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martes, 23 de febrero de 2021

Gone With The Wind (Lo que el viento se llevó) -I Parte-


 
Vivien Leigh pervive en el ensueño rutilante de nuestra apoteosis idolátrica. Su imagen esplendorosa centellea en la ofrenda incontrolada de nuestros principios míticos para infectar con su desasosiego insomne la cinéfila noche de la infancia. Su rostro magnífico se refleja en la transparencia inasequible y mágica que alberga el escaparate fantástico de los sentidos y el inminente preludio de nuestras emociones. La proclama legendaria, luminosa y soberbia de su identidad fascinante, urdida a través del encuadre diabólico del celuloide y la superchería cautivadora de la pantalla, estimula y contamina el "Medioevo" impresionable de la infancia con su "Fiebre Escarlata"


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 



Fue así, al igual que un ensalmo de perenne nostalgia, merced al desafío casi apocalíptico y lejano de aquella impetuosa esclavista sureña, sensual, malévola, zarandeada por los maldicientes, y siempre inolvidable, como la irresistible heroína de Margaret Mitchell, que jamás recatara su insolencia ante los hombres, logró transfigurarse en un ser sobrenatural, glorificando el deleite envilecedor y egocéntrico de nuestras fijaciones iniciales, el onanismo incompartido de nuestras primeras cadencias apasionadas, la esencia melancólica de nuestra honda avidez inconfensable.
 

Si en algo coinciden las medidas "euclidianas" de los desafíos críticos y los sugestivos talentos capaces de incorporar ese todo genérico de imágenes precisas sujetas a la más fundamental comercialidad, a ese otro todo más armonioso estéticamente y esclarecedor del gran espectáculo, es en que "Gone With The Wind" ("Lo que el viento se llevó"), 1939, es la más preciada joya engendrada por los convulsos regodeos conyugales de aquel Mister Cine, de buena crianza, que anduvo por Hollywood con la boca llena, a fin de contener la bulla alimenticia de cuantos directores le hincaran el diente. Esta indiscutible gema nació, vivió y culminó, por tanto, resistiendo como monumento indeleble al paso del tiempo, merced a ese tumulto de talentos, que, sin llegar a ponerse de acuerdo jamás (¡y ahí las paralelas "euclidianas" tropezaron con el pliegue rocoso, inamovible, del gran David O. Selznick!), sí fueron capaces de abrirle las puertas hacia el mítico Olimpo de la perfección.
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 
 
 

 

 


 






 
 






                          Nadie puede imaginar  a Escarlata O'Hara sin la malicia encantadora de Vivien Leigh.




 
Y cuando las tormentas perdidas de aquel mar en que nuestra niñez navegara tortuosa, desorientada y siempre vehemente, se desvanecieron en esa cíclica andadura frente al litoral significativo de la voluntad, en el cual se desarrolla la vida; que arranca reliquias de nuestras manos codiciosas, y parece negarse a restituir aficiones que pudieran significar un peligro ante el combustible vivencial de nuestro crecimiento, Vivien Leigh, su presencia y cinematográfico embrujo seguiría despertando, en tantos otros corazones, el terco influjo primario de una deslumbrante, turbulenta y ya intemporal sumisión.
 
 
 
 
 
 
 
 

 

[Nacida Vivian Mary Hartley, en Darjeeling, India, el  5 de noviembre de 1913- Fallecida en Londres, el 8 de julio de 1967 de tuberculosis a la edad de 53 años]
 

Fue ebúrnea deidad, indómita y absorbente, encorsetada entre delicados miriñaques y engalanada con el tocado magnífico de pamelas envidiadas, ornando el verdor felino de sus ojos, el mohín consentido de su boca perfecta, la desbordante e incontrastable belleza de su faz. La Escarlata soñada por Margaret Mitchell, por Myron y David O.Selznick, por el sondeado público norteamericano, por el mundo todo. Vivien Leigh se coronaba con el triunfo ansiado por más de mil "vamps" o heroínas hollywoodenses, muchas de ellas de la talla de Bette Davis, Katharine Hepburn, Joan Crawford, Norma Shearer, Tallulah Bankhead, Joan Bennett, Frances Dee, Jean Arthur, Anita Louise, Paulette Godard, Lana Turner, Mary Ray, Margaret Tallichet, y una todavía desconocida principiante Susan Hayward.


 
 
 




Scarlett y Vivien, Vivien y Scarlett, el brocado más rutilante con que la "calipédica" (¡por aquello de la crianza de hijos hermosos!) fábrica de sueños Californiana engalanara la fanfarria ostentosa, caprichosa y solemne de su hechicería. Y cuya llama, extinguida para el mundo un 8 de julio de 1967, mantuvo el destello incandescente de su fuego único en el altar inmaculado de todas las generaciones que la han amado.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 
 
 
 

 
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 




 


 



 
 
 
 
 
 
 



 

 
 
 
 
 
 
 



 



 
 
 
 
La belleza de una pasión sublimada hasta límites infrecuentes en una saga excelsa, donde Vivien Leigh lo pervierte todo con grandeza. El Cine, en suma. ¡Vaya por vosotros, los cinéfilos apasionados! Porque no nos  duelen prendas al proclamar que nos hallamos ante la película más mítica de toda la historia del cine. Y que tras miles de visionados, sigue siendo tan extraordinaria, tan disfrutable, y tan brillantemente monumental como la primera vez que fuera proyectada en una sala comercial.


 


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 






 
 
 

 

 
 






 
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Vivien Leigh sigue  bordando, fibra a fibra, su Escarlata O'Hara con una genialidad que no admite parangón entre los fastos cinematográficos. Su malicia indómita pero encantadora ha recorrido el paisaje verde de sol de Tara, de Twelve Oaks (Los Doce Robles), hasta la mismísima Atlanta, como el águila infinita que, de cuando en cuando, desciende sobre el anfiteatro alfombrado de una soberbia mimada, y devotamente crispada por la belleza de su imagen femenina. Su aleteo fastuoso le ha  permitido hacer ascos, por primera vez en la historia del cine, al "siempre deseado" orejazas de Clark Gable, estupendo Rhett Butler. Ha retado al público, como si quisiera ponerlo de rodillas, emperrada desde un principio en conseguir a su romántico y algo shakesperiano Ashley Wilkes- grisáceo y poco adecuado Leslie Howard, el más virtuoso modelo de caballeros sudistas, y juvenil desasosiego erótico para la latente ninfomanía de la O'Hara, muy bien arropada ella por una admiradora y rendida corte de sementales sureños, enloquecidos por el incomparable verdor de sus ojos (¡los de la Leigh, claro!), y su maliciosilla y coqueta picardía a lo "demi-mondaine", pero que no dudará, más adelante, en criticar a la pobre Belle Watling-Ona Munson.


 
 

 
 




 

 






 
 
 
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 
























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