Un mito colectivo femenino donde la efectividad de las mayores lacras que puedan aquejar a las mujeres cumple todos los
requisitos inevitables y esperados, a fin de que, sin más dilación, en esa España recóndita y escayolada de principios del siglo XX, deje la mujer de jugar su eterno papel secundario. Aunque, eso sí, siempre tras la desaparición del varón y de sus erecciones dictatoriales de entrepiernas. Quedará ahora la fémina aparcada en un ineludible matriarcado intolerantemente vitalista, y canonizado por una madre irascible, egocéntrica, violenta y asexuada. Pero que sigue pringada de los instintos de fidelidad matrimonial, aunque carente de sentimientos amorosos hacia el hombre que le engendró cuatro hijas (la mayor fruto de un enlace anterior) Y esa, más que madre, madrastra, no dudará en recorrer junto a su tiranizada descendencia femenina esas cuatro paredes domésticas tiñéndolas con el más riguroso y despiadado de los lutos. Así, en aquel blanco y lejano hogar de infancia se anuncian ahora todo un cúmulo de despropósitos. Y definitivamente prevalecerá en él una nueva apreciación de sensaciones vivas en el que todas esas mujeres, como si se tratara de un ritual siniestro, van a iniciarse en un nuevo aprendizaje desesperado de intransigencia materna que, al mismo tiempo que las convierte en cómplices inocentes de la memoria de su luto, hará nacer en ellas los más violentos actos de repulsión, pero por miedo, no por rechazo al apetitoso lenguaje de los instintos naturales que ahora se les niega.
No ha de extrañarnos, pues, encontrarnos en esta excelsa dramaturgia, dialogada como los dioses, que es "Bernarda Alba", con una estructura de mujeres desesperadas que se buscan y se esconden sin acabar de hallar un refugio a su desolada exasperación. Y que, incapacitadas para desafiar a esa madre endiosada y cruel, venenosa como una cobra, que sigue alimentando ferozmente su jerarquía procreadora, penan en la neblina de sus días pasados, aquellos que probablemente no van a volver, al tiempo que se pierden sollozantes ante el cariz de un futuro sin ilusiones. Entre esas paredes se empieza así, en plena juventud, a morir conscientemente. Y manchados por el luto, los sentimientos recorrerán ya la vía más difícil, dándose de bruces con la ansiedad, la violencia, el aburrimiento, el cansancio, el deseo, el desenfreno, el odio, y el suicidio.
No ha de extrañarnos, pues, encontrarnos en esta excelsa dramaturgia, dialogada como los dioses, que es "Bernarda Alba", con una estructura de mujeres desesperadas que se buscan y se esconden sin acabar de hallar un refugio a su desolada exasperación. Y que, incapacitadas para desafiar a esa madre endiosada y cruel, venenosa como una cobra, que sigue alimentando ferozmente su jerarquía procreadora, penan en la neblina de sus días pasados, aquellos que probablemente no van a volver, al tiempo que se pierden sollozantes ante el cariz de un futuro sin ilusiones. Entre esas paredes se empieza así, en plena juventud, a morir conscientemente. Y manchados por el luto, los sentimientos recorrerán ya la vía más difícil, dándose de bruces con la ansiedad, la violencia, el aburrimiento, el cansancio, el deseo, el desenfreno, el odio, y el suicidio.
[A collective feminine myth where the effectiveness
of the biggest blights that can afflict women meets all the inevitable
and expected requirements, so that, without further delay, in that hidden and
plastered Spain of the early twentieth century, women stop playing their
eternal secondary role. Although, yes, always after the disappearance of the
man and his dictatorial crotch erections. Now the female will be parked in an
inescapable intolerantly vitalistic matriarchy, and canonized by an irascible,
egocentric, violent and sexless mother. But that she remains tainted with the
instincts of matrimonial fidelity, although she lacks loving feelings towards
the man who fathered her four daughters (the greatest fruit of a previous
link). And that, more than a mother, a
stepmother, will not hesitate to walk along with her tyrannized female
offspring those four domestic walls staining them with the most rigorous and
ruthless of mourning. Thus, in that distant white home of childhood a whole
series of nonsense is now announced. And a new appreciation of living
sensations will definitely prevail in which all these women, as if it were a
sinister ritual, are going to begin a new desperate learning of maternal
intransigence that, at the same time that makes them innocent accomplices of
the memory of their mourning will give birth to the most violent acts of
repulsion, but out of fear, not out of rejection of the appetizing language of
natural instincts that is now denied them.
It should not
surprise us, then, to find ourselves in this sublime drama, dialogued like the gods, that is
"Bernarda Alba", with a structure of women who seek each other and hide without finding a refuge from their
desolate exasperation. And that, incapable of challenging that cruel and
godly mother, who continues to feed fiercely on her procreative
hierarchy, those who are not likely to return, while they sob at the face of
the future, grieve in the haze of their past days. without dreams. Within these
walls, one begins, in youth, to die consciously. And stained by mourning,
feelings will already travel the most difficult route, hitting face with
anxiety, violence, boredom, fatigue, desire, debauchery, hatred, and suicide.]
María Josefa, madre de Bernarda, 80 años. | ||
Angustias, (hija), 39 años. | La Poncia, 60 años. | |
Magdalena, (hija), 30 años. | Criada, 50 años. | |
Amelia, (hija), 27 años. | ||
Martirio, (hija), 24 años. | Mujeres de luto. | |
Adela, (hija), 20 años. |
Luto por la muerte del hombre de la casa, esposo de Bernarda.
(Es verano, terriblemente caluroso, pero llueve. Pequeño pueblo andaluz. Se oyen doblar las campanas. Se asiste a la misa por el fallecimiento del pudiente Antonio María Benavides. Toda la familia, esposa y cinco hijas, más la mayor parte de vecinos se hallan en la iglesia. Preside la ceremonia la esposa del difunto Bernarda Alba de Benavides)
La Poncia: (amiga y única compañera al servicio de Bernarda, a la criada) La iglesia está hermosa. Han venido
curas de todos los pueblos... Limpia bien todo. Si Bernarda no ve relucientes las cosas me arrancará los pocos pelos que me quedan. (Criada) ¡Qué mujer! (La Poncia)
Tirana de todos los que la rodean. Es capaz de sentarse encima
de tu corazón y ver cómo te mueres durante un año sin que se le cierre
esa sonrisa fría que lleva en su maldita cara. ¡Limpia, limpia!
(Criada) Sangre en las manos tengo de fregarlo todo... (La Poncia)
Ella, la más aseada; ella, la más decente; ella, la más alta.
Buen descanso ganó su pobre marido. (Entran en la sala del duelo doscientas mujeres, Bernarda y sus cinco hijas) ¡Menos gritos y más obras!... (A su criada) Debías haber procurado que todo esto estuviera más limpio para recibir al duelo. ¡Vete! No es este tu lugar. (La criada se va sollozando)
Los pobres son como los animales. Parece como si estuvieran hechos de
otras sustancias... No he dejado que nadie me dé lecciones. Sentarse. (Se sientan las mujeres) Magdalena, no llores. Si quieres llorar te metes debajo de la cama. ¿Me has oído?
(Bernarda) ¿Está hecha la limonada?
Dale a los hombres (La Poncia) Ya están tomando en el patio... Que salgan por donde han entrado. No quiero que pasen por aquí. (Muchacha a Angustias, hija mayor) Pepe el Romano estaba con los hombres del duelo... (Bernarda) Estaba su madre. Ella ha visto a su madre. A Pepe no lo ha visto ni ella ni yo. Las mujeres en la iglesia no deben mirar más hombre que al oficiante, y a
ése porque tiene faldas. Volver la cabeza es buscar el calor de la
pana. (Bernarda, dando ahora un golpe de bastón en el suelo) ¡Alabado sea Dios! (Tras un largo rezo, Bernarda) Concede el reposo a tu siervo Antonio María Benavides y dale la corona de tu santa gloria.
(Mientras Bernarda despide a la vecindad, Angustias se asoma tras el
cristal para observar el exterior, en el patio Pepe el Romano y otros
hombres beben y hablan)
(Cuando las vecinas se marchan tras el rezo de duelo, Bernarda vuelve a la sala con sus hijas) (La Poncia se une a ellas. Y expone a Bernarda) No tendrás queja ninguna. Ha venido todo el pueblo... Sí, para llenar
mi casa con el sudor de sus refajos y el veneno de sus lenguas. (Amelia, hija tercera) ¡Madre, no hable usted así!... Es así como se tiene que hablar en este maldito pueblo sin río,
pueblo de pozos, donde siempre se bebe el agua con el miedo de que esté
envenenada. (La Poncia) ¡Cómo han puesto la solería! (Bernarda) Igual que si hubiera pasado por ella una manada de cabras. Niña dame un abanico. (Adela se apresura a dárselo, y le da un abanico con flores) (Bernarda lo arroja al suelo) ¿Es éste el abanico que se da a una viuda? Dame uno negro y aprende a respetar el luto de tu padre. (Martirio) Tome usted el mío... ¿Y tú?... Yo no tengo calor... Pues busca otro, que te hará falta.
(Bernarda observa duramente a sus hijas. No se apercibe de que Angustias no está en el salón) En ocho años que dure el
luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Haceros cuenta
que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó en casa de
mi padre y en casa de mi abuelo. Mientras, podéis empezar a bordaros el
ajuar. En el arca tengo veinte piezas de hilo con el que podréis cortar
sábanas y embozos. Magdalena puede bordarlas... (Magdalena) Lo
mismo me da. Sé que yo no me voy a casar. Prefiero llevar sacos al
molino. Todo menos estar sentada días y días dentro de esta sala oscura (Su madre) Eso tiene ser mujer. (La hija) ¡Malditas sean las mujeres! (Bernarda) Aquí se hace lo que yo mando. Ya no puedes ir con el cuento a tu
padre. Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón. Eso
tiene la gente que nace con posibles.
(Adela, sola en el salón, es ahora la viva imagen de la desesperanza)
(Martirio) Madre, nos vamos a cambiar de ropa. (Bernarda) Sí, pero con el pañuelo en la cabeza.
(Se oye el grito de doña María Josefa llamando a su hija: "¡Bernarda,
Bernarda!" Y golpea la puerta de la habitación donde la tienen
encerrada) ¡Bernarda, déjame salir!... (La criada, cuenta lo sucedido) Tuve que correr delante de los hombres en el patio.
(Criada) Me ha costado mucho trabajo sujetarla. A pesar de sus ochenta años tu madre es fuerte como un roble. Subí a su habitación durante el rezo en la sala. Tuve que taparle varias veces la boca con un
costal vacío porque quería llamarte para que le dieras agua de fregar
siquiera, para beber, y carne de perro, que es lo que ella dice que tú
le das.
(Bernarda, exclama) ¡Dejadla ya! Tiene a quien parecerse. Mi abuelo fue igual. (Martirio) ¡Tiene mala intención!
(Bernarda, a la criada.) Déjala que se desahogue en el patio. (Criada) Ha sacado del cofre sus anillos y los pendientes de amatistas, se los ha puesto y me ha dicho que se quiere casar. (Las hijas ríen)
(Bernarda) Ve con ella y ten cuidado que no se acerque al pozo...
No tengas miedo que se tire... No es por eso... Pero desde aquel sitio las vecinas pueden verla desde su ventana.
(Bernarda pregunta entonces a la Poncia por Angustias. La Poncia calla. Y
Bernarda, asomándose al patio, junto a Martirio, Magdalena, Amelia y la
Poncia, observa con furia que Adela se halla allí, cerca del
portón de salida a la calle)
(Adela se acerca al grupo desde el patio) ¿Y Angustias?
(Adela, con retintín.) La he visto asomada a la rendija del portón. Los hombres se acababan de ir. (Bernarda)
¿Y tú a qué fuiste también al portón? (Adela, mintiendo) Me llegué a ver si habían puesto las gallinas. (Bernarda, recelosa) ¡Pero el duelo de los hombres habría salido ya! (Adela, con intención) Todavía estaba un grupo parado por fuera.
(Bernarda, furiosa, toma una tralla de espolear a los caballos, y corre en busca de su hija, mientras las demás observan asustadas su reacción)
¡Angustias! ¡Angustias!
(Angustias, llegándose hasta su madre) ¿Qué manda usted? (Bernarda, con fuego en los ojos) ¿Qué mirabas y a quién? (Angustias) A nadie. (Bernarda) ¿Es decente que una mujer de tu clase vaya con el anzuelo detrás de un
hombre el día de la misa de su padre? ¡Contesta! ¿A quién mirabas? (Angustias duda) Yo... (Bernarda cada vez más encendida) ¡Tú! (Angustias) ¡A nadie! (Bernarda, fuera de sí, azota a Angustias) ¡Suave! ¡Dulzarrona! (La Poncia, corriendo, se interpone para defender a Angustias) ¡Bernarda, cálmate! (La sujeta)
(Angustias huye despavorida) (Bernarda grita) ¡Fuera de aquí todas! (Salen y la Poncia se queda observando a Bernarda)
(Angustias, a solas en su habitación tras el incidente con su madre, se observa en el espejo entristecida, y sintiéndose avejentada. La Poncia se llega hasta la alcoba y abre la puerta para consolarla, pero guarda silencio cuando ambas se miran)
(En la alcoba del difunto Benavides, Bernarda y la Poncia recogen su ropa para guardarla definitivamente en un baúl. La Poncia, para justificar el acto de Angustias, trata de restar importancia a su salida fuera del patio) Ella lo ha hecho sin dar alcance a lo que hacía, que está francamente
mal. ¡Ya me chocó a mí verla escabullirse hacia el patio! Luego estuvo
detrás de una ventana oyendo la conversación que traían los hombres,
que, como siempre, no se puede oír. (Bernarda)
¡A eso vienen a los duelos! (Con curiosidad) ¿De qué hablaban? (La Poncia) Hablaban de Paca la Roseta. Anoche ataron a su marido a un
pesebre y a ella se la llevaron a la grupa del caballo hasta lo alto del
olivar... ¿Y ella?... Ella, tan conforme. Dicen que iba con los pechos fuera y Maximiliano la llevaba cogida como si tocara la guitarra. ¡Un horror!
Contaban muchas cosas más. (Bernarda, con cierto temor) ¿Cuáles?...
Me da vergüenza referirlas... Y mi hija las oyó... ¡Claro! (Bernarda irónicamente cruel) Ésa sale a sus tías; blancas y untosas que ponían ojos de
carnero al piropo de cualquier barberillo. ¡Cuánto hay que sufrir y
luchar para hacer que las personas sean decentes y no tiren al monte
demasiado! (La Poncia afirma) ¡Es que tus hijas están ya en edad de merecer! Demasiada poca guerra te dan. Angustias ya debe tener mucho más de los treinta...
Treinta y nueve justos... Figúrate. Y no ha tenido nunca novio.
(Bernarda colérica) ¡No, no ha tenido novio ninguna, ni les hace falta! Pueden pasarse muy bien. (La Poncia) No he querido ofenderte. (Bernarda) No hay en cien leguas a la redonda quien se pueda acercar a ellas. Los
hombres de aquí no son de su clase. ¿Es que quieres que las entregue a
cualquier gañán?...
Debías haberte ido a otro pueblo... Eso, ¡a venderlas... No, Bernarda, a cambiar... ¡Claro que en otros sitios ellas resultan las pobres!
(Bernarda, violenta) ¡Calla esa lengua atormentadora!... (La Poncia) Contigo no se puede hablar. ¿Tenemos o no tenemos confianza?
(Bernarda, tajante) ¡No tenemos! Me sirves y te pago. ¡Nada más! (Sale la Poncia, y Bernarda permanece solitaria en su alcoba)
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