Vistas de página en total

jueves, 6 de marzo de 2025

Islands in the Stream (La isla del adiós) -1-

 

 
"Amo el mar, y no estaría en ningún otro lugar. Es mi hogar, mi religión. Quizás, mejor dicho, es lo que tenemos en vez de la religión o de Dios. Crea vida y acaba con ella. Tiene belleza y mucho misterio. Y es eterno..."
Confesión que transpira amor hacia un cielo y un paisaje; símbolo de la alegría de la liberación en el que el hombre y la Naturaleza aparecen unidos, una vez más, a través de la implicación poética que puede conllevar la soledad. Esa efusión legendaria del sujeto dramático casi aniquilado moralmente, e incapaz de enfrentarse a una existencia pasada, cuyos espejismos de posibles prosperidades sin límites no fueron más que una exposición de la tragedia interior desmitificadora en que acaba radicalizándose una buena parte de la humanidad.

                

                    LA OBRA PÓSTUMA DE UN SUICIDA


La novela en que se basa el film, no es cosa, pues, que deba sorprendernos. Cuando se habla de Ernest Hemingway no es posible disociarlo de la aplastante inflexibilidad del destino. Raramente los personajes de sus relatos se retraen a la excepcionalidad social de las intrigas melodramáticas entre ambientes populares, como puedan ser las cazas de gran envergadura en África, o en las calles de París y sus bohemios barrios latinos, la Primera Guerra Mundial o la Guerra Civil Española, siguiendo con sus fiestas multitudinarias, sus tardes de toros y sanfermines, para acabar como antihéroes de perfil trágico que, tras quemar inútilmente sus vidas en busca de una siempre imposible felicidad, se precipitan de forma también invariable a través de la aventura, por entre algún turbio pintoresquismo, visión lírica o concepción "roussoniana" del paisaje lejano y exótico que les acoge al límite de su existencia. Y ya enfrentados al fracaso final que jamás habrá de construir una nueva vida; muy coherente con los tintes sombríos o lo que se pudo muy bien llamar el axiomático determinismo pesimista que acabó por convertirse en la involuntaria profecía del propio drama interior del escritor. Y cuyo ropaje literario, en su última etapa, recubierto por una negra prosa, bien que de extremado lirismo, que contemplara problemas insolubles, le llevaría a proscribirse de la sociedad y arrastrar su polémico espíritu de artista nómada, periodista aventurero, y noble personalidad, insobornable y depresiva (habiéndosele detectado ya los primeros síntomas de alzheimer), desde el probable convencimiento de su ya inmediata improductividad creadora, a volarse la cabeza (voluntaria o accidentalmente, dada la ausencia de una explicitación del mismo por medio de la consabida nota de suicidio) con su propia escopeta de caza, el 2 de julio de 1961 en Ketchum, Idaho. Había nacido en Oak Park, Illinois, el 21 de julio de 1899. Y en 1953 obtuvo el Premio Nobel de Literatura por el conjunto de su obra (casi todas ellas llevadas a la Pantalla Grande).

                                                                              
 

Novela póstuma. Último examen crítico de los grandes problemas que ensombrecen los rostros del mundo. Y súbito despertar a la amarga realidad de una soledad que siempre acaba por convertirse en un hábito inconsciente, como escalones que conducen al vacío y por los que tantos hombres se aventuran cerrando sus ojos, sin prestar oído a los murmullos dolorosos que tejen y propagan esos duendecillos blancos de la ciega satisfacción, pero que siempre tratan de estimular el pensamiento de cualquier criatura humana sobre este planeta, despertando incluso a ciertos caracteres endiablados, no por ello menos deprimidos y propensos al suicidio, que se creyeron definitivamente dormidos, y que en algún oculto rincón de su corazón aún guardaban la valía y la cualidad de todo amor. Los duendecillos siempre acaban por echarnos la zancadilla, viven al débil resplandor de los recuerdos, y terminan potenciando la angustia opresiva que bucea en las causas y razones que, tras haber podido convertir, tiempo ha, la existencia humana en un valor estable (aunque poco perdurable; así sucede siempre) al amparo de los sentimientos, hicieron posible esa llamada pérdida de valores. Conocerá así el hombre una nueva soledad inesperada, extraña, aunque acumulada durante años en su corazón, y este conocimiento, antes desechado, le hará sufrir.

Bimini, en las Bahamas, 1940. Thomas Hudson (George C. Scott), frente al himno panteista que le ofrece la Naturaleza salvaje de la isla, jamás revuelve en sus viejos recuerdos. Frente al aire amenazador que conlleva el estallido de la II Guerra Mundial, Bahamas se encuadra en su aspecto sumergido, extraviado del mundo.
Entre aquella calma soñolienta que arropa el olvido, Thomas vive sus noches de francachela, bebe y acomete ciertas locuras a causa de la bebida.
Durante el día diseña esculturas que adquieren y pagan algunas galerías neoyorkinas, y se retrae de su ruina y confusión, como un presidiario en el paraíso, surcando los resplandores verdosos y azulados del mar, refugio hasta entonces de turistas, en busca de ese mundo extraño y estimulante que proporciona la pesca mayor: el salto majestuoso del marlin, azul gigante capaz de aventurarse más allá de las grandes barreras coralinas, y cuyas trompas atrapadas se disparan desde las excitantes profundidades hacia el cielo, mientras su inmensa cola golpea las crestas de las olas. Varias veces en semana el hidroavión que los une al continente trae el aroma denso y cálido de ese mundo como encerrado en la cárcel sombría de las ciudades, a varias millas de allí. Un gruñido revoltoso y solitario que invade el paraíso.
Y aunque los hechos del pasado puedan ahora parecerle a Hudson indudablemente tristes y casi ridículos, las historias de sus dos matrimonios fallidos hallaron una vez refugio en su corazón amante, y cuya riqueza acrecentaron los hijos, que ahora vuelven de vacaciones a la isla tras cuatro años de ausencia.
No hay una paz comparable a la quietud de las primeras noches veraniegas del año. Los hijos han esperado con impaciencia. La soledad de Thomas se llena ahora de sus voces en el aire estival de Bimini.
 



Aquel verano fue alegre... Pero tras el descanso nocturno, la guerra ofrendó el resplandor funesto de sus ataques marinos.

 



Por la mañana, bajo la gran claridad estival, los duendes del mar habían arrastrado hasta la playa restos de destructores torpedeados por los alemanes. El cadáver de un joven parecía batirse todavía con las olas en un débil y desesperado ir y venir, atrapado como un muñeco en una especie de siniestro bailecillo acuático. La brisa ardiente trajo el olor pútrido de las iniquidades bélicas hasta el porche.
Thomas Hudson tuvo un presentimiento de lo que podía llegar a ocurrir.

                               UN MARLIN PARA DAVE


Cuando el sedal, finalmente, se rompe, pese a los esfuerzos denodados del pequeño Dave por mantener la pesca y el marlin escapa, Tom toma en sus brazos a su hijo y lo conduce al camarote para que descanse.
"Si que era tan grande como dijo Eddy, ¿verdad?" "Estoy seguro"
"Nunca he visto un pez más grande. Jamás" "Sé que parece una locura, pero en los peores momentos, cuando más cansado estaba he empezado a quererle más que a nada en el mundo" "Lo sé" "Siento que le hayamos perdido. Me alegro de que haya escapado" "Eres un buen chico, Davy. Estoy orgulloso de ti. Dios sabe cuánto te quiero"