Este genovés, prematuramente fallecido a los 60 años, que fue el gran Pietro Germi, ansioso por recuperar los modos y maneras, la garra y la fuerza narrativa, la ironía y la acidez de aquel modelo absoluto que significara para Europa el "neorrealismo italiano", ya había dado un paso adelante en uno de sus primeros films "Il cammino della speranza" ("El camino de la esperanza"), 1950, con una audacia sorprendente para un director novel, denunciando la dolorosa odisea colectiva de un pueblo en busca de los nuevos horizontes laborales que prometieran las grandes ciudades (hoy tan vigente a través de los agitados vientos emigratorios que planean sobre Europa). Germi sometía al espectador de la época al crudo espectáculo que acarrean los sinsabores de una subsistencia escarmentada por la palpable crueldad que alimentan los hombres hacia sus semejantes. El ciclo neorrealista se vio, pues, enriquecido, por esta inicial aportación de Pietro Germi. Llegó luego este magnífico relato de "El Ferroviario" que él mismo acabó por interpretar. El mundillo cinematográfico de este continente aún tenía presente el recuerdo (o más bien la lección) deprimente de aquellos mensajes rotundos de soledad, temores y angustias, con que se agitaran las aguas de los más humildes instintos, o de los más liberadores o contestatarios que el pueblo llano puede llegar a manejar con mucha menos retórica de la que se sirviera la gran fábrica de sueños hollywoodense (en la que tampoco faltaron grandes relatos maestros, todo hay que decirlo), y con los que De sica, Rossellini, Visconti, Fellini, etc. abrieron nuestras carnes con diálogos descarnados, avatares, y arrojos primitivos de la gente de a pie, a través de una selección meticulosa y cruda de los mecanismos mentales más fieles a la textura humana.
Dentro, pues, de la gran tradición melodramática, "Il ferroviere" de Germi, síntesis del drama humano y testimonio de la circunstancia institucional de un pueblo, sigue siendo, hoy en día, un film magnífico. Germi aprovecha el elemento formal de los ambientes populares, de aquella Italia triste y dolorosa, una vez pasado el entusiasmo de la revolución fascista. Es un implacable documento social, con una selección meticulosa de maravillosos rostros, casi desconocidos, que tratan de resolver los grandes temas proletarios, o los más acuciantes problemas corporativos heredados de la guerra. Así, a través de ellos, Germi observa la realidad, en sus aspectos más auténticos, más emotivos, que vibran como frutos, unas veces solidarios, otras insolidarios, de una populista convivencia familiar. Y que, a través de la magia de la pantalla, forman uno de los más hermosos documentos vivos jamás saboreados por los amantes del gran amanecer neorrealista.
El ojo analítico de Germi pasa a ser tan genial como el de De Sica o Rossellini, por poner un ejemplo. Los planos secuencias adquieren una sutileza de movimientos, que, como un añejo zootropo proletario, siguiera los ambulantes espectáculos propuestos por "La Strada" de Fellini. El montaje es tan dinámico, tan milagroso, que nos estremece entre hogareños interiores claustrofóbicos.
Luisa della Noce brilla a gran altura, componiendo uno de los más intensos e inolvidables temperamentos trágicos disfrutables en un film de tan notable envergadura naturalista. Su nocturna y llorosa conversación telefónica con Silva Koscina, el vigor realista, o el verismo (ausente de maquillajes) de sus lágrimas, de sus diálogos terebrantes, de su conmovedora naturalidad, mientras se esfuerza en convencer a su hija de que los deseos insatisfechos no son los que muestran siempre el verdadero rostro de los seres y de las cosas, es una de esas lecciones de sobriedad brillantísima o de resonancia tremendista, según el espejo con que se mire, que no conviene (ni se puede) olvidar jamás.
El realismo angelical de esa voz del pequeño Edoardo Nevola, que va evocando simultáneamente los grandes momentos del film, demuestran al mismo tiempo la potencia apasionada de Germi, produciendo a lo largo de toda la película, en nuestros corazones, uno de los estampidos más enternecedores saboreados en la pantalla.
No hay que perder de vista tampoco el episodio desasosegante y turbador en que una maravillosa Silva Koscina rememora, ante su colérico padre, que la abofetea, la penuria vivida en su adolescencia, página viva de las imposiciones paternas, y las ruinas de un matrimonio no deseado.
No hay que perder de vista tampoco el episodio desasosegante y turbador en que una maravillosa Silva Koscina rememora, ante su colérico padre, que la abofetea, la penuria vivida en su adolescencia, página viva de las imposiciones paternas, y las ruinas de un matrimonio no deseado.
Y Pietro Germi, actor no consagrado, en esa su búsqueda realista de aquella posguerra inacabable, se nos representa (¡magnífico!) como un icono de tantos dolientes Cristos proletarios como los que pulularan a través de aquella Europa desmantelada. Este gran Germi se convierte ante nuestros ojos en el amargado portavoz de un mundo que puede todavía confabularse contra nosotros, a fin de transformar esa emotividad del simple existir en una tortuosa marea en la que se ahoga tantas veces la condición humana (circunstancia que también hace resaltar frente al suicida desconocido que se lanza bajo la atenazadora máquina que él conduce).
Y tras el gran fresco costumbrista de la Nochebuena, un nuevo padre reaparece, depositario ahora de un amor sin límites hacia aquellos hijos que él mismo arrojara de su lado. ¿No nos arrancará también a nosotros, sus espectadores, esas lágrimas a que nos pueden abocar los conflictos generacionales? Su muerte nos llega como una "memoria corta", rasgueada por su guitarra.
Y con ella y el rostro doliente y nostálgico de Luisa Della Noce en lo alto de la escalera, y el pequeño Nevola rumbo a su colegio con la esperanza que siempre mueve el mundo infantil, Germi cierra la película. ¿Cómo sabremos si nos hallamos en el lado bueno o en el lado malo de la más pura de las realidades? ¡Pues viendo buen cine neorrealista, que fue el único en atravesar esas fronteras del bien y del mal, con honradez y sobriedad!
¡Hay que amar con delirio este monumental "Ferroviere", olvidando, naturalmente, todas esas soluciones de remolona emergencia agravadas por los doblajes innecesarios, porque la versión original es un verdadero manjar de dioses!
Y la música de Carlo Rustichelli es un "comento" afiligranado, que nos arrebata el aliento a través de su recorrido frente a testimonio tan penoso como el que viven los personajes.