La señal exterior del mito es la de una eterna juventud. Es un rostro
viviente que guarda semillas de deleite, y posee un vuelo poético,
obstinado, que no permite que el tiempo le arrebate su encanto exótico,
que desgarre su recuerdo en el anonimato, ni que sea husmeado como cosa
muerta. La venda de los sueños trata siempre de cegarlo con el olvido,
pero como una vez poseyó hermosos ojos osados, se libera de su pálida
franja de púrpura, y busca nuevos símbolos avanzando cautelosamente
hacia flamantes mundos de luz, porque sus emociones perdidas aún pueden
resultar conmovedoras y excitantes, y coquetear, sin el menor aire de
extenuación, con el taedium vitae.
El mito nace de una divinidad prestada, de una indulgencia tan
preferencial como desproporcionada, inseminado por un numen errático
cuya cosecha inevitable crece en un inextricable laberinto de alegorías.
Lleva siempre consigo un embozo que le provee de libertad cuando sus
excesos absurdos parecen destinados a sumirse en los espacios y tiempos
del olvido. Los mitos anidan y se reproducen de igual forma entre las
llameantes metáforas de la imaginación y del simple juego intelectual.
Renacen de su soledad hasta conseguir elevarse en una nueva perspectiva
magnética. Por ello mismo gozan de su propio limbo vivificante que no
agota jamás su chisporroteo conquistador. Si poseen cuerpo físico,
convirtiéndose en hombre o mujer, se vuelven perturbadores y arrogantes
en su reserva. Sus presencias vuelven a exigir que la metáfora que los
creara les rinda la natural pleitesía que capturó cada minuto de su
existencia, erigiéndose en sofistas poseedores de una vieja cultura
inmortalizada. Y como si se rigieran por las siete reglas de Paracelso,
aunque situándolas en dos centros de gravedad sentimentales: septentrión
real y polo magnético, se convierten en naturalezas puramente
antinómicas. Para el mito el azar tampoco existe. Reniega de este atavío
rotundo que es el albur porque le humilla haber nacido de él. Y así,
volviendo a Paracelso, en su ánimo permanece el rencor, el odio, el
tedio, la tristeza y la venganza. Rehuye la indolencia, el chisme y la
murmuración; es insolente, pero acepta el sentimentalismo. Jamás olvida
la ofensa. Los viejos hábitos, pensamientos y errores le sirven de
carnada para manifestarse. Cree en la buena influencia del tópico
sensualista. Y trata, no obstante, de guardar absoluto silencio sobre
sus asuntos personales. Posee un jardín sellado en el que asegura
irrigar un juramento sagrado de silencio por cuanto una vez oyó, supo,
aprendió, sospechó o descubrió. Pero los verdaderos nombres del mito son
el egoísmo y la vanidad, porque ejercen en la leyenda de sus nobles y
grandes gestas. Los mitos jamás admiten la perennidad dolorosa del "caballi":
cuerpos astrales de seres muertos prematuramente, o que fueron
asesinados o cometieran suicidio, ya que vivirían únicamente como "lemures", siempre errantes por entre esa esfera de encantamiento terrestre o "Kâmaloca".
No serían, pues, más que almas en pena esclavizadas a la memoria de la
tierra que les dio vida. Por ello mismo, al mito, que pretende siempre
recuperar el brillo inusitado de su existencia, volver a ser más o menos
consciente de su inteligencia vivencial, y que añora elevarse sobre sí
mismo, le devora una ansiedad enfermiza por recuperar el grandilocuente
testimonio de sus actos corporales. Pero su utópica primacía, esa muerta
voluntad que imagina haber recobrado, obra tan sólo en pensamiento. Su
divismo juega a ignorar que ha acabado escondido detrás del horizonte de
su mundo en ruinas, entre lamentaciones de moribundo. En consecuencia,
nuestro astral "caballi",
transfiguración del mito, insiste en buscar una eterna comunicación con
el hombre, y si alcanza lo que se conoce por "organización medianímica
con el ser viviente", su cuerpo se le representa tan real como a
nosotros el nuestro. El mito es, por tanto, valiéndonos de la atávica
pauta gnóstica de Paracelso "el gran Pecado Mortal contra el Espíritu"
en que jamás deseó convertirse.
... Y entre los fastos de la mitología el "amor fati"
El
mercadurismo cinematográfico, desde sus albores, ha poseído (como la
literatura) una llaga que no cicatriza nunca: la conjugación del verbo
amar. Una conjugación que jamás ha respetado disciplina alguna, ya que
posee una fluidez disociativa extraordinaria. El amor como tema de
estudio artístico nunca ha conocido el menor orden silogístico. Sus
razonamientos deductivos siempre navegan a la deriva, como una gran nave
que flota de mil modos y maneras entre sus oleajes desorganizados. Y si
lo que entra en juego es el "amor fati",
todo razonamiento deductivo, o sea su premisa y conclusión, acabará
destruyéndose por obra y gracia del exceso y de la obstinación. La
conjugación insensata del amor tiende siempre a malograr esa felicidad
que anhela. Nos debilita por el deseo ardiente de penetrar en la faz
oculta de su existencia. Debemos defendernos desesperadamente de los
celos y del deseo. Y así descubrimos con espanto que enamorarse
significa convertirse en espía, no en amante, porque es ése un
sentimiento rico en ambigüedades insensatas; un sofisma o trampa amarga
que nos obliga constantemente a hacer averiguaciones, a intentar
adivinar, a preguntarnos que "habrá hecho el amor antes de encontrarse
con nosotros" o "que seguirá haciendo después de habernos hallado".
El Séptimo Arte, como no podía
ser menos, se apropiaría muy pronto, como ya hiciera anteriormente la
literatura popular, de esta constante temática de probada eficacia. Una primera incursión en el mito fue "Los amores de Carmen", 1927, de Raoul Walsh con Dolores del Rio, Don Alvarado, Victor McLaglen, Nancy Nash, y JackBaston. La
orientación de las masas, en todos los siglos, ha sido particularmente
sensible a la incitación sexual. Y la pareja, como eje de toda dimensión
romántica, siempre puede así enhebrarse con facilidad a cualquier
línea dramática, ya sea cinematográfica o literaria. El amor en la
pantalla grande, mantendría por tanto, desde aquella temprana edad ya
citada, su casi eterno curso paralelo a todos los esquemas que habrían
de ilustrar los infinitos rotativos ofrecidos por la cinematografía.
Como no se cansarían de afirmar los grandes magnates del Séptimo Arte,
afortunadamente las razones objetivas del "boy meets a girl" admitían mil o más variaciones. Pero era el famoso corolario del "happy end" el que habría de constituir el más poderoso pilar sobre el que asentar el poderío comercial cinematográfico.
La mitología acaba necesariamente por imponerse en el "boy meets a girl".
Pero, eso sí, exigiendo (ya que asume las proporciones filosóficas del
"superhombre" que nos legara Nietszche), la extirpación indiscriminada
de cualquier configuración de "fealdad física". En ello hallamos el
primer símbolo de servidumbre para con el mito
La fealdad, por
antonomasia, (aunque, en contadas ocasiones, a un físico humano
repulsivo se le pueda conceder la gracia de poseer una personalidad
sensible al amor como sucediera con el monstruoso Quasimodo de "El
jorobado de Nôtre Dame de París"), obedecerá tan sólo a las necesidades
dramáticas del guionista, cuando se exija la presencia del no menos
famoso "villano", suma y compendio del mal que aparecerá para tratar de
condicionar la infelicidad del protagonismo romántico personificado por
el héroe y la heroína, siempre atractivos y fascinantes, y eje amoroso
de la acción. Bastará, pues, la eliminación física del "villano", y con
él la desagradable fealdad, para que el mito amoroso y seductor halle su
feliz caldo de cultivo en una soñada felicidad eterna, aunque tenga que ser robada como el desgraciado personaje de "Nôtre Dame de París".
La
mitología romántica aprende así a conjugar en especial su verbo amar
porque el Séptimo Arte (que casi siempre intenta no travesear con el
equívoco frente al tropismo de las multitudes que garantizan el
suculento "box office") nos
asegura que cuanto nos es mostrado en la pantalla grande son "escenas de
la vida real". Pero entre los esquemas de toda mitología, dijo Homero, o
por lo menos lo dio a entender, siempre se ocultan también imágenes
inquietantes, cargadas al mismo tiempo de temibles presagios. Por ello
mismo jamás podrá falsearse la compleja realidad del mito, ni camuflar a
través de él la felicidad o la infelicidad de los hombres, puesto que
al trasladar el campo de psicopatología humana hacia la línea dramática
que ya nos impusiera la literatura, y después el Séptimo Arte, cuando se
nos asegura que la mitología forma parte también de la vida real, se
mitifica al mismo tiempo cierto tipo de inmoralidad. Y esa inmoralidad,
que llega patentizada por las fuerzas elementales del Bien y del Mal,
las que siempre han exaltado y condensado las apetencias más
irracionales y secretas del hombre, y se ocultan en las capas más
profundas del subconsciente humano, por más que nosotros, los cinéfilos
(caso que aquí nos ocupa), glotones de "dosis de cine", y los grandes
capitostes de la industria cinematográfica traten de canalizar la
raigambre mítica de cuanto nos es mostrado por el celuloide.
Como fue muchos
siglos antes nos lo ofrendó la literatura, la heroicidad, el
romanticismo y la villanía no tendrá más remedio que fusionar y
confundir los valores éticos y estéticos de la humanidad, al igual que
ocurriera también en las más viejas mitologías del planeta que habitamos
(son los duelos furibundos de Ormuz y Ahrimán, de Caín y Abel, de
Osiris y Set, de Balder y Loki) ; y cubrir siempre que sea necesario, y
sin avergonzarnos de ello, con una venda infecciosa que no cure ni
mixtifique la realidad del infinidad de veces imposible "happyend".
Un agitado origen del "bonheur" al "chagrin" amoroso
El poeta uruguayo-francés Jules Laforgue (1860-1887), apasionado del amor, expresó con exacerbada avidez: ... "Helena maldita en la noche dulce, pensamientos que copian el horizonte inmenso. "¿Quién eres Tú, que siembras desesperanza?", le dicen agónicos los moribundos yaciendo por miles, y la flor que se seca en sus labios helados repite:"¿Quién eres?", con voz incensiaria. Pero Helena recorre con mirada sombría el mar, las ciudades, planicies sin fin, y exclama: "¡Basta, Fatalidad, llévame contigo!"...
Puede reconocerse fácilmente en esa fatiga sobrecogedora que acompaña dicho
texto lo difícil que resulta perforar, en la medida en que todos los
humanos nos hallamos sujetos a las pasiones y acción dramática con que
dicha emoción crea en nosotros ataduras que siempre son vividas in potentia, el feroz, desequilibrado e inconfundible retrato en que el amor se ve eternamente representado con sus rasgos más auténticos: "bonheur"versus "chagrin".
Rasgos que jamás lograremos aislar porque perviven asidos por el tiempo
en la más real dimensión del hombre y de la mujer. Una dimensión creada
por unas necesidades biológicas en las que el elemento predominante es
la sensualidad, y cuyos aspectos más extraordinarios: felicidad, deseo,
placer, procreación forman una realidad que no logra ser nunca la
realidad "tal como la quisiéramos".
Los
pasiones exasperadas y literarias siempre se han debatido entre dos
polos opuestos: el realismo y la tentación romántica. Pero ambos polos
poseen un mismo afán polémico. Esta herencia, inherente a la existencia
humana, y por ello mismo insoslayable de la misma, ha sido siempre la
más fecunda y puede medirse no tan sólo por la variada obra con que se
ha visto enriquecida, sino porque la técnica exploratoria de los
sentimientos amorosos, con sus infinitas derivaciones hacia meticulosos
estudios de conductas y crisis, renace constantemente de sus propias
cenizas, se renueva con indiscutible unanimidad para exponerla a un
tiempo fácil y difícil adaptación del ser humano a este sentimiento
bello y monstruoso a la vez, pero cuyas motivaciones íntimas y
necesarias para hombres y mujeres crean nuestro entorno vivencial, y
pueden por ello aplicar libremente su fino escalpelo al drama de la
alienación que tantas veces provoca."Los vivos (se dice) no pueden vivir sin amor", o también "de amor se muere" o "por amor se mata".
El amor, afirmaron muchos escritores, es, pues, "un traidor auténtico
de la humanidad"
Todo el que ama apasionadamente se siente morir, y esa
vida-muerte es una especie de limbo en el que el angustiado amante y,
¿por qué no?, el muchas veces también desesperado amado, convertidos
ambos en "caballi", se mueven como errantes almas en pena. Será el aditamento romántico el que acabará convirtiéndoles en mitos (pese a que los "caballi"
odien adoptar dicha jerarquía). Y el mito, que siempre anduvo en manos
de escritores, posee la más gigantesca dimensión de libre albedrío: la
obra que le concede libertad de soñar, porque existe en la infinitud
imaginativa del artista dotado de la fuerza suficiente para retenerlo y
darle forma. Y esa forma acaba por transmutarse en "vida póstuma".
"Carmen" los nuevos aderezos del mito, en constante renovación a través de su ayer sugestivo
Cuando
la resonancia melodramática se aplica con cierto afán polémico a la
investigación (pobre en el caso que nos ocupa) de un realidad social que
carece de esa dimensión más profunda de que nos provee la historia,
puede surgir, como gran paradoja, la fascinación. Una fascinación que,
tras nacer de un documentalismo anecdótico, cuando éste se destina a una
obra literaria paraliza en buena parte todo el sentido crítico que
aspiraba a mostrar al lector su rasgo más extraordinario. El literario
academicismo decimonónico, al pretender propiciar un artificioso
realismo "canaille" del racismo
y de la supremacía de clases en la Europa de entonces, ofrendaría en
infinidad de ocasiones cierto candor ritual que, naturalmente, tuvo que
debatirse entre la polémica y la denuncia, y la deformación óptica,
brumosa, de una de esas en tantas ocasiones repetidas tendencias
realista-folklóricas. Unas propensiones que, creyendo meter la nariz por
todas partes, no podrían por menos que entregarse a unas meditaciones
de pretendida frescura y vigor histórico que, con el tiempo, acabarían
por ridiculizarse a sí mismas. Antiguas vocaciones de combate social,
que en plumas de la crítica más joven, pese a inclinarse también hacia
una nostalgia romántica que no renunciaba a comprometerse con los
problemas histórico-sociales de su tiempo y dar cabida a ese universo
tantas veces irresponsable y cruel con que se significa el amor,
sufriría los duros condicionamientos, ya se indicó, de una crítica que
tampoco dudaría en pronunciar sobre dichas obras su veredicto menos
constructivo: "academicismo fósil". Actualizando un siglo más tarde al
inactual gusto por la citada literatura academicista y "esas poses
artístico-literarias ya decapitadas por su senectud", se daría paso de
nuevo, con una fuerza impensable, al trasnochado drama fatalista, al
documento social olvidado, y a un barroquismo romántico que nos
conduciría nuevamente a aquellas evocaciones nostálgicas capaces de
detentar otra vez el prestigio de la fascinación. Y la fascinación casi
siempre acaba por condimentarse con los sabrosos elementos del mito.
[Nacido
en París, Francia, el 28 de septiembre de 1803-Fallecido en Cannes,
Francia, el 23 de septiembre de 1870 a la edad de 66 años]
Escritor, historiador y arqueólogo francés, llega a convertirse en figura
literaria de cierto relieve al conceder nuevo aliento, por medio de su
novela más popular, bien que de dudosa calidad literaria: "Carmen",
1845, (obra que no pasa de ser un discutible y tópico documento de
arqueológicas idiosincrasias racistas, que nos retrotrae a una
tremebunda España decimonónica donde la convivencia entre "payos" y
"gitanos" asume proporciones alarmantes, a través de un ambiente
disparatado y del más patético romanticismo, y cuyas connotaciones
históricas y costumbristas nos suenan a "mera rutina de escritor
turísticamente obnubilado y no menos despistado") a lo que sin duda fue
(y volverá a ser, un siglo después de haber sido escrita la novela)
polémico y comprometido embrión de este imaginativo movimiento osmótico:
"fascinación-mito".
A
este incansable viajero (España, Grecia, Turquía y Rusia
preferentemente) que fue Prosper Mérimée se le juzga con los mismos
exagerados cánones que se aplican a los románticos exacerbados. Y en
dicho romanticismo, aquejado, como se dijo de él, de "un pesimismo
tranquilo, más epicúreo que estoico", su filosofía trata de acoger los
más variados moldes de una psicología nefasta para aplicarla a sus
personajes. En "Carmen", especialmente, sus personajes, dotados de lo
que podría llamarse "anemia imaginativa", libran la más obsesiva batalla
del amor alimentado de celos. Un amor que para aumentar sus penas o
echarse a la espalda el más doloroso complejo de culpa se vale
únicamente de un costumbrismo adocenado en el que pulula, como único
perfil en la sombra que habrá de perseguirlos de por vida, un siempre
impaciente, ansioso, amoral, destructivo y no menos mitológico "fatum".
Nombrado
en 1844 Miembro de la Academia Francesa, fue un escritor escasamente
entusiasta del experimento artístico-literario pródigo y exuberante.
Otras novelas menos famosas que "Carmen","Les âmes du Purgatoire",
1834, centrada también en España sobre el libertino Don Juan Maraña,
"Colomba", 1840, "La chambre bleue", 1872, perfilan un peculiar estilo
de autor moderado, estricto pero un tanto apurado a la hora de volcar su
pluma y su imaginación sobre el papel. No es de extrañar en un
hedonista que, por supuesto, dedicó su existencia a la más complaciente
de las tareas: vivirla.
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