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lunes, 18 de febrero de 2008

The Three Musketeers (Los tres Mosqueteros)

Este inconmensurable desquiciador de mil historias, que fue George Sidney, dominador de cinematográficos gallineros sabatinos, capacitado como pocos para enzarzarse en pugnas novelísticas, y aventuras epopéyicas historicidas, con propósitos tan inolvidablemente radiantes, como amoralmente divertidos, había nacido en el seno de una familia por entero dedicada al mundo artístico, en especial el show business. Fue un brillante coreógrafo, que jamás perdió su optimista oremus de gran comediante frente al gran concierto fílmico hollywoodense, una vez contratado por la Metro Goldwyn Mayer (en la que ya había ejercido como montador y asistente de dirección). En dichos estudios, casi señeros, puso en práctica lo mejorcito de su muy grácil, mastodóntica, y penetrante soltura, a fin de ofrecer a todos sus espectadores (¡gozosas víctimas propiciatorias de aquellos coliseos de inmensas pantallas acortinadas!) tan imponentes e imborrables encajes en perfecto Technicolor, como brillantemente ribeteados de la más bullanguera picardía, y, ¿por qué no?, de cierto grado de malicia postinera.

 


 
GEORGE SIDNEY MAGNO: literatura, historia, y mentiras colosalistas enlatadas







 



Esta especie de mesías del celuloide más comercial, capaz, no obstante, de tantos enormes aciertos volatineros, efectivos y lujosos, resolvía, en efecto, sin inmutarse, toda concordancia entre la comedia musical y las más esmeradas manufacturaciones de intensísimas referencias aventureras  sutil capitoste del colorín made in Metro, y que se congratulaba en sus películas con ciertos ajustes de cuentas histórico-epopéyicos, los que más nos gustaban, sin motivo vindicativo alguno, porque, haberlos, no los había, sirviéndonos en bandeja de plata aquellos horizontes superdespejados de planos que ofrendaban su espléndido sentido del espectáculo, entre el lirismo y la épica, rebosantes de un cierto suspense con look americano de pelucón, espada, héroes, vamps escalofriantes, muñequitas aporcelanadas, y mucho, muchísimo amor fou, falta de sentido y lógica, y sexo prácticamente inexistente.
 


Siempre nos maliciamos que al entrañable embustero de Sidney lo que más le devoraba, allá por sus entresijos, era una secreta erupción aduladora de su ego, y, por descontado, de su propio lucimiento, como buen comediante y modélico summun del romanticismo imaginativo más exacerbado. Y, a no dudarlo,  ¡digno de nuestra total admiración! 
 



En otros géneros, como el melodrama o el film bélico, las tangenciales vibraciones con el concierto musical, que tan bien supo aportar a tantas películas de acción, los éxitos de George Sidney fueron menos notables. Pero este artífice único dominó aquel mundo irrepetible, presidido por el great screen de nuestras entretelas. Fue un espíritu capaz de inyectar a sus extravagancias históricas una proyección creativa, que, aunque falseadora de todas las verdades que recorrieran nuestras Enciclopedias de entonces, creó, para nuestro usufructo, pleno de liviandad curiosona, los más enamoradizos sentimientos en celuloide, a través de guiones magníficamente redactados, y que jamás nos dejaron indiferentes. Sidney paseó su mirada por el jardín de los ensueños. Sus divertidas reflexiones saltaban por entre las sombras, encajando en la literatura y en la historia como auténticas vibraciones estomacales, al grito de: ¡Se puede ser feliz y embustero, y se puede triunfar! Empujando, durante todo su reinado en la Goldwyn Mayer, el obstinado ramaje del gran espectáculo, pese a convertirlo en una gigantesca azucarera de millones de colorines, ante la que todos, de forma ineludible, acabaríamos por preguntarnos, una vez disfrutada esa auténtica conmoción cinematográfica de su magistral y bellísimamente manufacturada fuerza creativa, entre innumerables rasgos de humor, y total ausencia de discursos farragosos: "¿Qué hay de cierto en lo que nos has contado, amigo Sidney?... Pues, ¿que va a haber? ¡¡Auténtico cine!!..."






En Sidney reside, pues, una de las fijaciones más influyentes que, sobre el espectador, pudiera ejercer la gran función tradicional de la aventura frente al valioso modelo de la historia. Puestos en la trayectoria de las componendas salomónicas a la hora de elegir, nos quedamos con la suntuosidad, la panorámica, el colorido y la brillantez sublime con que este lúcido comediante supo trasladar cómodamente a su territorio de milagrosas y joviales posibilidades epopéyicas (como director cinematográfico alguno pudo hacerlo, ni antes ni después) esta destacadísima adaptación de la mítica novela río de Alejandro Dumas Padre: "Les Trois Mousquetaires"-"Los tres Mosqueteros", y que tantas horas de felicidad aportó a nuestra ensoñadora infancia).



                            DOS VILLANOS EXQUISITOS




 

 










Pero lo más significativo de estos monumentales tinglados con que el cine se permitía ejercer su inventiva frente a la imágen simbólica de la literatura, era la dosis de osadía elevada al cubo con que la más candorosa utopía de ciertas maldades evolucionaban ante nuestros atónitos ojos, y reclamaban con mayor fuerza nuestra casi concupiscente morbosidad selectiva ante el maniqueismo que nos envolvía. Y ante tan desconcertante incertidumbre ¿qué sucedía entonces?: pues que siempre optábamos por preferir aquellos ágapes históricos cuyos comensales resultaban ser los más sediciosos y poco acomodaticios con la postura anquilosada de los sosones y buenorros de toda la vida (ya fueran el chico y la chica), y que recargaban estas grandes comilonas con picantones ingredientes inconformistas, cierta chispa diabólica, y pasiones transgresoras, que, aunque reclamasen el hacha del verdugo (en este caso el de Lille), solían aportar un sabor mucho más perdurable a nuestro libador contagio frente a semejantes banquetes, sazonados de vida, poesía, heroicidad, y su indispensable pimientilla de perversidad. 
 











 



 












 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
¿Qué sería de esos "Three Musketeers" sin su Cardenal Richelieu? Auténtico "monstruo" como Primer Ministro de Luis XIII, al que presta sus ojillos felinos de perverso brujo, algo Merliniano, el más vitriólico e inimitable de los villanos cinematográficos, habidos y por haber, ¡nuestro inconmensurable Vincent Price!, a quien en realidad considerábamos muy capaz de tener al alcance de sus manos "causa y efecto", y que, mediante su declarada influencia intrigante en la corte francesa de mil seiscientos y pico, pudo muy bien aliarse con el azar (al que también pareció dominar), y dirigir nefastamente los destinos de su país. (¡Sidney le puso cara -¡altivo e insinuante Price!-, y esta vez mintió un poco menos, dejando hablar por los codos a la siempre maltratada historia!) ¿Cómo imaginar esas marmóreas arquitecturas parisinas, o la Gasconia de Mr. Dumas, con ese barroco frescor de fulgores, de concavidades boscosas que parecen esparcir sus efluvios de nuevos verdores sobre los puentecillos y pueblecitos parroquiales de viejas piedras enmohecidas, ¡todo muy MGM y muy Sidney!, y cuyas emblandecidas perezas no acaban de soltarse hasta caer dócilmente rendidas al paso cortesano de una galana carroza por cuya ventanilla asoma la esquivez olímpica, enfundada en su trono de perversidad, de esa Lady de Winter irrepetible?
 
 







 




 


Estampa de culto para la liturgia encumbradora de una Lana Turner, majestuosa y bella como un ábside no menos churrigueresco, pero capaz de esconder cataduras de gárgola, ¡oh, fecunda y realzadora abominación de las más inverosímiles vestimentas y perifollos!, y que, al igual que la más ansiada, escultural y emperejilada de la mujeres objeto (deo gratias a la gran pantalla cinematográfica), exige (y logra) del espectador un gesto de benevolencia ante el camuflado funesto de sus sarcasmos viperinos y criminaloides.



"¿Cuántas veces has pedido clemencia, se te ha concedido, y después has correspondido con sangre? ¿Cuántas veces has robado el amor de los hombres, su compasión, sus ilusiones y sus vidas? ¡Cuál sería la esencia de tu perfidia, que aparentaba ser bondad!... ¡No te perdonamos, Carlota, no podemos, no nos atrevemos!... ¡Mi esposa!..." Exclama Van Heflin -¡portentoso Athos!- (por lo menos en la vieja versión doblada en los estudios Metro de Barcelona) poco antes de que la rubia y tirabuzonada Lady de Winter (¡séase Lana Turner, hermosa a rabiar, que había lucido cada sombrero y cada peca que el mismísimo Dios tiritaría, trapalona, hechicera, farsanta como ninguna, y para dolor del saltarín Gene Kelly -¡que no era el bisoño de la novela, pero sí fue el mejor D´Artagnan de la historia del cine!-, homicida -la de Winter- de la pobre inocentona June Allyson-Constance- fuese entregada al hacha del verdugo de Lille. ¡Y con qué soberbia elegancia (o lujosa y maligna sonrisa de satisfacción al saber que su encanto permanecía incólume en un rinconcito del herido corazón de Athos), lágrimas de Van Heflin en primer plano, arrostraba la Turner de Winter su inmediato corte de rubicunda cabeza!




Pese a que esta vez nos faltó Miklós Rózsa (la música de Tschaikowsky nos recuerda a esas bandas sonoras postizas con que se recargan las pilas de tantas viejas películas nuevamente dobladas, y en las que el soundtrack original brilla por su ausencia), no hay fuerza capaz en este mundo de invalidar la pasión espectacular, la restauración extrapoladora del ciertos tópicos chauvinistas en la revisión literaria de Mr. Dumas, de esta cumbre del cine de aventuras, quizás la de mayor originalidad y desparpajo de cuantas versiones se realizaron, años antes y años después, que fuera el show Sidneyano de esta recreación inmarcesible de "Los tres Mosqueteros"