
No hubo tema más actual de la vida americana, a
mediados de la década de los 20 y en el curso de los años 30, que el
ofrecido por los impactos heterogéneos de sus calles superpobladas de
inmigración y posteriormente azotadas por la "Gran Depresión" ("The Great Depression"). En una calle cualquiera de la gran ciudad se agitaban, por el entonces,
situaciones dialogísticas teñidas de esperanzas y sueños con los que
poder arrinconar, eventualmente, problemas y frustraciones, falta de trabajo y hambruna. Jirones de
vida intensa se mitificaban así, desde la más humilde de las ópticas, entre el esquematismo mundanal de
aquellas arterias bullentes de conflictos. Una vieja calle era pura dinámica visual. Una convicción de sutilezas naturalistas capaces de bombardear constantemente los centros nerviosos de cuantos humanos la habitaran. Bajo sus luces y sombras se enmarcaron dramas mundanos atrapados por el rudimentario tópico que promueven pasiones y sentimientos. Y como muy concurrido cosmos, en las calles se agigantaron adocenadas épicas espontáneas, ingenuas, tristes, e incluso, a veces, regocijantes. Y es que una calle se erigía también en un valor comunitario del momento histórico que se vivía. Un camino tanteado por todas las temáticas sociales que en el mundo han sido. Entre sus ritmos, unas veces pausados, otras frenéticos, se sistematizaron las convenciones colectivas del más híbrido eslabón evolutivo humano. Fueron espacios tremendamente reales y concretos entre el bien y el mal, entre la desgracia y la felicidad. Y, por ello mismo, muy a menudo, entre sus apreturas, se caricaturizaron todo tipo de irreverencias y agresiones frente a las convenciones y reglas sociales de la convivencia urbana. Engendrada por el hombre y perecedera como él, el curso de la vida paseó por una calle, sordo y ciego ante su nacer y morir. Fue camino de muchas idas y vueltas. Un estupor de razas reforzado por infinitos fragores y recuerdos inmortales. Un chocante semillero humano donde todo acontecía por discordia y necesidad. Un fuego humano prensado entre dinteles, ventanales y escalaleras. La calle fue y es una secreción de la tierra.










Verano
abrasante en New York. Un edificio común situado en Manhattan, uno de
los barrios populares que bordean la inmensa urbe. La tarde exhala el
bochorno insoportable que ha azotado implacablemente el día desnudo. Las
últimas horas previas al anochecer promueven la plática vecinal de los
habitantes del inmueble. Un coloquio pausado de forzada amistad
comunitaria, que dota a los viejos distritos suburbiales neoyorkinos de
una presencia arcaica entre la que resuenan todos los acentos emigrantes
que habitan los mismos. En algunos ventanales, cuando la
tarde busca cerrarse con un tacto de frescor a la noche inmediata, se
acomoda el porte recatado y sencillo de una parte de la vecindad. Otras
voces, como la de la señora Emma Jones, proclaman sus melindres
quejicosos, producto del insoportable calor reinante, tras un cansino
paseo por la acera adyacente, desde el seno de la calleja palpitante y
ardorosa que bordea toda la manzana habitada. Un contorno y un estilo
que armoniza con la simplicidad populista de sus gentes. Lejos, en la
más profunda intimidad del gran New York, la ciudad vive todavía la
solicitud desbordante
de las muchedumbres urbanas que parecen no detenerse ni descansar
nunca. Las preocupaciones diarias de la existencia crean su vínculo más
profundo, que recorre, no obstante, anónimamente el gigantesco dédalo de
las calles. Laberintos rodeados por sus millares de entornos familiares
que, por supuesto, tienen todos sus puntos de contacto con la inmensa
ciudad.








En una reunión vecinal, desmadejada por el calor, cuando el cielo agosteño
parece hallarse pegado a la tierra, aplastando a los seres que la
pueblan hasta convertirlos, entre la furtiva languidez bochornosa del
verano, en cómplices de ese elemento dominante que nos provee de
aburrimiento, de una facundia sin sentido, y de una curiosidad que nos
angustia, la murmuración vierte su agua sucia más refrescante sobre
cualquier grupo humano. Es una especie de anhelo que todos, en un
momento dado, desean compartir. Y una infidelidad deliberada promueve
muy especialmente
el desafío crítico del vecindario. Pronto sabremos que todas las
miradas y bisbiseos malintencionados convergen en Anna Maurrant, madre
de familia desengañada, que ansía su libertad de amar. Para entenderlo
todo es preciso que nos detengamos en Frank Maurrant, alcoholizado y
violento. Imposible imaginar en él el menor sentimiento amoroso por
Anna. No obstante, la falta de amor también se alimenta de celos. La
mordacidad posee, en efecto, una existencia innata en el espíritu
humano. Un vecindario le aporta penetración y fervor. Los hombres
acostumbran a mentir, mientras que a las mujeres las mueve una especie
de iluminación obsesiva por la verdad. Steve Sankey, vecino de la misma
calle, repartidor de la leche, suele merodear con inusitado atrevimiento
frente a la mirada emocionada de Anna Maurrant. Y cuando desaparece los
ojos enamorados de ella se llenan de vacío. Mientras tanto, Emma Jones
promueve la proliferación destructora de la murmuración.



La premonición
del escándalo se detiene en las bocas del vecindario y un silencio
malicioso acompaña le llegada de la joven Rose Maurrant, que rehuye el
asedio de su jefe de oficina, Bert Easter. Con el crepúsculo, las
sombrías siluetas vecinales penetran en la oscuridad del edificio.







El
joven estudiante Sam Kaplan sabe lo mucho que cuesta luchar contra el
deseo del corazón. Acepta los cuidados de su padre, un huraño sofista
hebreo que arremete contra la ignorancia y el antisemitismo latente en
la comunidad que le rodea, y de una hermana que se emplea en una
conveniencia protectora, escasamente indulgente. La voz de Kaplan, que
se alza ante las murmuraciones de la vecindad, se convierte en un
suspiro de plenitud, de felicidad, de auténtica realización, cuando el
amor que siente por Rose Maurrant es aceptado como un susurro excitante que
le embriaga con la sonrisa de bienvenida, probablemente de enamorada,
con que ella lo acoge. La noche y sus encuentros con Sam no logran
liberar a Rose de los temores que la embargan. La conducta de su
desesperada madre ya no es un secreto entre el vecindario. La calle, que
concede su apariencia pacífica a ambos jóvenes, conspira también contra
ellos. El testimonio amenazante y sarcástico de Vincent Jones, mimado
hijo de Emma Jones, artífice de todos los comentarios malintencionados
contra Anna Maurrant, esgrime su superioridad grosera y complaciente
frente a la pacífica timidez
de Sam, que no halla remedio en la acción de enfrentarse a él cuando la
aspereza brutal de Vincent se cierne como una rama espinosa sobre la
exquisitez paciente de Rose, que le detesta.








Ya recogidas las comidillas
vecinales, y tras la ardorosa noche de verano, la calle, con la llegada
de la mañana, bajo el aterrador bombardeo del sol, brilla de nuevo como
un eterno crisol donde se completan monótonamente las actividades que
imponen sus invariables tareas al hombre. La chiquillería alborota con sus juegos. La lustración cotidiana va
dejando en cada rincón de sus edificios el acostumbrado rebullicio
matutino. En los
ventanales la vida necesita su patronazgo de rostros que sisean sus
saludos y emiten sus conversaciones amodorradas frente a la atmósfera
abrasante que los aprisiona. De nuevo el calor. Es para enloquecer. La
ciudad posee un esquema coordinador aberrante, pero ha de concertar de
nuevo sus actividades, como un inmenso corazón dotado de contracciones y
dilataciones, para que seamos vísceras obligadas a cumplir su tarea sin
preocuparse para nada del pensamiento que las resucita. Rose Murrant, que acude a su trabajo al mismo tiempo que su padre, al despedirse de su madre, teme que una vez su padre no se halle en el apartamento, la soledad permita a Anna Murrant exponerse a planteamientos emocionales que, por desgracia, son comentados entre el vecindario. Y es que tan sólo la
pasión nos desnaturaliza de esa idea esencial que convierte la vida en
la más amarga de las monotonías. Una ventana
se abre y brilla
en ella rápidamente una mirada. Anna Maurrant y Steve Sankey conciertan
un pasional encuentro subrepticio.








En las calles no existen las
conciencias del silencio, porque en ellas siempre merodea un deseo
culpable, carente de prudencia, que asciende por el cuerpo físico como
una serpiente que se apresta a envenarnos. Rose Murrant vuelve temerosa de que su presentimiento se haya hecho realidad. Al mismo tiempo, la calle y sus gentes
aguardan la herida mortal cuando el marido despechado también se apresura a
volver a su casa. Un grito de aviso hacia la ventana cerrada por parte del joven Sam, allí presente. Y un intento frustrado por tratar de detener al engañado Frank Murrant. ¿Cómo expresar con palabras el estallido de un
disparo? ¿El intento desesperado del homicida por huir de la muchedumbre que se agolpa ante él?





¿Y las lágrimas que conceden su magnificencia trágica a la
vida?... El socorro llega ante el dolor de las víctimas del pasional suceso. El homicida es detenido. Queda la
calle, la gente, el tono feroz de los chismorreos frente al escenario
del crimen. La calle nuevamente ha tramado su cuento cruel. Escoge a sus
amantes, concede un aire de intolerancia a sus habitantes, obliga a la
renuncia de los sentimientos, y se despide de hombres y mujeres con una
demencia impertinente.
Y cómo última imagen descriptiva nos ofrenda la
ternura entristecida de Rose Maurrant en cuyos ojos negros brillan, como
único argumento racional, el dolor que la embarga, cuando debe despedir a su desesperado padre, detenido al día siguiente de cometido el crimen.
Y las lágrimas de Rose Murrant que irradian
indulgencia, además de amor por el joven Sam Kaplan.

(Rose Maurrant): Nacida Sophia Kosow el 8 de agosto de 1910 en el
Bronx Neoyorkino. Hija de un comerciante judío-ruso, Victor Kosow y de
Rebecca Kusow, rumano-judía, que emigraron a EEUU desde la, hoy,
República de Belorusia. El matrimonio se divorciaría en 1915, y la
pequeña Sophia fue adoptada por su padrastro, Sigmund Sidney, dentista
de profesión. Con su nuevo apellido y 15 años, Sophia Sidney, tras
estudiar en el Theater Guild's School for Acting
aparece en varias de las producciones teatrales que tienen lugar en la
citada escuela durante 1920. Allí, en 1926, es descubierta por un caza
talentos de Hollywood.



Durante "The Great Depression" ("Gran Depresión"), tras el crack bursatil de 1929, aparece en diversos
films, entre ellos: "An Amerycan Tragedy" ("Una tragedia americana"), de Josef von Sternberg y "City Streets" ("Calles de la ciudad") del prestigioso Rouben Mamoulian, junto a Gary Cooper, ambas de 1931.







Ese
mismo año es requerida por King Vidor para su famosa y conmovedora
realización "Street Scene" ("La calle"). Seguirán Alfred Hitchcock en "Sabotage" ("Sabotaje"),
1936, Fritz Lang en "Fury" ("Furia"), 1936, y "You Only Live Once" ("Sólo se vive una vez"), y William
Wyler en "Dead End" ("Calle sin salida"), ambas de 1937. Dichos directores esbozaron el que
sería definitivo retrato de la sentimental Silvia Sidney: actriz capaz
de componer amargas y lúcidas parábolas interpretativas sobre una
fragilidad femenina, potenciadora de la angustia del espectador, que,
como personaje casi siempre inmerso en la amarga realidad de un país
ensombrecido por las llagas que mas escuecen a sus habitantes (un
ambiente casi siempre inserto en el marco social bien definido de la
"Gran Depresión") : pérdida de valores morales y corrupción política,
terrorismo y asesinato, miseria en las grandes ciudades, paro obrero
frente a grandes monopolios que jamás promueven el reformismo
del campo económico, problemas agrarios, ataque a los inmigrantes,
errores judiciales y crueldad de las instituciones penitenciarias, logra
trascender cualquier argumento que pudiera resultar folletinesco y
acaba en todo momento animada por el generoso aliento audaz, humanitario
y pacifista del mejor cine realista. Fue apodada "La muchacha de los
ojos tristes".

No
obstante, su inocencia y pureza expresiva, sufren un brusco viraje
interpretativo a partir de 1945, tras interpretar con James Cagney
"Blood in the Sun" ("Sangre sobre el sol"), dirigida por Fran Lloyd, en la que su pasada aventura artística cobra una
nueva naturaleza insólitamente glamourosa.




En
su madurez, Silvia Sidney seguirá viviendo una gradual transformación
de caracteres que se desarrollarán ya en la década de los 50 en films
como "Violent Saturday" ("Sábado trágico"), 1955, de Richard Fleischer, y "Behind the High Wall" ("Tentación criminal") 1956, de Abner Biberman. En 1973
recibe su única nominación al "Premio de la Academia" como "Actriz de
Reparto" en "Summer Wishes, Winter Dreams" ("Deseos de verano, sueños de invierno"), hoy, película de culto, dirigida por Gilbert Cates, y en la que Sidney daba vida a uno de los más
célebres arquétipos de desinhibida madre americana de Joanne Woodward.
Memorable fue también su aparición en el film "God Told Me To" ("Demon"), 1976.
de Larry Cohen. Fue una inolvidable Miss Coral en "I Never Promise You a Rose Garden" ("Nunca te prometí un jardin de rosas"), 1977, de Anthony Page. Finalmente, trabajó para televisión, donde impuso su gran
personalidad, de nuevo como madre de caracter imperioso, en el episodio
"WKRP in Cincinnati", 1978. su última aparición en TV fue en "Fantasy Island", 1998.
Fallecería de cáncer de laringe en New York el 1 de julio de 1999, un mes antes de cumplir los 89 años.


Beulah Bondi - William Collier Jr.
(Emma Jones) - (Sam Kaplan)


Estelle Taylor - David Landau
(Anna Maurrant) - (Frank Maurrant)
Sensible
e implacable acusación, por primera vez llevada al cine, del turbio
mundo que promueven los comentarios malintencionados de los inmensos
vecindarios ciudadanos. La calle, sus gentes, su intolerancia,
sus mejores y peores instintos, la pasión, el amor y el crimen expuesto
con el más elocuente naturalismo. Una América que nos muestra a plena
luz la sociedad humilde convertida en monstruo de perversión y en
ingenua víctima de su propio ritual de corrupción. La sordidez populista
del día a día, en manos de King Vidor, vuelve a convertirse en una
auténtica joya dotada del mejor ornamento expresivo del naturalismo
cinematográfico. Una coherencia espacio-temporal inolvidable. Una
estructura narrativa del inicio del cine sonoro revolucionaria y mil
veces imitada con posterioridad. Tan imprescindible como necesaria, tan
genial como insuperable. El sound-track de Alfred Newman, salvado de la
polilla del sonido, sigue siendo un testimonio sincrónico-musical del
más fascinante arabesco rítmico.
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