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jueves, 4 de agosto de 2022

The Loves of Carmen (Los amores de Carmen) -1-

 


La señal exterior del mito es la de una eterna juventud. Es un rostro viviente que guarda semillas de deleite, y posee un vuelo poético, obstinado, que no permite que el tiempo le arrebate su encanto exótico, que desgarre su recuerdo en el anonimato, ni que sea husmeado como cosa muerta. La venda de los sueños trata siempre de cegarlo con el olvido, pero como una vez poseyó hermosos ojos osados, se libera de su pálida franja de púrpura, y busca nuevos símbolos avanzando cautelosamente hacia flamantes mundos de luz, porque sus emociones perdidas aún pueden resultar conmovedoras y excitantes, y coquetear, sin el menor aire de extenuación, con el taedium vitae. El mito nace de una divinidad prestada, de una indulgencia tan preferencial como desproporcionada, inseminado por un numen errático cuya cosecha inevitable crece en un inextricable laberinto de alegorías. Lleva siempre consigo un embozo que le provee de libertad cuando sus excesos absurdos parecen destinados a sumirse en los espacios y tiempos del olvido. Los mitos anidan y se reproducen de igual forma entre las llameantes metáforas de la imaginación y del simple juego intelectual. Renacen de su soledad hasta conseguir elevarse en una nueva perspectiva magnética. Por ello mismo gozan de su propio limbo vivificante que no agota jamás su chisporroteo conquistador. Si poseen cuerpo físico, convirtiéndose en hombre o mujer, se vuelven perturbadores y arrogantes en su reserva. Sus presencias vuelven a exigir que la metáfora que los creara les rinda la natural pleitesía que capturó cada minuto de su existencia, erigiéndose en sofistas poseedores de una vieja cultura inmortalizada. Y como si se rigieran por las siete reglas de Paracelso, aunque situándolas en dos centros de gravedad sentimentales: septentrión real y polo magnético, se convierten en naturalezas puramente antinómicas. Para el mito el azar tampoco existe. Reniega de este atavío rotundo que es el albur porque le humilla haber nacido de él. Y así, volviendo a Paracelso, en su ánimo permanece el rencor, el odio, el tedio, la tristeza y la venganza. Rehuye la indolencia, el chisme y la murmuración; es insolente, pero acepta el sentimentalismo. Jamás olvida la ofensa. Los viejos hábitos, pensamientos y errores le sirven de carnada para manifestarse. Cree en la buena influencia del tópico sensualista. Y trata, no obstante, de guardar absoluto silencio sobre sus asuntos personales. Posee un jardín sellado en el que asegura irrigar un juramento sagrado de silencio por cuanto una vez oyó, supo, aprendió, sospechó o descubrió. Pero los verdaderos nombres del mito son el egoísmo y la vanidad, porque ejercen en la leyenda de sus nobles y grandes gestas. Los mitos jamás admiten la perennidad dolorosa del "caballi": cuerpos astrales de seres muertos prematuramente, o que fueron asesinados o cometieran suicidio, ya que vivirían únicamente como "lemures", siempre errantes por entre esa esfera de encantamiento terrestre o "maloca". No serían, pues, más que almas en pena esclavizadas a la memoria de la tierra que les dio vida. Por ello mismo, al mito, que pretende siempre recuperar el brillo inusitado de su existencia, volver a ser más o menos consciente de su inteligencia vivencial, y que añora elevarse sobre sí mismo, le devora una ansiedad enfermiza por recuperar el grandilocuente testimonio de sus actos corporales. Pero su utópica primacía, esa muerta voluntad que imagina haber recobrado, obra tan sólo en pensamiento. Su divismo juega a ignorar que ha acabado escondido detrás del horizonte de su mundo en ruinas, entre lamentaciones de moribundo. En consecuencia, nuestro astral "caballi", transfiguración del mito, insiste en buscar una eterna comunicación con el hombre, y si alcanza lo que se conoce por "organización medianímica con el ser viviente", su cuerpo se le representa tan real como a nosotros el nuestro. El mito es, por tanto, valiéndonos de la atávica pauta gnóstica de Paracelso "el gran Pecado Mortal contra el Espíritu" en que jamás deseó convertirse.

          ... Y entre los fastos de la mitología el "amor fati"

 


El mercadurismo cinematográfico, desde sus albores, ha poseído (como la literatura) una llaga que no cicatriza nunca: la conjugación del verbo amar. Una conjugación que jamás ha respetado disciplina alguna, ya que posee una fluidez disociativa extraordinaria. El amor como tema de estudio artístico nunca ha conocido el menor orden silogístico. Sus razonamientos deductivos siempre navegan a la deriva, como una gran nave que flota de mil modos y maneras entre sus oleajes desorganizados. Y si lo que entra en juego es el "amor fati", todo razonamiento deductivo, o sea su premisa y conclusión, acabará destruyéndose por obra y gracia del exceso y de la obstinación. La conjugación insensata del amor tiende siempre a malograr esa felicidad que anhela. Nos debilita por el deseo ardiente de penetrar en la faz oculta de su existencia. Debemos defendernos desesperadamente de los celos y del deseo. Y así descubrimos con espanto que enamorarse significa convertirse en espía, no en amante, porque es ése un sentimiento rico en ambigüedades insensatas; un sofisma o trampa amarga que nos obliga constantemente a hacer averiguaciones, a intentar adivinar, a preguntarnos que "habrá hecho el amor antes de encontrarse con nosotros" o "que seguirá haciendo después de habernos hallado".

El Séptimo Arte, como no podía ser menos, se apropiaría muy pronto, como ya hiciera anteriormente la literatura popular, de esta constante temática de probada eficacia. Una primera incursión en el mito fue "Los amores de Carmen", 1927, de  Raoul Walsh con Dolores del Rio, Don Alvarado, Victor McLaglen, Nancy Nash, y Jack Baston. La orientación de las masas, en todos los siglos, ha sido particularmente sensible a la incitación sexual. Y la pareja, como eje de toda dimensión romántica, siempre puede así enhebrarse con facilidad a cualquier línea dramática, ya sea cinematográfica o literaria. El amor en la pantalla grande, mantendría por tanto, desde aquella temprana edad ya citada, su casi eterno curso paralelo a todos los esquemas que habrían de ilustrar los infinitos rotativos ofrecidos por la cinematografía. Como no se cansarían de afirmar los grandes magnates del Séptimo Arte, afortunadamente las razones objetivas del "boy meets a girl" admitían mil o más variaciones. Pero era el famoso corolario del "happy end" el que habría de constituir el más poderoso pilar sobre el que asentar el poderío comercial cinematográfico.


La mitología acaba necesariamente por imponerse en el "boy meets a girl". Pero, eso sí, exigiendo (ya que asume las proporciones filosóficas del "superhombre" que nos legara Nietszche), la extirpación indiscriminada de cualquier configuración de "fealdad física". En ello hallamos el primer símbolo de servidumbre para con el mito
La fealdad, por antonomasia, (aunque, en contadas ocasiones, a un físico humano repulsivo se le pueda conceder la gracia de poseer una personalidad sensible al amor como sucediera con el monstruoso Quasimodo de "El jorobado de Nôtre Dame de París"), obedecerá tan sólo a las necesidades dramáticas del guionista, cuando se exija la presencia del no menos famoso "villano", suma y compendio del mal que aparecerá para tratar de condicionar la infelicidad del protagonismo romántico personificado por el héroe y la heroína, siempre atractivos y fascinantes, y eje amoroso de la acción. Bastará, pues, la eliminación física del "villano", y con él la desagradable fealdad, para que el mito amoroso y seductor halle su feliz caldo de cultivo en una soñada felicidad eterna, aunque tenga que ser robada como el desgraciado personaje de "Nôtre Dame de París".



La mitología romántica aprende así a conjugar en especial su verbo amar porque el Séptimo Arte (que casi siempre intenta no travesear con el equívoco frente al tropismo de las multitudes que garantizan el suculento "box office") nos asegura que cuanto nos es mostrado en la pantalla grande son "escenas de la vida real". Pero entre los esquemas de toda mitología, dijo Homero, o por lo menos lo dio a entender, siempre se ocultan también imágenes inquietantes, cargadas al mismo tiempo de temibles presagios. Por ello mismo jamás podrá falsearse la compleja realidad del mito, ni camuflar a través de él la felicidad o la infelicidad de los hombres, puesto que al trasladar el campo de psicopatología humana hacia la línea dramática que ya nos impusiera la literatura, y después el Séptimo Arte, cuando se nos asegura que la mitología forma parte también de la vida real, se mitifica al mismo tiempo cierto tipo de inmoralidad. Y esa inmoralidad, que llega patentizada por las fuerzas elementales del Bien y del Mal, las que siempre han exaltado y condensado las apetencias más irracionales y secretas del hombre, y se ocultan en las capas más profundas del subconsciente humano, por más que nosotros, los cinéfilos (caso que aquí nos ocupa), glotones de "dosis de cine", y los grandes capitostes de la industria cinematográfica traten de canalizar la raigambre mítica de cuanto nos es mostrado por el celuloide.m


Como fue muchos siglos antes nos lo ofrendó la literatura, la heroicidad, el romanticismo y la villanía no tendrá más remedio que fusionar y confundir los valores éticos y estéticos de la humanidad, al igual que ocurriera también en las más viejas mitologías del planeta que habitamos (son los duelos furibundos de Ormuz y Ahrimán, de Caín y Abel, de Osiris y Set, de Balder y Loki) ; y cubrir siempre que sea necesario, y sin avergonzarnos de ello, con una venda infecciosa que no cure ni mixtifique la realidad del infinidad de veces imposible "happy end".

      Un agitado origen del "bonheur" al "chagrin" amoroso

El poeta uruguayo-francés Jules Laforgue (1860-1887), apasionado del amor, expresó con exacerbada avidez: ... "Helena maldita en la noche dulce, pensamientos que copian el horizonte inmenso. "¿Quién eres Tú, que siembras desesperanza?", le dicen agónicos los moribundos yaciendo por miles, y la flor que se seca en sus labios helados repite:"¿Quién eres?", con voz incensaria. Pero Helena recorre con mirada sombría el mar, las ciudades, planicies sin fin, y exclama: "¡Basta, Fatalidad, llévame contigo!"...


Puede  reconocerse fácilmente en esa fatiga sobrecogedora que acompaña dicho texto lo difícil que resulta perforar, en la medida en que todos los humanos nos hallamos sujetos a las pasiones y acción dramática con que dicha emoción crea en nosotros ataduras que siempre son vividas in potentia, el feroz, desequilibrado e inconfundible retrato en que el amor se ve eternamente representado con sus rasgos más auténticos: "bonheur" versus "chagrin"  
Rasgos que jamás lograremos aislar porque perviven asidos por el tiempo en la más real dimensión del hombre y de la mujer. Una dimensión creada por unas necesidades biológicas en las que el elemento predominante es la sensualidad, y cuyos aspectos más extraordinarios: felicidad, deseo, placer, procreación forman una realidad que no logra ser nunca la realidad "tal como la quisiéramos".
Los pasiones exasperadas y literarias siempre se han debatido entre dos polos opuestos: el realismo y la tentación romántica. Pero ambos polos poseen un mismo afán polémico. Esta herencia, inherente a la existencia humana, y por ello mismo insoslayable de la misma, ha sido siempre la más fecunda y puede medirse no tan sólo por la variada obra con que se ha visto enriquecida, sino porque la técnica exploratoria de los sentimientos amorosos, con sus infinitas derivaciones hacia meticulosos estudios de conductas y crisis, renace constantemente de sus propias cenizas, se renueva con indiscutible unanimidad para exponer la a un tiempo fácil y difícil adaptación del ser humano a este sentimiento bello y monstruoso a la vez, pero cuyas motivaciones íntimas y necesarias para hombres y mujeres crean nuestro entorno vivencial, y pueden por ello aplicar libremente su fino escalpelo al drama de la alienación que tantas veces provoca. "Los vivos (se dice) no pueden vivir sin amor", o también "de amor se muere" o "por amor se mata". El amor, afirmaron muchos escritores, es, pues, "un traidor auténtico de la humanidad"
 
Todo el que ama apasionadamente se siente morir, y esa vida-muerte es una especie de limbo en el que el angustiado amante y, ¿por qué no?, el muchas veces también desesperado amado, convertidos ambos en "caballi", se mueven como errantes almas en pena. Será el aditamento romántico el que acabará convirtiéndoles en mitos (pese a que los "caballi" odien adoptar dicha jerarquía). Y el mito, que siempre anduvo en manos de escritores, posee la más gigantesca dimensión de libre albedrío: la obra que le concede libertad de soñar, porque existe en la infinitud imaginativa del artista dotado de la fuerza suficiente para retenerlo y darle forma. Y esa forma acaba por transmutarse en "vida póstuma".


"Carmen" los nuevos aderezos del mito, en constante renovación a través de su ayer sugestivo






Cuando la resonancia melodramática se aplica con cierto afán polémico a la investigación (pobre en el caso que nos ocupa) de un realidad social que carece de esa dimensión más profunda de que nos provee la historia, puede surgir, como gran paradoja, la fascinación. Una fascinación que, tras nacer de un documentalismo anecdótico, cuando éste se destina a una obra literaria paraliza en buena parte todo el sentido crítico que aspiraba a mostrar al lector su rasgo más extraordinario. El literario academicismo decimonónico, al pretender propiciar un artificioso realismo "canaille" del racismo y de la supremacía de clases en la Europa de entonces, ofrendaría en infinidad de ocasiones cierto candor ritual que, naturalmente, tuvo que debatirse entre la polémica y la denuncia, y la deformación óptica, brumosa, de una de esas en tantas ocasiones repetidas tendencias realista-folklóricas. Unas propensiones que, creyendo meter la nariz por todas partes, no podrían por menos que entregarse a unas meditaciones de pretendida frescura y vigor histórico que, con el tiempo, acabarían por ridiculizarse a sí mismas. Antiguas vocaciones de combate social, que en plumas de la crítica más joven, pese a inclinarse también hacia una nostalgia romántica que no renunciaba a comprometerse con los problemas histórico-sociales de su tiempo y dar cabida a ese universo tantas veces irresponsable y cruel con que se significa el amor, sufriría los duros condicionamientos, ya se indicó, de una crítica que tampoco dudaría en pronunciar sobre dichas obras su veredicto menos constructivo: "academicismo fósil". Actualizando un siglo más tarde al inactual gusto por la citada literatura academicista y "esas poses artístico-literarias ya decapitadas por su senectud", se daría paso de nuevo, con una fuerza impensable, al trasnochado drama fatalista, al documento social olvidado, y a un barroquismo romántico que nos conduciría nuevamente a aquellas evocaciones nostálgicas capaces de detentar otra vez el prestigio de la fascinación. Y la fascinación casi siempre acaba por condimentarse con los sabrosos elementos del mito.





[Nacido en París, Francia, el 28 de septiembre de 1803-Fallecido en Cannes, Francia, el 23 de septiembre de 1870 a la edad de 66 años]





Escritor, historiador y arqueólogo francés, llega a convertirse en figura literaria de cierto relieve al conceder nuevo aliento, por medio de su novela más popular, bien que de dudosa calidad literaria: "Carmen", 1845, (obra que no pasa de ser un discutible y tópico documento de arqueológicas idiosincrasias racistas, que nos retrotrae a una tremebunda España decimonónica donde la convivencia entre "payos" y "gitanos" asume proporciones alarmantes, a través de un ambiente disparatado y del más patético romanticismo, y cuyas connotaciones históricas y costumbristas nos suenan a "mera rutina de escritor turísticamente obnubilado y no menos despistado") a lo que sin duda fue (y volverá a ser, un siglo después de haber sido escrita la novela) polémico y comprometido embrión de este imaginativo movimiento osmótico: "fascinación-mito".

A este incansable viajero (España, Grecia, Turquía y Rusia preferentemente) que fue Prosper Mérimée se le juzga con los mismos exagerados cánones que se aplican a los románticos exacerbados. Y en dicho romanticismo, aquejado, como se dijo de él, de "un pesimismo tranquilo, más epicúreo que estoico", su filosofía trata de acoger los más variados moldes de una psicología nefasta para aplicarla a sus personajes. En "Carmen", especialmente, sus personajes, dotados de lo que podría llamarse "anemia imaginativa", libran la más obsesiva batalla del amor alimentado de celos. Un amor que para aumentar sus penas o echarse a la espalda el más doloroso complejo de culpa se vale únicamente de un costumbrismo adocenado en el que pulula, como único perfil en la sombra que habrá de perseguirlos de por vida, un siempre impaciente, ansioso, amoral, destructivo y no menos mitológico "fatum".

Nombrado en 1844 Miembro de la Academia Francesa, fue un escritor escasamente entusiasta del experimento artístico-literario pródigo y exuberante. Otras novelas menos famosas que "Carmen", "Les âmes du Purgatoire", 1834, centrada también en España sobre el libertino Don Juan Maraña, "Colomba", 1840, "La chambre bleue", 1872, perfilan un peculiar estilo de autor moderado, estricto pero un tanto apurado a la hora de volcar su pluma y su imaginación sobre el papel. No es de extrañar en un hedonista que, por supuesto, dedicó su existencia a la más complaciente de las tareas: vivirla.







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