Las horas privadas de los reyes son como un rancio tapiz olvidado. Una pintura que el humo de los años acabará por nublar. Sus rostros quedarán tan oscuros como los cuadros murales, junto al ardor y pompa de sus títulos. Cayeron príncipes y monarcas. Fueron espiados sus sentimientos y entusiasmos. Y muchos de ellos desfallecieron de miedo frente a los augurios de la corte. Y sintiéndose excluidos de toda porción de esa misma belleza que los rodeaba, de toda fórmula de intimidad, acabaron por no sentirse partícipes de aquella luz privilegiada de su impuesta realeza que atravesara la tierra para caer en sus frentes enhiestas como una bendición. Y entre ese prorrumpir inestable de los mantos de diplomacia, y el recamado de los uniformes que los vanagloriaran; entre ese destellar de anteojos cortesanos, la sagacidad de esa pequeña célula social formada por agregados de Embajadas que tantas veces observaran con aborrecimiento el menaje barroco de los palacios, las piezas profundas y laberínticas que ocultaran ambientes de misterio y ambigüedad, la agitación tumultuaria de las veneraciones y de los preceptos, y la exaltación jerárquica ungida por la firma real, o las fórmulas resignadas de las devociones, insignias y charreteras tantas veces desganadas de sus empresas políticas, muchos reyes se asomaron así al pasado, abriendo todas las arcas de una grandeza aletargada en los rincones palaciegos. Y que, probablemente, guardaran con celo póstumo antiguos sufrimientos de desnudas sensibilidades maltratadas, como una oscuridad de cenizas, de reveladores silencios dormidos entre gigantescos cortinajes. Y se mirarían en los mismos espejos de sus abuelos. Y frente a esas lunas antiguas se irían destocando de sus coronas, como de una disciplina perpetua, rehuyendo el vasallaje de sus súbditos y séquitos, para penetrar los secretos, las alucinaciones de las desiertas y talladas soledades en que se ahogaran. Recónditos idiomas palatinos que ahora se quedaban sin entender. Y en esa hora confusa, todas sus inquietudes acabarían por depositarse en la locura, el destierro, y, finalmente, en el suicidio.
Expresionismo
arquitectónico y monumental, épico, solemne y lírico. De nuevo el
Séptimo Arte estructura sabios compromisos y estremecedoras síntesis
entre el más crudo realismo documental y la más barroca prosopopeya. La
ejemplar pincelada individual de "Ludwig", enmarcada en un gigantesco
fresco histórico, es capaz de prescindir, hasta donde puede, de
simbolismos intelectuales, y a fin de humanizar las frías e impersonales
imágenes monárquicas a que nos tiene acostumbrados la historia,
potencia el angustioso dramatismo vivido por la evolución personal de
Luis II de Baviera, que siempre aborreciera todo compromiso público, y
cuanta moral convencional y pacata le impusiera el protocolo de aquella
Europa decimonónica. Su arrolladora pasión estética, sus obsesiones
personales, maternalmente amorosas, por su prima Elisabeth, emperatriz
de Austria, que promovieran sus incesantes negativas a contraer
matrimonio, su ambigüedad sexual y extravagancias liberadoras, sus odios
virulentos hacia la sociedad y las multitudes que la componían,
convergen, pues, merced a una exquisita continuidad y coherencia
espacio-temporal, en ese mundo ornamentalmente expresivo, de un
barroquismo escénico que ofrenda un nuevo paso de gigante en la
estructura narrativa, sin menoscabo en sus cuidadas unidades de acción
dramática, en la obra de uno de los más gigantescos creadores
cinematográficos europeos: Luchino Visconti.
LLEGA "LUDWIG"
Visconti empezó a trabajar en "Ludwig". Aunque habían algunas cosas suyas incluso en esta historia, "Ludwig" no formaba parte de su autobiografía. La idea de hacerla le vino mientras recorría Baviera buscando ubicaciones para ·La caduta degli Dei" ("La caída de los dioses"). Sin embargo había una razón importante para que Visconti filmara "Ludwig" cuanto antes: era una forma de consagrar a Helmut Berger como gran intérprete, de lanzar al estrellato a su difícil "hijo" (actor fetiche) dándole un importante papel.
Ludwig había oído
por primera vez "Lohengrin" de Richard Wagner cuando tenía quince años; en
cuatro años se supo todos los libretos de Wagner de memoria. Decidió que
su primera tarea era la de rescatar a Wagner, [que mantenía una aventura amorosa con Cosima von Bülow, la esposa del oportunista director de orquesta de Wagner, Hans von Bülow], de sus acreedores y poner
en escena sus obras. "Wagner trata muy mal a Ludwig (Dice Visconti), pero no puedo mostrarle como un ser totalmente mezquino"
Visconti y Ludwig
tenían poco en común, pero era ya suficiente como para que Visconti
pudiera identificarse y estuviera interesado: era la interpretación de
Ludwig como hombre que no vive su tiempo, que está en otra época, de su
amor por Wagner, y, de una forma más modesta, de la preocupación que
sentía por construir.
El astuto y maduro compositor supo ver la fuerza de la pasión del joven Rey. "Si yo soy Wotan", escribió Wagner en una carta, "él es mi Siegfried" Pero aunque a Ludwig se le acentuaron los signos de homosexualidad, su relación con Wagner siguió siendo la de adoración al héroe. Wagner, mientras tanto, agotaba el dinero del Rey, se metía en política, y se convirtió en una persona muy poco popular. Debemos recordar que cuando Wagner se fue con Ludwig, los ministros bávaros sospechaban de él: tenía un pasado revolucionario y odiaba a los alemanes porque no aceptaban su música. Y luego encuentra a un hombre que le dice: "¿Quieres tener un teatro? Toma todo el dinero que necesites" (Explica Visconti) "En realidad, haber entendido que Wagner era Wagner ya es algo. ¿Estaba loco Ludwig? No. Anterior a su tiempo, de acuerdo, pero muy inteligente. Bismarck, que no era ningún loco, respetaba el cerebro de Ludwig. No hay duda de que su primer gesto político, el de llamar a Wagner a su corte, fue un gesto culto"
Por razones políticas, Wagner tuvo que dejar Munich:
ya que no podía soñar con la música de Wagner, Ludwig empezó a
construir castillos."Ludwig tuvo la mentalidad de un arquitecto", (Dice Visconti), "y
de un constructor. Herrenchiemsee y Linderhorf son hermosos, aunque
sean un sueño del siglo dieciocho en el diecinueve. Neuschwanswing es
totalmente wagneriano y horrible. Como arquitecto, Ludwig tenía ideas
muy adelantadas. Como era hombre que gozaba del espectáculo, construyó
en su vida una pompa de la que sólo él podía gozar"
"En "Ludwig", (Dijo Visconti) me sentí fascinado por la personalidad de un hombre que, aunque cree en la monarquía absoluta, se siente infeliz y víctima. Lo que me fascina es su faceta débil, la imposibilidad de vivir una realidad diaria. Ludwig es un hombre que inspira pena, incluso cuando piensa que ha vencido. Él es el perdedor en las relaciones que mantiene con Wagner, con Elisabeth... Y cuando me dijeron que estaba escribiendo mi propia autobiografía también en "Ludwig", contesté: No, en absoluto. Me fascina el hombre como caso clínico; la historia de una persona que vive los límites extremos de lo excepcional, fuera de las normas. Y también lo hacen los demás: Wagner, Elisabeth. Me interesa esta historia de monstruos, de gente que vive fuera de la realidad de la vida cotidiana. Pero no tengo afinidad alguna con esos personajes. No creo ser una persona débil, ni un perdedor en la vida. De todas las traiciones y engaños que he sufrido, he salido de una sola pieza, mientras que Ludwig no pudo hacerlo. El sentimiento que me gustaría producir con este film es de lástima"
"Cuando
Luis II subió al trono, sólo tenía diecinueve años, era extremadamente
guapo, alto, y tenía una apariencia romántica. También era presumido:
Ludwig se negaba a aparecer en público si su peluquero no le rizaba
antes su lacio y negro cabello. Sentía un honesto amor por su prima
Elisabeth, seis años mayor que él. Ella era también una mujer
deslumbrante y exquisita, que sufrió una terrible muerte acuchillada como
un cerdo cuando paseaba por el lago Leman de Ginebra, con una de sus damas de compañía, la condesa húngara Irma Sztaray, y fue atacada por el anarquista italiano, Luigi Luchini, quien fingió tropezarse con ellas y aprovechó el desconcierto para deslizar un fino estilete en el corazón de la emperatriz. Elisabeth fue en verdad una mujer cuya fascinación física es aún una leyenda"
Futilidad
de la seducción. Es como si Visconti nos suministrara la llave de un
secreto negro y espeso, que tiene el privilegio de moverse entre
columnas y arcos marmóreos, vestíbulos de una panorámica radiante y
barroca, áulicas puertas de forjados espectaculares o maderas preciosas,
escaleras neoclásicas y suntuosas, e inmensos retratos de la nobleza. Y
que tras acceder a ese misterioso laboratorio de las monarquías donde, a
pesar de su ostentación manifiesta, se predica severidad, continencia,
religión y fidelidad, describiera físicamente esa impresión de poderío
combinada con la belleza arrogante y de buena cuna de los gigantescos
iconos palaciegos que allí habitaran, como ejemplos preclaros para las
llamadas clases inferiores, pero cuyas estrellas sociales, pese a sus
rasgos aterciopelados, a la seducción del fausto privado que los
acogiera como seres afortunados, jamás pudieron librarse de la
curiosidad popular, de las murmuraciones y juicios maliciosos, de esa
disciplina o protocolo casi militar que planeara sobre su tiempo.
Y ocultos en esos carruajes admirados, por los cuales asomaran uniformes dorados y grandes sombreros adornados, autoritarias e inabarcables presencias de la realeza camino de grandes bailes y fiestas esplendorosas, también sus perfumadas apariciones transportaron por sus calles y parques ciudadanos la turbiedad de sus atmósferas que no fueron siempre una lección de armonía, bien que se hallasen coloreadas por olímpicas visiones nostálgicas y estéticas. Los proscenios palaciegos no pudieron dejar de ocultar nunca, como medicinas vergonzosas o excitantes drogas desarrolladas de forma natural para unos corazones aventajados, aunque, las más de las veces enfermizos, y eternamente enardecidos por la rígida disciplina de su casta, una casta educada para obedecer las reglas de su superioridad y de la política patriotera, los misteriosos recuerdos que les torturaron y aguardaron su turno para vestirse con el luto del escándalo, de las irregularidades privadas cuyos secretos nunca debieron ser violados; de la inteligencia distinguida que, no obstante, también, como en las clases medias, tuviera acceso a los recónditos laboratorios del libertinaje; hasta que fuesen, finalmente, la muerte repentina, el asesinato o el suicidio los que no perdonasen, y descorrieran el cortinaje de esa gran ópera donde se entonara, en consecuencia, el más terrible de los fracasos humanos de aquellos que, una vez, se consideraron también semidioses. Oropel ruidoso, en repetidas ocasiones, depravado, inepto e improductivo, y por la factoría monárquica suministrado, en cuyo teatro privado la fiesta no contaría únicamente con el privilegio de la inmarcesible felicidad que se le supone a la nobleza, sino también con la más nefasta y trágica de las tristezas. Intrigas familiares y experiencias románticas que disfrazaron con sus mentiras y medias verdades los juegos fanáticos de sus protocolos, las adivinanzas enfermizas que se atesoraron como instantes proustianos, falseando la historia. Y sus matrimonios arreglados que convirtieran sus orgullosas tradiciones en escenarios fantasmagóricos donde quedaron ocultos otros amores imposibles, y que mantuvieron impresos en el recuerdo de las masas, como cromos coloreados de un perenne símbolo honorífico, fabuloso y espectacular, esa fastuosidad que, como la de Luis II de Baviera y Elizabeth, emperatriz de Austria, aparecieran una vez ataviados y embellecidos con velos, flores, coronas, lamés dorados y pieles de armiño para acabar expirando bajo un manto ensangrentado o un negro cabello enfangado, tras el suicidio, en su particular laguna Estigia.