Analizar
sentimientos cuando éstos se fundan en relaciones ambiguamente
comprometidas por preferencias y repulsiones familiares (esposos, hijos,
hermanos), que parecen atenazadas al mismo tiempo por vertiginosas
incertidumbres a las que siempre atribuimos esa trama emocional conocida
por amor; un amor derivado de impulsos un tanto ajenos a la naturaleza
auténtica que los seres humanos le adjudicamos, es como penetrar en
atardeceres moribundos y sofocantes en los que nos sentimos devorados
por cuantos fragmentarios agravios forman las siempre inexplicables
servidumbres que nos ofrendan los desnudos latidos de esas mismas
angustias afectivas. Y es que a la anómala congoja de la afección no
parece importarle demasiado andar quejumbrosa de sí misma. Es como si
ansiara redimirse a través de la desdicha, del infortunio; arboladuras
deformes de esos bosques que encubren nuestras debilidades más
inconfesables. Pero la desdicha, pese a formar una silueta titubeante,
mana como un torrente callado y espeso. Tiene su horizonte ciego, en el
que siempre ansía destacar contra una oscuridad acusadora y vengativa:
la que forma el fermento injusto de su hiel. Pese a todo, la acusación
posee siempre una sensación de plenitud total. Es rigurosa en su todo. Y
exhibe cierta sonrisa de enigmática satisfacción: la de una segunda
naturaleza. Esa oculta naturaleza que compone la personalidad más
destructiva de su dueño. Pero no nos engañemos, esa misma angustia a la
que revestimos con un desdén descarnado de carroña que llega para
atormentar la heredad sagrada de nuestra mente y de nuestro cuerpo,
también posee mucho de pretendida virtud no menos torturadora. Es como
si envenenara el designio ingrato de nuestras soledades con el loco
cáncer de una recóndita voluptuosidad (halagada, sorprendida, y enlutada
también por una agostada exploración intimista, culpabilizadora, de
ciertos amores prohibidos, incluso incestuosos), y que por más que
pretendamos paralizarla, teje alrededor de nosotros una invisible tela
de araña hecha de falsedad cuando lo que persigue es una abominable
felicidad de perversiones; de ideas de virginidades inexploradas que, en
realidad, conllevan un temperamental sensualismo. Un concepto de
rigidez que oculta la llaga ardiente a que nos somete la delicia de la
carne, y que expuestas a un sacrificio irremediable, recónditamente
insatisfactorio como son todos los sacrificios, nunca parecen tener el
coraje de arrancar. Y cuando por fin se manifiestan para tentar la
tierra que acoge los pasos de nuestra existencia, desincorporándose del
muro en que se hallaran encerradas, y decide presentarnos su retorcida
imagen para que la miremos cara a cara, se convierte en juez impío con
un nuevo ahogo de repugnancia. Y azota y sanciona como un mar
embravecido por la ira, toda sangre y conciencia de justificación
enfebrecida, dejando todos y cada unos de nuestros vínculos afectivos
atrapados tras una reja de anatematización. La piedad intrépida no
existe. La piedad se concede por obediencia, porque siempre presume de
criatura desvalida. Y si el pecho amamantador de la madre se extravía de
su contacto sensitivo, para entregarse a un exaltado acogimiento de
otros amores, se convierte en hermana del castigo. Se transforma en hija
llorosa que evoca al padre traicionado. No concede reposo a su
severidad. Y busca en el hermano de sangre ese mismo clamor rencoroso y
vindicativo. La piedad padece ceguera. Y no se mide con el milagro
porque prefiere su herida sangrante. Un herida que únicamente cicatriza
en la palidez siniestra del luto.
La tragedia, finalmente, artículo de fe y libre examen del razonamiento: "¡Oh Dios!, admitiendo que exista, pues de Él sólo sé de oídas" (Eurípides) versus: "¡Oh Moral!, admitiendo tu discutible vocación fastuosa, pues de ella sólo conozco la alambicada decadencia del divino vate"
[Εὐριπίδης- (Flía —Ática— o Salamina, ca. 484/480 a. C.-Pella, 406 a. C] Goethe, refiriéndose a Eurípides, aseguraba que fue la suya la más ambiciosa estructura de la tragedia, la más impresionante y convincente. "Ni siquiera Shakespeare (insiste Goethe) pudo igualarle". Su sabio empleo del llamado "parlamento pedagógico", de esa fatalidad dramática exagerada que puede conducir al tedio y del tedio al fracaso, era confiada al coro. Eurípides se atrevió así, como jamás lo hicieron sus dos grandes predecesores, Esquilo y Sófocles, a envolvernos en complicados problemas sentimentales y familiares a los que dotó con el más celebrado y agudo de los sentidos psicológicos individualizados. Sus personajes cobraron en consecuencia, por vez primera, en la desorbitada profusión melodramática que propone la senda mítica de la tragedia, "veracidad y autenticidad" Hablar de Eurípides supone emparentar la originaria ficción trágica de la dramaturgia con el más sobrecogedor y atrevido de los conflictos que han regido siempre a los seres humanos: "las ideas". Conflictos entre sus dogmas y el libre examen de sus actos. Sócrates (perezoso recalcitrante) aseguraba que para asistir a un drama de Eurípides no le importaba ir a pie hasta el "cercano" Pireo. Y el moralista Plutarco nos cuenta que el "pasional" ejército siracusano, captor de muchos expedicionarios atenienses, no dudaba en libertar a cualquier soldado enemigo, procedente de la milicia de Atenas a la que se hallaban enfrentados, si dicho prisionero "era capaz de ofrendar el trágico recitado individualizado de algún personaje de las obras de Eurípides".
La presencia del Mal (inmoralidad y amoralidad) en el mundo creado por la intemperancia de los Dioses se halla, por supuesto, presente en los audaces razonamientos de cuantos hombres y mujeres tratan, por vez primera, esta ambiciosa estructura ética que propone el drama: un toque de atención a la conciencia humana. La tragedia de Eurípides posee, por tanto, la mayor de las fuerzas polémicas (y en ello hay que intercalar lo que debió ser en la perspectiva de sus contemporáneos) que plantear pueden esos grandes problemas en el discernimiento de los seres humanos. Sus argumentaciones cobran gigantescas proporciones. Una colosal visión de rechazo a la tradición como jamás se habían atrevido a abordar sus eximios predecesores. Sus dramas abogan por un nuevo orden social y moral. Son capaces de desmantelar, aunque finjan exaltarlas, no tan sólo las tendencias de una ética desorbitada, sino también las de una religiosidad nutrida por una exacerbada psicología colectiva de la mojigatoría (y conste que nos estamos refiriendo a la Grecia Clásica), no menos inspirada por la superstición de la intolerancia (corroborada a menudo por el acervo reprobador del público) de cuantos auditores santurrones fueron destinados (por aquel entonces y aun recientemente) a tranquilizar la censura en todas y cada una de las muestras de su absurdidad.
SIGUEN LOS FASTOS DE LA FLORACIÓN TRÁGICA
Sería
absurdo negar que la tentación de gran espectáculo yace agazapada en el
numen de los creadores de la tragedia. Y que en su aparatosa erupción
intervienen dos características que determinarán sus méritos y
deméritos: esa tentación perenne de lo irracional y esa orientación
ditirámbica, cuidadosamente esmerada, bien que no menos decadente y
alambicada, que transita por las brumas del más pasional de los
romanticismos negros. Hoy se nos aparecen esas cascadas teatrales de
depurados diálogos grandilocuentes, pedantes, válidos en un tiempo que
jamás se atrevió a sepultar su prestigio (entre otros motivos, porque
gran parte de los objetivos escenografiados se veían empañados por una
revelación romántico-pasional-determinista emparentada a colores
locales, dialéctica e históricamente necesarios a ese arte popular y de
masas en que acabaría convirtiéndose el teatro, un tanto degradados y
muchas veces sepultados en una montaña de banalidades que mejor es no
recordar) como viciados por un formalismo enconado, presuntuoso, muchas
veces exasperante y, según muchos historiadores, de una innovación ya
estilísticamente caduca.
La incorporación de la figura humana en un mundo dislocado por los dioses, la tiranía y el caos como es el de la tragedia, e integrarlo en su desquiciamiento escenográfico extravagante, angustioso, visionario y poblado ante todo por una espectral procesión de pesadilla, y concederle también el "movimiento dramático y psicológico" que contribuya a acentuar (por medio de ese "movimiento", que es ante todo "dimensión real") el extremismo de sus soluciones formales, significaba encarrilar el demoledor estilete que impone el destino, con sus aspectos grotescos, ridículos y no por ello menos crueles, definitivamente hacia el mundo que en realidad poblaban los seres humanos.
[Σοφοκλῆς- Colono, 496 a. C.-Atenas, 406 a. C.] Del "sabio, hermoso y honrado Sófocles", que tanto amó la vida a la griega, o sea concediéndole el reflejo sublimado de cuantos placeres la misma le ofrendaba, y de la que se aprovechó ampliamente, tan sólo nos han quedado siete obras de las ciento y pico que llegó a escribir. Éste gozador de la vida, se nos muestra, no obstante, como sombrío pesimista; pero fue capaz de mover la psicología de sus personajes (que, tras la innovación que según constataremos más abajo por parte de Esquilo, Sófocles ya convirtió en "tres intérpretes", determinando que la intervención del coro perdiera casi definitivamente su importancia) con estilo tan vigoroso, sereno y contenido, que obliga a la posteridad a dudar de su sinceridad. "Esquilo sermonea, -decía- Eurípides pinta al hombre como es, yo los muestro como deberían haber sido".
[Αἰσχύλος- Eleusis, ca.525 a. C.-Gela, ca. 456 a. C.] Frente a ese conformismo mental, a ese dudoso esquematismo de fácil aceptación con que Sófocles dosificaba ante todo la aventura casi mitológica de sus héroes (como técnica teatral, sus intrigas alcanzaron una de las más encomiables perfecciones) ya que como aseguraba: "la mayor suerte para el hombre era no nacer o morir en la cuna", Esquilo, verdadero vector de la tragedia en su acepción más originaria y enriquecedora, aportó ante todo una sobresaliente reforma del método teatral: fue el primero en introducir al "segundo actor" (aunque Esquilo se remite a Tespis -de quien no se conserva nada- para su desarrollo). Y a partir de ahí, sus obras (únicamente siete, al igual que las de Sófocles, de las setenta o noventa que se le adjudican) la transformación psicológica redescubre el bálsamo purificador de la "revelación" en su teatro: una cantera dramática en la que prevalecerá la más enconada pugna del hombre contra el "ANÁRKH" o destino. La conformista postración del individuo revitalizará por fin su lucha contra una sociedad de patéticas resonancias deterministas. La "tesis" nace también en su obra astutamente aureolada.
La
innovación del libre pensamiento contra la tradición atrajo de
inmediato la espontánea sumisión del público ateniense a estos valores
expuestos en su "Prometeo Encadenado", lo cual no impidió que los mismos espectadores acogieran mal su "Orestíada"
por considerar que en la enorme fuerza patética con que resonaban las
voces de sus protagonistas se desataba una concomitancia de furiosos,
independientes y sinceros latigazos, moralizadores sí, pero no menos
insurgentes hacia los eternos valores éticos de esa inmarcesible
"tradición", sustentáculo estimulador de los otras significaciones más
fundamentalizadas en la ciudadanía ejemplar: la evolución histórica y
social.
Eugene O'Neill se reafirma como gran vampiro de la tragedia clásica: "Me hallo muy lejos de considerarme un pesimista... Al contrario, a pesar de mis cicatrices, ¡estoy encantado de conceder vida a la muerte!"
Eugene O'Neill se reafirma como gran vampiro de la tragedia clásica: "Me hallo muy lejos de considerarme un pesimista... Al contrario, a pesar de mis cicatrices, ¡estoy encantado de conceder vida a la muerte!"
El amor no es más que ese vicio que, aunque muy lejos de ejercer una influencia beneficiosa en la humanidad, ha logrado "perdurar", así de simple, abreviando incluso hasta los problemas doctrinales de los hombres, probablemente porque su tesis siempre es capaz de desarrollarse con los lenguajes más sencillos al ser humano (pues lejos de ser monopolio de los "intelectuales" es el más acomodaticio de los patrimonios de la sociedad). Y como vicio espléndido que es, posee una natural propagación, que se asemeja a círculos concéntricos gigantescos, y cuya trascendencia ha encontrado, desde que el planeta fuera planeta habitado (naturalmente por hombres y mujeres), la más maravillosa y polémica de las cajas de resonancia (cambiante, selvática, y eternamente inquietante) en la sensible sugestión ambiental de este malllamado "nuestro mundo civilizado".
Sentir la fascinación químicamente pura de los más trágicos amores no es en los hombres innovación que convertirnos pueda ya en profetas y visionarios. Somos y seremos eternos hijos de esa descomunal tragedia lírica. Espectadores y actores del grandilocuente "yo amo", cuyos influyentes impulsos románticos han insistido y asistido, incansablemente, a su más macabra y melodramática de las "vueltas a la vida". Y pese a conformar la más monumental, maquiavélica y antológica retórica compendiada en la esencia que nos impulsa a vivir, aun erigiéndose en celoso guardián de ese obligado existir y circular con su vistoso colorido dignificador del sentimiento, el que lo convierte en la más especial y urgente de las necesidades, es ambicioso, cruel y orgulloso. Y puede en consecuencia justificar todas nuestras coartadas ideológicas, provocar y seguir provocando el más colosal choque de temperamentos, y extender a su vez la que se convierte en su segunda, pujante y poderosísima dinastía: la del odio. Una concienzuda utilidad que deja a su paso el no menos olímpico monumento a las convulsiones internas del ser humano. El gigantesco y trágico teatro del amor es, pues, nuestra más demencial orgía de rapiñas emocionales, una barahúnda infinita que aún sigue dejando sus cadáveres esparcidos, sin conceder un intermedio de frivolidad a otras pasiones, en un campo de batalla tan vasto como en el que habitamos; y en el que el desorden emocional continúa siendo inversamente proporcional a cualquier otro escrúpulo moral.
[Eugene Gladstone O'Neill nació en New York, EE.UU., el 16 de octubre de 1888-Fallecido en Boston, Massachusetts, el 27 de noviembre de 1953 de atrofia cortical del cerebelo a la edad de 65 años]
Hijo de un actor
teatral, James O'Neill, de origen irlandés, y de Ella Quinlan O'Neill
que, a diferencia de su esposo James cuya infancia y juventud había
transcurrido en una total indigencia familiar, provenía de un estamento
adinerado; un mundo de lujo y riqueza que se desequilibraría con la
muerte de su padre, cuando Ella contaba 17 años. La señora O'Neill era
una mujer delicada, de temperamento frágil. Su segundo hijo (tras
Jamie), Edmund, de 2 años, murió de sarampión. La pérdida del niño la
aisló del mundo, precipitándola en el desconsuelo más absoluto.
[James O'Neill as Abbé Busoni
in Monte Cristo, 1893]
in Monte Cristo, 1893]
La señora O'Neill era
una mujer delicada, de temperamento frágil. Su segundo hijo (tras
Jamie), Edmund, de 2 años, murió de sarampión. La pérdida del niño la
aisló del mundo, precipitándola en el desconsuelo más absoluto; depresión que nunca superó, ni siquiera después del nacimiento de
Eugene. El parto de este último resultó doloroso. Su quebradiza
sensibilidad aún seguía apegada al dolor por el fallecimiento de Edmund.
Y sus profundos arrebatos de tristeza acabaron hundiéndola en el abismo
de la adición a la morfina. En 1902, Ella llevó a cabo un primer intento
de suicidio.
[Portrait of O'Neill as a child, c. 1893]
Las huellas de la
infancia de Eugene (que había nacido en la habitación de un hotel de
Broadway) hay que exhumarlas de una existencia mal vivida a través de un
discordante ir y venir entre bambalinas teatrales y resoplidos de
locomotoras que, dada la profesión paterna, formarían una órbita
desquiciada de inseguridad en la que él y su madre naufragaban como
siluetas condenadas a no hallar jamás una mínima plenitud
estabilizadora. El constante e inestable devenir familiar forma un
ideograma vivencial de líneas alternadas que únicamente parecen formar
parte de un escenario teatral perdido entre corredores de oscuros
andenes.
Ella O'Neill, que sigue sumida en un crepuscular rincón morfinómano, decide apartar a su hijo menor de ese insufrible tráfago migratorio, y lo transfiere (Eugene ya había sido ingresado en 1895 en "St. Aloysius Academy for Boys"), en 1900, cuando cuenta doce años, a un internado católico: "DeLa Salle Institute" en Manhattan. Aquella especie de "recuerdos-escenografía" se representan obsesivamente en el que va a ser su primer y más satisfactorio acto infantil en el internado: la compulsión por la lectura.
Connecticut, New London, donde sus padres, antes de que Eugene naciera, poseían un residencia veraniega, se transformará en el hogar definitivo de los O'Neill. Tanto el joven Eugene como su madre vivirán allí horas y días de premoniciones catastróficas, ensombrecidas por cuantas penosas ansiedades se alimentaran en ellos. En 1902, año del intento de suicidio materno, Eugene, pese a su temprana edad, ya había renunciado al Catolicismo. Se matricula en "The Betts Academy" en Stamford: "non-sectarian preparatory school". Seis años más tarde, ingresa en la "Universidad de Princeton", que abandona tras un año de estancia en la misma y fracasar en sus estudios universitarios. Recorre una diversidad de empleos insatisfactorios. Eugene cree hallar su gran oportunidad de independizarse (había trabajado en una oficina de ventas postales perteneciente a la compañía de teatro de su padre) huyendo a Honduras (donde contraería la malaria) entre millares de enloquecidos personajes atrapados por la fiebre del oro, y que, como él, acabarán a la deriva.
Agobiado por el peso de sus constantes
fracasos, se refugia en Buenos Aires. Allí se siente atrapado en un
torturante e infernal cubículo humano. El futuro escritor acabaría
transformándose en un ser bifurcado: depresiones profundas y
alcoholismo.
Eugene O'Neill vivirá a partir de entonces su existencia como sumido en un centro de tinieblas. De sus orígenes familiares hereda un innegable complejo de inseguridad, que luego graduará cuidadosamente en su dramaturgia. Una dramaturgia infectada por dolorosos imperativos biológicos y teñida con negros relieves trágicos. Su hermano mayor Jamie moriría a los 45 años víctima del alcoholismo. En el plazo de dos años fallecen sus padres. (Ella O'Neill convertida en Mary Tyrone, así como su padre y su hermano Jamie, vivirán una prolongación de apasionada introspección en la futura "Long Day's Journey Into Night" ("Larga jornada hacia la noche")-Premio Pulitzer 1957-; obra en la que Eugene trazará acerados itinerarios de recuerdos perturbadores, melancólicos y autoritarios. Fuerzas destructoras que distribuyeran las barajas de un azar mortecino sobre su estamento familiar, aunque sin apartar de las escenas de este gran drama la más emocionada de las miradas. Mary Tyrone, su gran personaje, exclama un famoso recitado: "Es algo,... algo que necesito terriblemente. Recuerdo que cuando lo tenía nunca me sentía sola ni asustada. No puedo haberlo perdido para siempre. Moriría si pensara eso, porque entonces no habría ya esperanza"
Eugene contrae matrimonio en 1909 con Kathleen Jenkins, de quien se divorciaría dos años después. El hijo nacido de ambos se suicidaría a los cuarenta años. En 1910, sin el menor deseo de reintegrarse a un nueva y monótona vida familiar, vuelve al mar en el más amplio sentido de la palabra. Vagabundea de puerto en puerto. Trata de suicidarse en un tabuco portuario por sobredosis. Vuelve a Connecticut junto a su familia, pero afectado de tuberculosis, se interna durante seis meses en un sanatorio. O'Neill, dotado de una inteligencia que logra trascender los límites impuestos por el autodidactismo, vive, no obstante obsesionado por un mundo que se eslabona a una cadena de causalidad que le abocan al colapso mental. Jamás tiende a negar su realidad, ni mucho menos a considerarla ilusoria, pero sí trágica. Es el suyo un mundo de fenómenos aterradores, donde la tragedia toma todas las formas de los cuerpos que lo habitan y que en él se debaten. A Eugene, pese a que parezca negarlo, le obsesiona vivir a contracorriente de las conductas llamadas normales. En 1910, aún no recuperado de su afección, busca refugio afanosamente, como hombre frustrado ante una vida desperdiciada, en las reuniones literarias de Greenwich Village.
Allí se sume en un nuevo
vórtice de la más vertiginosa excitación al conocer a John Reed,
fundador del Partido comunista de EE.UU. Decide integrarse en el mismo, y
mantiene un affair
sentimental con la escritora Louise Bryant, esposa de Reed. Acaba, no
obstante, tras recobrarse de su tuberculosis en el "Gaylord Farms
Sanatorium", enclaustrándose de nuevo en una dolorosa individualidad y en
1914 decide estudiar arte dramático en Harvard. Se estrenará como
dramaturgo (su realismo dramático se emparenta por primera vez en un
autor estadounidense con Henrik Ibsen, Agust Strindberg y Antón Chejóv),
y entrará a formar parte de la "George Pierce Baker's 47A Workshop" en
"Harvard University", donde permanecería entre 1914 y 1915, y, finalmente,
se une a "Provincetown Players". "Beyond the Horizon" ("Más allá del
horizonte"), su primera obra teatral representada en Broadway en 1920
obtiene, además de un enorme éxito de público, el Premio Pulitzer. Entre
1918 y 1924 verían la luz ávidos, fascinantes y convulsivos dramas que
exhalan la torturante y febril excitación con que O'Neill realza su
dramaturgia a través de una fisonomía de proporciones espasmódicas,
dotadas de un consumado sentido de la infelicidad, y cuyos personajes se
convierten en el sustituto físico de cuantos fracasos íntimos atiborran
los estantes de su existencia. Ferozmente criticada como inverosímil su
obra "Welded", 1924, por el George Jean Natham, dramaturgo, crítico y
editor de "The Cornell Daily Sun", O'Neill le respondería: "Maldita esa palabra, ¡realismo! Cuando hablé de mi obra como "última palabra en realismo", quise expresar algo "realmente real" en su más verdadero sentido espiritual, no meticulosamente real como la vida misma".
"Anna Christie", nuevo Pulitzer en 1922, "Desire Under the Elms" ("Deseo bajo los olmos"), 1924, "Mourning becomes Electra" ("A Electra le sienta bien el luto") 1931 (una implacable visión puesta al día de la "Orestíada" de Esquilo), "Long Day's Journey Into Night" ("Larga jornada hacia la noche"), 1956, (de carácter totalmente autobiográfico. Premio Pulitzer en 1957) "The Iceman Cometh" ("Llega el hombre de hielo") 1946, cargan las tintas de sus afanes dramáticos más polémicos. Sátira y tragedia. Seres humanos, cuerpos nacidos del instinto y del deseo, capaces tan sólo para interponerse en el camino del verdadero amor, anómalamente sumidos en inestables monomanías, que, aunque parezca paradójico, viven únidos por los más estrechos vínculos; vínculos dotados de una total falta de esperanza que les impide controlar su propio destino. Toda ilusión humana se halla para O'Neill atrapada en las más recónditas regiones de la psique. Reconocimiento y reflexión sobre las mismas se confrontan en los sórdidos pensamientos compartidos de sus personajes. Pero de nuevo toda ilusión se desvanece. Estragos de esa esperanza perdida que conforman los retratos de sus seres humanos. "... We all are more or less the slaves of convention, or of discipline, or of a rigid formula of some sort." Contrae nuevo matrimonio en 1918 con Agnes Boulton, y de esta unión nacen dos hijos: Shane y Oona. En 1929 reside en el Castillo de Plessis, en el Valle del Loire.
"Anna Christie", nuevo Pulitzer en 1922, "Desire Under the Elms" ("Deseo bajo los olmos"), 1924, "Mourning becomes Electra" ("A Electra le sienta bien el luto") 1931 (una implacable visión puesta al día de la "Orestíada" de Esquilo), "Long Day's Journey Into Night" ("Larga jornada hacia la noche"), 1956, (de carácter totalmente autobiográfico. Premio Pulitzer en 1957) "The Iceman Cometh" ("Llega el hombre de hielo") 1946, cargan las tintas de sus afanes dramáticos más polémicos. Sátira y tragedia. Seres humanos, cuerpos nacidos del instinto y del deseo, capaces tan sólo para interponerse en el camino del verdadero amor, anómalamente sumidos en inestables monomanías, que, aunque parezca paradójico, viven únidos por los más estrechos vínculos; vínculos dotados de una total falta de esperanza que les impide controlar su propio destino. Toda ilusión humana se halla para O'Neill atrapada en las más recónditas regiones de la psique. Reconocimiento y reflexión sobre las mismas se confrontan en los sórdidos pensamientos compartidos de sus personajes. Pero de nuevo toda ilusión se desvanece. Estragos de esa esperanza perdida que conforman los retratos de sus seres humanos. "... We all are more or less the slaves of convention, or of discipline, or of a rigid formula of some sort." Contrae nuevo matrimonio en 1918 con Agnes Boulton, y de esta unión nacen dos hijos: Shane y Oona. En 1929 reside en el Castillo de Plessis, en el Valle del Loire.
La actriz latina Carlotta
Monterey se convertiría en su tercera esposa. Viajan a
Las Palmas de Gran Canaria. Ofrece conferencias desde finales de
febrero a finales de marzo de 1931. Se conserva una foto donde aparece
O’Neill en el balcón del hotel edificio de Las Palmas (parece ser el hotel
donde se hospedaba, el Atlantic).Vuelve a California en 1937, donde vivirá hasta 1944. Su hogar,
conocido como Tao House, es hoy visistado por miles de turistas como
museo "Eugene O'Neill National Historic Site". Galardonado con el Premio
Nobel en 1936, su precaria salud le impide asistir a la ceremonia anual
en Estocolmo.
En 1943 desautoriza la boda de su hija Oona, que contaba a
la sazón 17 años, con el actor Charles Chaplin de 54 años. Su última
obra de teatro "A Moon for the Misbegotten", 1943, fracasa
estruendosamente.
Aquejado en sus últimos años de la enfermedad de Parkinson, sufre una gradual paralización que le impedirá seguir escribiendo. Fallecería el 27 de noviembre de 1953, a la edad de 65 años, en la habitación 401 del Hotel Sheraton de Boston. Carlota Monterey ordenaría la publicación de "Long Day's Journey Into Night" (contrariando los deseos de Eugene O'Neill que había dejado instrucciones para que sus obras no se publicasen hasta 25 años después de su muerte) en 1956, que inmediatamente fue aclamada por la crítica. Pieza teatral autobiográfica, como ya se indicara, hoy considerada como su obra más significativa y completa.
Christine Mannon
(Clytemnestra) se explora a sí misma. Ahonda obcecadamente en los
matices subjetivos que impulsan su moral, enfocándolos como una obsesa
desde el punto de vista que ella considera más humano: ¡amar!... Amar a
Adam Brant (Egisto). En realidad fermenta su ponzoña en otra capacidad
igualmente sensitiva: el odio hacia su esposo Ezra Mannon (Agamenón). Y
en ese nuevo trastorno de sus emociones trata de rehabilitarse como ser
humano. Pero Christine se inocula a sí misma su veneno. Deja de ser
humana, ya que quien vive dedicada por entero al ego, se sitúa entre el
impudor ético, y su ilegitimación por parte de otras voluntades, y su
calidad de auténtico ser humano desaparece. Lavinia Mannon (Electra) halla su oración fúnebre en el oculto secreto de su atracción no menos funesta por Brant,
(hijo despreciado de una antigua sirvienta de la mansión Mannon,
despedida por Ezra) ahora amante de su propia madre. Lavinia, no obstante, resolverá no alentar ese humillante sentimiento que una vez llegó a sentir por Adam Brant.
El resultado de esta apasionada introspección la demoniza. El vínculo
afectivo madre e hija se tiende ahora como un cadáver a lo largo de su
corazón. Christine aún se complace en la hermosura de la
mujer que se cree amada. La avidez acusatoria de Lavinia remueve de
nuevo la lanza del odio (después de haber sentido su terebrante
ferocidad) hacia el esposo que regresa y la hija que la condena. Lavinia inicia denodadamente su ataque. Ezra, enfermo, vive su último fracaso.
La sombra de Lavinia, tras la muerte por envenenamiento de su padre, caerá sobre los amantes como un águila torva y rígida. Hermética en su virtud, su conciencia reclama razones al espanto. Será, a partir de entonces, la hija enlutada quien contribuirá a aumentar el sentimiento de inseguridad en su abyecta madre. Lavinia, ahora guardiana de su hermano Orin (Orestes), que regresa del frente y asiste al funeral paterno, deberá poner fin a las sonrisas de ternura que prodiga la adúltera al hijo huido. Orin, no obstante, se complace, incestuoso, en ese gozo sin remordimiento que desnuda al hombre de sí mismo, convirtiéndolo de nuevo en niño. Y, dudando de las significaciones adversas expuestas por su hermana, y que han desencadenado aquella tragedia, se complace en recobrar, como un ahogo apasionado, el amor umbilical de esa madre que se finge huérfana de soledad, y desborda paradójicamente, sombría y vehemente, sus mieles, sobre el fondo ingenuo del ser a quien dio vida.
Lavinia despertará
a Orin de ese sueño incestuoso hacia la madre infiel. La angustia
voluptuosa que acomete al joven le impide creer en esa tela de araña
hecha de infidelidades por parte de Christine. El amor de la adúltera
por Adam Brant sigue palpitando en la rigidez sofocante de una
resolución: la huida definitiva de ambos. Lavinia invoca ante Orin el
elemento dominante de la sensualidad de Christine.
Su falsa ternura materna vive enmascarada por la pasión más insensata. El vínculo negro de su oculta proeza amorosa por Brant, la serena premeditación del asesinato consumado por ambos amantes en la persona de Ezra, progenitor de los dos jóvenes, el incestuoso amor materno codiciado por Orin y sin el cual su voluntad de vivir se ve minada, es maraña atormentadora exhumada al fin ante los ojos incrédulos del joven, merced a las pruebas abrumadoras que Lavinia interpondrá a las fantasías engañosas que acosan a Orin. No hay posibilidad de error. De nuevo la venganza se consumará a través del asesinato de Adam Brant a manos de Orin.
Christine, Orin, Lavinia expresan todos los matices del amor-pasión-odio. Todos los deseos alimentados irán gastándose como la mecha de una lámpara, hasta el suicidio de Christine.
Búsqueda de un
nuevo equilibrio vivencial. Huida desesperada de ambos hermanos de su
trágica realidad. Pero, a su regreso, los demonios familiares siguen
vivos. Los celos de Orin por el amor de Lavinia hacia Peter Niles (Pylades), su
antiguo pretendiente. Y el desprecio de Lavinia hacia el amor de la joven Hazel Niles. Los celos de Orin por el amor de Lavinia hacia Peter Niles (Pylades), su
antiguo pretendiente. Y los escritos familiares llevados a cabo por Orin contando los crímenes cometidos por los Mannon.
Sigue el prisma envenenado del recuerdo frente a
frente con esa verdad desnuda que, no obstante, encubriera las
naturalezas incestuosas de Lavinia hacia el amor paterno y de Orin hacia
el amor materno. Y como respuesta a todo ello, de nuevo la memoria del
horror, avaramente aferrada a esa trágica amargura que con tanta
facilidad se adhiere a los mortales, tras haber hecho juntos un viaje a las islas paradisíacas y haber despertado en Orin el más feroz de los desprecios.
Orin entregará su escrito sobre la familia Mannon a Hazel. Descubiertos por Lavinia, hará que aquélla se lo entregue.
Se oye una detonación. Peter trata de penetrar en la habitación cerrada. Un disparo de revólver, que, finalmente, pondrá fin a la vida de Orin.
Lavinia en su soledad final. La antigua mansión de Ezra Mannon encierra ya la sombra violacea y fatídica del tiempo.
Los resultados o "revolución cultural" que para el Séptimo Arte pudiera significar la transposición de la tragedia a la gran pantalla nacieron con cierta inevitable voluntad de "subversión", como condenados a brumosos movimientos que, por supuesto, jamás podrían resistirse a su encasillamiento. Por ello mismo alimentar la neurosis del clasicismo más mítico no tuvo, y sigue teniendo, más significación que (sin dejar de evidenciar a la vez sus posibilidades y sus límites, cual demoledora explosión de arcaísmos muy alejados del arte de masas) la de hallarse condenado a revivir en reducidos ghettos culturales de la cinematografía.
[Dudley Nichols, nacido en Wapakoneta, Ohio, EE.UU. el 6 de abril de 1895 – Fallecido en Los Ángeles, el 4 de enero de 1960 de cáncer a la edad de 64 años] Cursó estudios en "Blume High School". Sus preferencias estudiantiles anuncian ya su vocación por la literatura y la tecnología. Las inmensidades oceánicas se integran a sus emociones vivenciales como si en ellas hallara una atracción de imagenes-símbolo cósmico panteísta. Durante la I Guerra Mundial se alista en The U.S. Navy, y es condecorado por su inventiva: recuperación y desactivación explosiva de minas subacuáticas.
Tras finalizar la
Contienda Mundial, se emplea como periodista en "The New York World". Se
instala en Hollywood a partir de 1929, e inicia una prolífica
colaboración con directores cinematográficos de la talla de Renoir,
Hawks, Clair, Cukor y Lang. Guionista de indiscutible talento, consigue
su primer Oscar por su script
"The Informer" ("El delator"), 1935, film dirigido por John Ford, con Victor McLaglen, Heather Angel, Preston Foster, Margot Grahame, y Wallace Ford. Su consumada
maestría queda reflejada en unos 60 guiones inolvidables que
enriquecieron películas sobresalientes, entre las que cabría destacar:
"The Lost Patrol" ("La patrulla perdida"), 1934, de John Ford, con Victor McLaglen, Boris Karloff, Wallace Ford, Reginald Denny, y J.M. Kerrigan.
[Catherine Rosalind Russell-Waterbury, Connecticut, EE.UU 4 de junio de 1907 – Los Ángeles, 28 de noviembre de 1976]
[Raymond Hart Massey, Toronto, Ontario, Canadá, el 30 de agosto de 1896 - Los Ángeles, California, EE.UU. el 29 de julio de 1983] (Ezra Mannon): Patrimonio de un clasicismo cinematográfico
norteamericano basado en una sobriedad interpretativa capaz de componer
con apabullante convicción las más elogiables sutilezas de los
conflictos psicológicos. Pasiones y sentimientos recorrieron sus
trayectorias vivenciales a través de tan ponderada capacidad asimilativa
como las que enmarcaron los ingratos caracteres de cuantos personajes
interpretó (revalidados por su alta silueta cenceña, de porte
contundente y rígido, y su rostro inquietante). Emociones sutilmente
abordadas, como si se erigieran en espías de un controvertido y
sugerente intimismo intolerante, trágico, desesperado (en infinidad de
ocasiones atormentados por una búsqueda imposible de la felicidad en el
amor, como su Ezra-Agamemnón), borrascoso y no menos cruel, capaz, no
obstante, de desplazarse también hacia el humor (su inolvidable
composición como caricaturesco Jonathan Brewster-Boris Karloff, en
"Arsenic and Old Lace" ("Arsénico por compasión"),1944, de Frank Capra), que lo convirtieron en un
virtuoso y brillantísimo puntal (preferencialmente como actor de
reparto) de la gran Meca hollywoodense.)
Adam Brant - Peter Niles
"Mary of Scotland" ("María Estuardo"), 1936, de John Ford, con Katharine Hepburn, Fredric March, Florence Eldridge, Douglas Walton, y John Carradine . "The Hurricane" ("Huracán sobre la isla"), 1937, de John Ford y Stuart Heisler, con Dorothy Lamour, Jon Hall, Mary Astor, C. Aubrey Smith, y Al Kikume
"Bringing Up Baby" (La fiera de mi niña"), 1938, dirigida por Howard Hawks, con Katharine Hepburn, Cary Grant, Charles Ruggles, May Robson, y Walter Catlett. "Gunga Din", 1939, de George Stevens con Cary Grant, Victor McLaglen, Douglas Fairbanks Jr., y Joan Fontaine
"Stagecoach" ("La diligencia"), 1939, dirigida por John Ford, con John Wayne, Claire Trevor, Thomas Mitchell, John Carradine, Andy Devine, Louise Platt, Tim Holt, George Bancroft, y Donald Meek. "Swamp Water" ("Aguas pantanosas"), 1941, de Jean Renoir, con Anne Baxter, Dana Andrews, Walter Brennan, y Walter Huston.x
"This Land is Mine" ("Esta tierra es mía"), 1943, dirigida por Jean Renoir, con Charles Laughton, Maureen O'Hara, George Sanders, Walter Slezak, y Kent Smith, y "It Happened Tomorrow" ("Sucedió mañana"), 1944, de René Clair, con Dick Powell, Linda Darnell, Jack Oakie, Edgar Kennedy, y Edward Brophy.
"The Bells of St. Mary's" ("Las campanas de Santa María"), dirigida por Leo McCarey, con Bing Crosby, Ingrid Bergman, Henry Travers y William Gargan, y "Scarlet Street" ("Perversidad"), 1945, dirigida por Fritz Lang, con Edward G. Robinson, Joan Bennett, Dan Duryea, Jess Baker, y Margaret Lindsay.
"The Fugitive" ("El fugitivo"),
1947, dirigida por John Ford, con Henry Fonda, Dolores del Rio, Pedro Armendáriz, Ward Bond, y J. Carrol Naish. "The Big Sky" ("Río de sangre"), 1952, dirigida por Howard Hawks con Kirk Douglas, Dewey Martin, Steven Geray, y Elizabeth Threatt, y... "The Hangman" ("El justiciero"), 1959, de Michael Curtiz, con Robert Taylor, Tina Louise, Fess Parker, Jack Lord, y Shirley Harmer.
Como
prolongación de su amplitud de registros y su dedicación a la expresión
cinematográfica, escribiría, produciría y dirigiría tres impetuosos,
conflictivos y dialécticos films en la década de los 40: "Goverment
Girl" ("La chica del gobierno"), 1943, con Olivia de Havilland, Sonny Tufts, Anne Shirley, Jess Baker, y James Dunn . "Sister Kenny" ("Amor sublime"), 1946, con Rosalind Russell, Dean Jagger, y Alexander Knox [Biografía sobre la enfermera Elisabeth Kenny, que consiguió notoriedad
por sus revolucionarios tratamientos para la parálisis infantil].
Y la minuciosa visualización de la
tragedia clásica, adaptación discutible y controvertida para muchos
críticos, bien que no menos modélica, de la obra de Eugene O'Neill,
"Mourning Becomes Electra" ("El luto sienta bien a Electra"), 1947, con Rosalind Russell, Michael Redgrave, Raymond Massey, Leo Genn, Kirk Douglas, y Katina Paxinou,
Nichols se
distinguió como presidente de "The Screen Writers Guild" durante un año
1937-1938. Y mostró abiertamente su rechazo hacia los premios anuales
otorgados por la Academia de Artes Cinematográficas de Hollywood al
rehusar un Oscar, encabezando una limitada lista que completarían George
C. Scott y Marlon Brando.
[Catherine Rosalind Russell-Waterbury, Connecticut, EE.UU 4 de junio de 1907 – Los Ángeles, 28 de noviembre de 1976]
(Lavinia Mannon): Los perfiles míticos de Electra jalonan
decisivamente una estudiada potenciación trágica, concediendo a la
interpretación de esta eximia actriz un simbolismo intelectual de
veracidad clásica que mantiene a todo lo largo del film con un
estremecedor (para sus detractores, sobreactuado) crescendo
dramático. Rosalind Russell, en contraste con sus actuaciones en
inolvidables comedias de las décadas 30 y 40, ilustra ejemplarmente el
conceptual dramatismo propuesto por el personaje de O'Neill. Sus
ademanes concienciadores de la preconizada tragedia en la familia Mannon
se desbordan con exquisita minuciosidad en impetuosos conflictos
dialécticos. Y, magistralmente visualizados, arriban, además, por medio
de su imponente elemento físico. Imagen implacable la de Russell que
materializa el artificio teatralizante de su Lavinia-Electra a través de
una soberbia fusión visual (el arte en la pantalla cinematográfica) con
la concepción determinista de las mitologías panteistas del clasicismo
griego.
[Sir Michael Scudamore Redgrave, Bristol, Reino Unido, 20 de marzo de 1908- Denham, Reino Unido 21 de marzo de 1985]
(Orin Mannon): A la hora del balance, siempre importan los
resultados. El ingenio creador de este gran actor teatral se incorpora,
pues, perfectamente a la tragedia coral impuesto por el drama familiar
de O'Neill. Redgrave, implicándose de forma irreprochable en ese esquema
determinista que ilustra la deshumanización infausta de la tragedia
clásica, espolea con gran esplendidez su inquietante y exánime imagen a
través del horror íntimo que el pathos
impone a su acomplejado Orestes. Encaja con magnitud mítica y
extraordinaria profundidad psicológica su inequívoca dimensión
incestuosa, que lo arrastrará a la ruina física y moral, desencadenante
de su suicidio. La aceptada impureza de la debilidad de Orin surge a
través de Redgrave como un sollozo, agilizado por diálogos terebrantes,
que inaugura su presencia en la pantalla por entre los más convincentes
derroteros. Su presencia en el film fue una de las más fieles y
completas incorporaciones interpretativas al testimonial mundo de la
tragedia moderna creado por Eugene O'Neill.
[Aikaterini
Konstantopoulou, conocida como Katina Paxinou (Κατίνα Παξινού), El
Pireo, Atenas, Grecia, el 17 de diciembre de 1900-Atenas, el 22 de
febrero de 1973](Christine Mannon): En su alegato trágico se encierra la
desaforada sintaxis visual y necesaria que dé vida, (utilizando
sistemáticamente, a través de la dureza de su rostro, todos los recursos
privativos que encubrir puede la más elemental de las alevosías), a una
Clytemnestra capaz en consecuencia de desmenuzar todos los detalles
expresivos que requiere la maldad. Paxinou se convierte ante nuestros
ojos en una estremecedora advertencia a la tosquedad de los símbolos
pervertidores de la contención interpretativa (Katina Paxinou fue un
auténtico ariete mitificador de la teatralidad, necesario y eficaz
frente a las exigencias narrativamente retóricas que dieran lugar a su
reputación de gran figurante -incluso refrendada con un Oscar- en
cuantas películas intervino), pero es también capaz de evocar un
fatalismo necesario que describa, mediante la culminación emocional que
conlleva la acción, una sordidez con evidente carga folletinesca pero
imprescindible que la cámara pueda transportar desde el proscenio al
repertorio cinematográfico, creando así lo que tantas veces se
designaría como "lenguaje de ilimitada intención dramática", imperioso
en los clichés que textualizan "las grandes letras de la tragedia".
[Raymond Hart Massey, Toronto, Ontario, Canadá, el 30 de agosto de 1896 - Los Ángeles, California, EE.UU. el 29 de julio de 1983]
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