Un
gran proyecto iniciado por Max Ophuls, (ya de regreso de Hollywood),
una estremecedora biografía sobre el pintor italiano Amedeo Modigliani,
inspirada en la novela de Michel-Georges Michel "Les Montparnos", pasó a
manos de Becker, dado que Ophuls moriría antes de que el guión se
hallara acabado. Su realización, en 1958 (y a la luz de sus tres
mediocres films anteriores), impondría nuevamente a Becker como uno de
los más extraordinarios puntales del renacimiento naturalista francés.
Pese a que el "biopic", que muestra la crónica desgarradora del torturado
pintor italiano, preñado de una dramática e inquietante atmósfera
romántica, alienante en su estricta cotidianeidad psicológica, se tome
las consabidas licencias desvirtuadoras de muchos de los hechos
auténticos que presidieron los amores de Modigliani y Jeanne Hébuterne
(incluyendo personajes que jamás existieron, como el del sádico
marchante Morel, que interpreta Lino Ventura), Jacques Becker detenta de
nuevo su bien ganado prestigio: veracidad en su cuidadísima
reconstrucción ambiental; romanticismo exasperado de bellas resonancias
melodramáticas, y manifiesta
inspiración naturalista de absorbente penetración, conmovedoramente
patológica sobre la insumisión, grandeza y miseria, de la vida de sus
personajes. E impone de nuevo en el cine europeo una de las
personalidades artísticas más románticas, apasionantes, tiernas y
seductoras de la nueva generación francesa: el inconmensurable Gérard
Philipe; que, aunque distante de esa perpetua rebeldía hacia un mundo
absurdo, como el que pudo perturbar al mismísimo Amedeo Modigliani, o a
famosos actores norteamericanos que, en el gran Olimpo hollywoodense,
como huéspedes incomprendidos, abrieron la senda, huraña y colérica, de
su atormentada vida interior, bien que seductora e inquietante (tipo
John Garfield, Marlon Brando, y James Dean), fue arrebatado de la vida a
los 37 años de edad.
MONTPARNASSE DOLOROSO
Intentemos
penetrar en uno de los momentos más relevantemente críticos de Amedeo
Modigliani, que, por supuesto, se encuentra ya cara a cara con el
fantasma de su prematura decadencia, avanzada ya la segunda década del
siglo XX. Visto a través de un cierto análisis existencial, del que no
se puede descartar su faceta ciertamente romántica, el film se debate
desde el principio entre la crónica de una vida y la tentación del
espectáculo victimista. Así, desde los primeros minutos, indigencia y
alcoholismo crónico condicionan la imagen del gran pintor. Se pueden ya
adivinar sus futuras
direcciones. A grandes líneas asistimos al terrible trenzado de su
subversión, y a la demoledora expresión que refleja su renuncia al éxito
artístico, en el que se incluye, por supuesto, ese universo cruel de la
incomprensión más sangrante en que suele encastillarse el mundo. La
libertad de su desvalimiento y despreocupación aflora en el exponente
tortuoso de sus entregas amorosas (accidentadas y perversas aventuras
sexuales), de la amistad, y de la encubierta frustración (a través del
alcohol, -y de la droga en su verídica faceta vivencial-), no menos
sentimental, pese a su dimensión masoquista, de quien viviera entre
sueños extraordinarios, aunque perdidos en alguna alcantarilla parisina.
Beatrice Hastings, la escritora sudafricana, asoma, desde principio a
fin, entre el ritual caótico de tan terrorífico declive como en el que
se sume Modigliani.
Seguirá el
arriesgado, inmolador y trágico periplo amoroso entre Modigliani y
Jeanne Hébuterne; y la ruin indiferencia colectiva del mundo que provoca
un latente desequilibrio en estos dos seres insumisos y desencantados,
que, sin embargo, no pueden acabar de sustraerse a los condicionamientos
sociales, y a los que parece que les gusta hurgar en las llagas más
purulentas de su existencia. Y tampoco podrá faltar el Destino en este
estudio de personalidad tan compleja como la de Amedeo Modigliani.
Encarnado esta vez en un marchante,
Morel, que, como reza el viejo dicho, "mete la nariz en todas partes" a
la expectativa del momento crucial en que habrá de resarcirse de tan
larga espera, ahora fuera del tiempo. Y cuyo lucro final, de resonancias
demoníacas, como en realidad sucediera con algunos de los marchantes de
Modigliani (crueldad intolerable que siempre parece conseguir que unos
renazcan del fango en que les sume su mezquindad, mientras otros, que
vivieron en la primitiva elementalidad de la más despiadada
incomprensión, mueren) logra potenciar, a través de terribles, aunque no
del todo fidedignas imágenes de la muerte del pintor, su más
estremecedora veracidad. Vigencia
que prosigue su política de prestigio cinematográfico, porque la
trayectoria dominada por la silueta inconformista, en su más certera
estilización dramática y estrictamente realista, del hoy "venerado
pintor" se instalará indeleblemente en la memoria de todos los
espectadores. Naturalismo y "mixtificación", como ya se dijo, que se
enfrentan a cierta tendencia expresionista acusadora contra el
subjetivismo contemplativo de un mundo que tiende, en ciertos aspectos,
a decapitar algunas de las más importantes manifestaciones culturales
de los seres que lo habitan. Aldabonazo a
las conciencias de los desmemoriados estamentos sociales que, como
muestran muchas secuencias de esta extraordinaria película, se aunaron, a
través de su incompetente y primitiva intolerancia, en convertir el
genio artístico en "arte incoloro o negro" que se fosilizó en las
iniciales vitrinas donde se expuso durante años y años; y que fue
después capaz de ensalzar, ante el despliegue imparable del siglo,
aceptando la tentadora rentabilidad de lo eterno, aquella odisea
colectiva de estos artistas marginados, exhumando y enalteciendo el
conflicto estilístico del genio (que una vez no comprendieron y denigraron) en las condicionantes tribunas admirativas de sus museos futuros.
Becker
nos desvela, aún a costa de impuestas inexactitudes biográficas, los
velos del misterio de un personaje y su tragedia, atrapado por una
sociedad mediocre y pacata, por ese monopolio pulverizador de la
incomprensión más flagrante que alcanza a los héroes románticos, que, no
obstante, fueron capaces de liberarse de las presiones comerciales del
arte, movidos por un postrer aliento poético frente al mismo, aunque su
culto pudiera resultar, por lo general, amargo y paroxístico, y llegara
incluso hasta arrebatarles la vida. Así este Amedeo Modigliani, hoy espléndidamente
divulgado por la imagen cinematográfica, y que planeará dominante sobre
nuestras entusiastas y preferenciales evocaciones cinéfilas, no será ya
nunca ese enfant terrible de reprobables resonancias melodramáticas (no
hay más que resaltar la imagen estremecedora que ofrece el protagonista
en las últimas escenas del film, mientras trata de vender sus retratos a
los clientes indiferentes de la Rotonde, y que se aleja entre la
niebla, moribundo, seguido de cerca por su cruel Destino -el ficticio
marchante Morel-), capaz de desconcertar el pueril puritanismo de
una sórdida sociedad que, hoy lo mismo que ayer, se goza en guardar sus
miserias bajo siete llaves, pese a que los restos maltrechos de su
conciencia banal, casi antediluviana, y tantas veces cruel, serán
eternamente exhumados más pronto que tarde.
Sobriedad narrativa naturalista, como únicamente el gran cine europeo pudo ofrecernos. Imágenes que redescubren el realismo ambiental más fascinante y cosmopolita del viejo Montparnasse. Una antológica revisitación psicológica de una de las personalidades artísticas más controvertidas del siglo XX. Presencias mágicas, cautivadora sensualidad, ambientes turbios y fascinantes, sombrío retrato de la inquietud artística, drama de miseria y amor, sin concesión a la redención. ¡Un canto a la grandeza incomprendida! ¡Infinitamente conmovedora!
Sobriedad narrativa naturalista, como únicamente el gran cine europeo pudo ofrecernos. Imágenes que redescubren el realismo ambiental más fascinante y cosmopolita del viejo Montparnasse. Una antológica revisitación psicológica de una de las personalidades artísticas más controvertidas del siglo XX. Presencias mágicas, cautivadora sensualidad, ambientes turbios y fascinantes, sombrío retrato de la inquietud artística, drama de miseria y amor, sin concesión a la redención. ¡Un canto a la grandeza incomprendida! ¡Infinitamente conmovedora!
EL CONDICIONANTE ARTÍSTICO: INTÉRPRETES
Gérard Philippe es un destello inspirador e inolvidable del mejor cine. Desborda la pantalla. Su transparencia de sentimientos, al mezclar encanto y decadencia, ofrece una interpretación, no ya sublime, sino embriagadora. Fue un portentoso Amedeo Modigliani. Su recreación cinematográfica ilustra la diversidad impactante, exquisita, tierna, y conmovedora de su inspiración interpretativa, cuyo naturalismo artístico y soluciones expresivas extraordinarias nos aproximan, sin el menor esfuerzo imaginativo por parte del espectador, hasta la más perturbadora y estimulante penetración psicológica, jamás desarrollada en la pantalla, por medio de la semblanza e identificación con el personaje que se interpreta.
(4 de diciembre de 1922, Cannes, fallecido en París, el 25 de noviembre de 1959, a los 37 años, víctima del cáncer)
Instalado
en París, en 1943, estudia en el Conservatorio y obtiene el "Second Prix
de Comédie". Participa activamente en la "Libération", junto a la
Resistencia. En 1946 se impone en los escenarios con una memorable
interpretación de "Calígula", y triunfa en la pantalla con "L'Idiot" ("El idiota"), 1946, de Georges Lampin, junto a Edwige Feuillère, Lucien Coëdel, Jean Debucourt, y Jane Marken.
"Les orgueilleux", ("Los orgullosos"), 1953, de Yves Allégret y Rafael E. Portas, con Michèle Morgan, y Carlos López Moctezuma (sin perder de vista la elíptica batuta concertadora de la obra de la obra "Tifus" de Jean Paul Sartre en la que se inspiró) fue un ambicioso proyecto de Yves Allégret, en el que volvía a insistir en los valores anteriores de aquellas crónicas sociales que reflejara su cine de la década de los 40. Enteramente rodado en México, a través de agradecibles disecciones muy acordes con ciertos patrones opresivos, capaces de arrastrar hasta la desesperación a cualquier ciudadano normal, fuese cual fuese el país que habitara, el film se erigía en un magnífico gráfico descriptivo del sufrimiento humano, muy bien bordeado por el cortante filo de la autenticidad social más sangrante.En su rostro sudoroso, con exactitud y categoría de imagen literaria, rebullen las más geniales y apreciables alternancias entre la violencia autodestructiva y la mansedumbre redentora.
Sólo nos basta asegurar que ofrece un curso completo de interpretación majestuosa cuando, entre el ambiente asfixiante e histérico de la taberna, se lanza, por una botella de Tequila (presa de la gradual humillación a que lo somete su conciencia de borracho empedernido, frente a la mirada censuradora de Nellie-Michele Morgan) a un irrefrenable torbellino de siniestra y salvaje danza.
Con Philippe se fue uno de los encantos más misteriosos que en el hombre pueden producir la conjunción de los sentimientos y sus cuerpos perecederos. La muerte, como en una conmoción de ternura y de extrema sensualidad, lo arrebató del cine el 25 de noviembre de 1959. ¡Tenía treinta y siete años, como treinta y siete soles!
"Une si jolie petite plage", 1948, de Yves Allégret, con Madeleine Robinson y Jean Servais, que además de la extraordinaria interpretación de un Gérard Philipe "divinizado", malogrado
gigante de la interpretación, capaz de revalorizar todo lo que con su
presencia ilustraba, la película ofrendaba al mismo tiempo una
excitación tan sencilla y entrañable como idónea para estimular nuestras
defensas preventivas; una excitación que tan sólo los cineastas muy
limpios de lenguaje alcanzan.
"La Ronde" ("La ronda"), 1950, de Max Ophüls, con Anton Walbrook, Simone Signoret, Serge Reggiani, Simone Simon, y Daniel Gélin, "Les belles de nuit" ("Mujeres soñadas"), 1952, de René Clair, de nuevo con Gina Lollobrigida, además de Martine Carol, Magali Vendeuil y Marilyn Buferd.).
"Si
Versailles m' etait conté" ("Si Versalles pudiera hablar"), 1954, dirigida por Sacha Guitry, con Jean Marais, Georges Marchal, Jean-Pierre Aumont, y Brigitte Bardot, y "Si Paris nous etait conté" ("Si París nos hubiera contado"), 1956, de Sacha Guitry, con Danielle Darrieux, Jean Marais y Françoise Arnoul.
"Le rouge et le Noir" ("El rojo y el negro"), 1954, de Claude Autant-Lara, con Danielle Darrieux, Antonella Lualdi, Jean Mercure, y Jean Martinelli, "Les grandes Manoeuvres" ("Las maniobras del amor"), 1955, dirigida por René Clair, con Michèle Morgan, Brigitte Bardot, Jacques Fabbri, y Pierre Dux. "Le Joueur" ("El jugador"), 1958, de Claude Autant-Lara, con Liselotte Pulver, Françoise Rosay, Jean Carmet, y Jean-Max.
Aparece por última vez en la
pantalla, antes de abandonarnos, aquejado ya de cáncer de hígado, en "La
fièvre monte à El Pao" ("La fiebre sube a El Pao"), 1959, de Luis Buñuel, junto a una excepcional y divina María Félix. Gérard Philippe es un destello inspirador e inolvidable del mejor cine. Desborda la pantalla. Su transparencia de sentimientos, al mezclar encanto
y decadencia, ofrece una interpretación, no ya sublime, sino
embriagadora. En su rostro, con exactitud y categoría de
imagen literaria, rebullen las más geniales y apreciables alternancias
entre la violencia autodestructiva de la política corrupta y la
mansedumbre redentora, renunciando a un final feliz junto a la mujer que
ama.
Fallecerá el 25 de noviembre de ese mismo año. Reposa en el pequeño cementerio de Ramatuelle, cerca de Saint-Tropez. Sus
interpretaciones, abocadas directamente hacia temas de polémica social y
política, sin olvidar el vector romántico que mueven los dramas, le
concedieron uno de los primeros puestos en la mitología cinematográfica
europea. Su inquietante atractivo, el expresionismo fascinantemente
cautivador de su rostro, que fluye en la pantalla, ya sea entre
ambientes de dominante plástica o de turbia riqueza dramático-social, le
convirtieron en una de las presencias más sensuales, deslumbrantes,
maliciosamente inocentes, y siempre a caballo de cierta ingenua
perversidad, del cine francés, preludiando la boga del mito del enfant-séducteur por antonomasia.
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