tuvo con Robert la
primera vez: “Es más un montacargas que un ascensor. Se utiliza lo mismo para
la fábrica que para el apartamento. Es práctico. Tenga usted cuidado con el
escalón..." "Espere, la voy a ayudar” El desconocido enciende una cerilla. Martha
abre la puerta y penetran en el apartamento. Robert, confuso y celoso, sin
comprender lo que está sucediendo, comprueba que el perchero de la entrada se
halla vacío. Martha dice a la niña: “Escúchame bien. Quédate en la butaca sin
quejarte. ¿Sabes lo que hay en la habitación de al lado? Está Papa Noël a punto
de traerte juguetes. Así que quédate aquí. Ya sabes que si te ve, se irá. ¿De
acuerdo?..." La besa. El desconocido exclama: “Es un encanto. Una niña muy
obediente” Entran los tres en el salón. Todo se halla como la primera vez.
Robert sigue turbado. “Pasen..." "Oiga, es un apartamento muy bonito..." "¿Desean
alguna cosa?", ofrece Martha. “¿Cognac, Chartreuse?" Lo que usted quiera..."
"Entonces cognac...” Martha les sirve los vasos a ambos, y el desconocido sigue
mostrándose muy dicharachero: “Me voy a presentar. Adolphe Ferry, vendedor de
coches en Levallois. ¿Conoce el barrio? Porte de Champenet. Trabajo con coches
americanos..." "¿Me permiten un momento?", dice Martha, “Voy a acostar a la
niña”... La extraña seriedad de Robert desconcierta a Adolphe, que sigue
hablando sin cesar: “Una mujer interesante. No comprendo por qué el marido no
está aquí. Seguramente es italiana. Hum, se habla mucho de las francesas, pero
las italianas no están nada mal. Yo, hace dos años, estuve de vacaciones en
Italia... ¿No es de su gusto? Pues yo, estoy por el Mercado Común. El Tratado
de Roma y todo lo demás. ¿Y usted?” Robert contesta: “Estaba en Argelia”...
"¡Ah ya!, y ha regresado... Oiga", baja la voz Adolphe, "¿No estará embarazada. Y
es que... caerse como una manzana en la iglesia”... Robert se pasea
apesadumbrado por el salón, desentendiéndose de la cháchara insoportable de
Adolphe, que no cesa: “Es algo muy delicado para preguntárselo, desde luego.
Cuestión de tacto. En nuestro trabajo hay que estar al tanto de todo. Yo trato
con jóvenes como ella todos los días. El coche americano es fácil de comprar, y
en caso de tener un percance, son otros los que pagan el pato”... Robert
asiente sin el menor deseo de entablar conversación: “Es un buen trabajo”...
“No crea", asegura Adolphe, "nno todo es azúcar. A veces el vendedor es quien sale
perdiendo. La gente es terrible. Quieren la luna por un paseo...” Adolphe sigue
con sus comentarios, y Robert, evasivo, se detiene un instante ante el abeto
navideño: el gorrioncillo de adorno vuelve a estar en la rama donde él lo puso.
Adolphe se sincera cada vez más: “Mis hijos están en los autos choques. Estoy
divorciado, sabe. Es un incordio...” Martha aparece de nuevo en el salón e
indica, refiriéndose a la niña: “Se ha dormido. Estaba muy cansada..." " Ya me di
cuenta", corrobora Adolphe, "La pobrecita no se tenía en pie”... De pronto,
Martha exclama: “¡Mi bolso!...! "¿Qué?? "Lo he olvidado en la iglesia...? "¿Y
tenía dinero?... "Lo tenía todo en él..." Adolphe se preocupa de verdad: “Pues es
un problema. Será necesario que volvamos..." "No quisiera molestarle..." "No se
preocupe, tengo todas las facilidades. Nadie me espera (El rostro de Martha
muestra una extraña satisfacción al oír aquellas palabras de Adolphe Ferry)
“¡Qué amable!..." Ferry explica: “La misa de medianoche es larga. Cuando acaba
la gente se entretiene mucho. ¿Vive usted por aquí?", pregunta a Robert. “Si, al
otro lado del puente..." "Ah, me viene de camino”, dice satisfecho Adolphe. “Así
que, vamos. Bueno no quisiera imponerle que viniera..." Robert asiente, y los
tres vuelven al automóvil de Adolphe. Una vez en la dirección de Robert, éste
se apea. Martha no le mira y se muestra silenciosa. Adolphe se despide: “Bien.
Hasta la vista, señor Herbin. Ah, ya lo sabe. Si desea un automóvil tiene los
americanos. Yo se lo arreglaré sin problema alguno. Tenga mi tarjeta”...
Robert, una vez el coche desaparece con Adolphe y Martha, se dirige al
portal de su domicilio. Pero duda. Finalmente, decide volver a la TIPOGRAFÍA DRAVET. No cesa de
pensar en Martha y en su anormal comportamiento. Es como una conmoción
excesiva
en su corazón, que contribuye a acelerar el misterio que envuelve los
paseos
nocturnos de aquella mujer con su hija. La tensión a que lo somete aquel
arcano, aunque trate de rehuír cualquier complicación, lo ha
convertido, pese
a todo, en presa de una nerviosa excitación. Es indudable que el
dramático
protagonismo de Martha en aquella noche de Navidad carece del menor sentido de proporción racional. ¿Qué se
oculta tras sus actos? ¿Un comportamiento diabólico, una huida de la realidad? Pero, ¿y el
cadáver de su marido? ¿Existe?...