"Amo el mar, y no estaría en ningún otro lugar. Es mi hogar, mi religión. Quizás, mejor dicho, es lo que tenemos en vez de la religión o de Dios. Crea vida y acaba con ella. Tiene belleza y mucho misterio. Y es eterno..."
Confesión
que transpira amor hacia un cielo y un paisaje; símbolo de la alegría
de la liberación en el que el hombre y la Naturaleza aparecen unidos,
una vez más, a través de la implicación poética que puede conllevar la
soledad. Esa efusión legendaria del sujeto dramático casi aniquilado
moralmente, e incapaz de enfrentarse a una existencia pasada, cuyos
espejismos de posibles prosperidades sin límites no fueron más que una
exposición de la tragedia interior desmitificadora en que acaba
radicalizándose una buena parte de la humanidad.
LA OBRA PÓSTUMA DE UN SUICIDA
La novela en que se basa el film, no es cosa, pues, que deba sorprendernos. Cuando se habla de Ernest Hemingway no
es posible disociarlo de la aplastante inflexibilidad del destino.
Raramente los personajes de sus relatos se retraen a la excepcionalidad
social de las intrigas melodramáticas entre ambientes populares, como
puedan ser las cazas de gran envergadura en África, o en las calles de París y sus bohemios barrios latinos, la Primera Guerra Mundial o la Guerra
Civil Española, siguiendo con sus fiestas multitudinarias, sus tardes de toros y sanfermines, para
acabar como antihéroes de perfil trágico que, tras quemar inútilmente
sus vidas en busca de una siempre imposible felicidad, se precipitan de
forma también invariable a través de la aventura, por entre algún turbio
pintoresquismo, visión lírica o concepción "roussoniana" del paisaje
lejano y exótico que les acoge al límite de su existencia. Y ya
enfrentados al fracaso final que jamás habrá de construir una nueva
vida; muy coherente con los tintes sombríos o lo que se pudo muy bien
llamar el axiomático determinismo pesimista que acabó por convertirse en
la involuntaria profecía del propio drama interior del escritor. Y cuyo
ropaje literario, en su última etapa, recubierto por una negra prosa,
bien que de extremado lirismo, que contemplara problemas insolubles, le
llevaría a proscribirse de la sociedad y arrastrar su polémico espíritu
de artista nómada, periodista aventurero, y noble personalidad,
insobornable y depresiva (habiéndosele detectado ya los primeros
síntomas de alzheimer), desde el probable convencimiento de su ya
inmediata improductividad creadora, a volarse la cabeza (voluntaria o
accidentalmente, dada la ausencia de una explicitación del mismo por
medio de la consabida nota de suicidio) con su propia escopeta de caza,
el 2 de julio de 1961 en Ketchum, Idaho. Había nacido en Oak Park,
Illinois, el 21 de julio de 1899. Y en 1953 obtuvo el Premio Nobel de
Literatura por el conjunto de su obra (casi todas ellas llevadas a la Pantalla Grande).




Novela
póstuma. Último examen crítico de los grandes problemas que ensombrecen
los rostros del mundo. Y súbito despertar a la amarga realidad de una
soledad que siempre acaba por convertirse en un hábito inconsciente,
como escalones que conducen al vacío y por los que tantos hombres se
aventuran cerrando sus ojos, sin prestar oído a los murmullos dolorosos
que tejen y propagan esos duendecillos blancos de la ciega satisfacción,
pero que siempre tratan de estimular el pensamiento de cualquier
criatura humana sobre este planeta, despertando incluso a ciertos
caracteres endiablados, no por ello menos deprimidos y propensos al
suicidio, que se creyeron definitivamente dormidos, y que en algún
oculto rincón de su corazón aún guardaban la valía y la cualidad de todo
amor. Los duendecillos siempre acaban por echarnos la zancadilla, viven
al débil resplandor de los recuerdos, y terminan potenciando la
angustia opresiva que bucea en las causas y razones que, tras haber
podido convertir, tiempo ha, la existencia humana en un valor estable
(aunque poco perdurable; así sucede siempre) al amparo de los
sentimientos, hicieron posible esa llamada pérdida de valores. Conocerá
así el hombre una nueva soledad inesperada, extraña, aunque acumulada
durante años en su corazón, y este conocimiento, antes desechado, le
hará sufrir.

































Bimini, en las Bahamas, 1940. Thomas Hudson (George C. Scott),
frente al himno panteista que le ofrece la Naturaleza salvaje de la
isla, jamás revuelve en sus viejos recuerdos. Frente al aire amenazador
que conlleva el estallido de la II Guerra Mundial, Bahamas se encuadra
en su aspecto sumergido, extraviado del mundo. 




Entre aquella calma soñolienta que arropa el olvido, Thomas vive sus noches de francachela, bebe y acomete ciertas locuras a causa de la bebida.











Durante
el día diseña esculturas que adquieren y pagan algunas galerías
neoyorkinas, y se retrae de su ruina y confusión, como un presidiario en
el paraíso, surcando los resplandores verdosos y azulados del mar,
refugio hasta entonces de turistas, en busca de ese mundo extraño y
estimulante que proporciona la pesca mayor: el salto majestuoso del marlin, azul gigante capaz de aventurarse más allá de las grandes
barreras coralinas, y cuyas trompas atrapadas se disparan desde las
excitantes profundidades hacia el cielo, mientras su inmensa cola golpea
las crestas de las olas. Varias veces en semana el hidroavión que los
une al continente trae el aroma denso y cálido de ese mundo como
encerrado en la cárcel sombría de las ciudades, a varias millas de allí.
Un gruñido revoltoso y solitario que invade el paraíso. 



Y aunque los
hechos del pasado puedan ahora parecerle a Hudson
indudablemente tristes y casi ridículos, las historias de sus dos
matrimonios fallidos hallaron una vez refugio en su corazón amante, y
cuya riqueza acrecentaron los hijos, que ahora vuelven de vacaciones a
la isla tras cuatro años de ausencia. 














No hay una paz comparable a la
quietud de las primeras noches veraniegas del año. Los hijos han
esperado con impaciencia. La soledad de Thomas se llena ahora de sus voces en el aire estival de Bimini.








































Aquel verano fue alegre... Pero tras el descanso nocturno, la guerra ofrendó el resplandor funesto de sus ataques marinos. 




Por la mañana, bajo la gran claridad estival, los
duendes del mar habían arrastrado hasta la playa restos de destructores
torpedeados por los alemanes. El cadáver de un joven parecía batirse
todavía con las olas en un débil y desesperado ir y venir, atrapado como
un muñeco en una especie de siniestro bailecillo acuático. La brisa
ardiente trajo el olor pútrido de las iniquidades bélicas hasta el
porche. 




Thomas Hudson tuvo un presentimiento de lo que podía llegar a ocurrir.




































UN MARLIN PARA DAVE


















































































Cuando el sedal, finalmente, se rompe, pese a los esfuerzos denodados del pequeño Dave por mantener la pesca y el marlin escapa, Tom toma en sus brazos a su hijo y lo conduce al camarote para que descanse.
"Si que era tan grande como dijo Eddy, ¿verdad?" "Estoy seguro"






"Nunca he visto un pez más grande. Jamás" "Sé que parece una locura, pero en los peores momentos, cuando más cansado estaba he empezado a quererle más que a nada en el mundo" "Lo sé" "Siento que le hayamos perdido. Me alegro de que haya escapado" "Eres un buen chico, Davy. Estoy orgulloso de ti. Dios sabe cuánto te quiero" 