Vistas de página en total

jueves, 10 de julio de 2008

Il grido (El grito)

André Malraux aseguraba que nicamente la novela, como manifestación artística, era capaz de penetrar en el interior de un personaje". A lo que se podría añadir: de ahondar en sus culpas y redenciones, de encadenar los elementos introspectivos que juegan un papel esencial, como enérgico estimulante o turbador, en cada uno de los actos que expresan el drama de la existencia; esa pureza o perversión anímica (viejo interrogante filosófico) que siempre duele, o por lo menos irrita, y de la que, al parecer, somos los hombres los únicos poseedores sobre todas las criaturas vivientes de este planeta. Michelangelo Antonioni, a través de refinados, sutiles, y penetrantes análisis narrativos de imágenes cinematográficas inolvidables, lo que se llamó un inesperado "continuum psicológico", provocaría una auténtica conmoción estética en el cine europeo, demostrando que Malraux se equivocaba. El universo de Antonioni (pese a tener conciencia de la importancia de la novela -Gide-Proust-Flaubert-Pavese-, entre otros, y a través de la densa tradición cultural que nos fuera legada por Sartre-Marx o Freud) trataría siempre de apresar, por medio de la imagen cinematográfica ("intersubjetividad psicopática y narrativa") una especie de desafío lógico del hombre y su entorno, siempre a merced del drama de sus desequilibrios constantes, sean estos del tipo que sean.



Arúspice del sile
ncio y de la incomunicación



Antonioni barrería temáticas legendarias; ciertas norias inmóviles de huertas románticas, entre climas que siempre correspondían al concepto prometido de andaduras dramáticas archiconocidas en los puertos barrocos y tan amados de nuestras pantallas cinematográficas, que tenían mucho de "academia preparatoria" de una lírica de la dulzura, de una congestión bondadosa de la aventura, cargadas también de las exactitudes y categorías que a nuestros sueños aportaran las imágenes literarias. Pero este influenciador determinante, puro en su atmósfera interior (y en el que se iniciaba una revuelta emocional de vigilancia entre los desamparos de esas nuevas llanuras civilizadoras llamadas ciudades, entre soledades y silencios; gentes huidizas que, sin saber cómo, se apresuraban a sentir una repugnancia de conciencia estética frente a las presencias urbanas por entre las que se movían, y que no se acomodaban a los nuevos "olores sensitivos del paisaje", porque el paisaje posee, a veces, el olor de un rastro, de un grito, y hasta de un poste eléctrico, o de una chimenea industrial), e intimista y sin estridencias, copaba de pronto el recogimiento ilustrativo de nuestra cinefilia paroxística, sintetizando nuevas formas culturales europeas por entre el eterno conflicto generador de la burguesía y del proletariado. Y acababa por cautivar nuestra hambrienta intelectualidad casi de puntillas, como si fuera un nuevo profeta, y hablara muy despacio, envolviéndonos en sus sombras de dureza, atrapándonos en el ahogo de sus nuevas latencias emocionales, que semejaban un nuevo idioma que se pronunciaba a pedazos, entre espacios cerrados y abrumadores; o muy abiertos, pero alucinantes, en los que las gentes se creían observadas desde todo el mundo,-¡gritos rojos, de quienes se sentían extraviados y sobrecogidos como pordioseros en el atardecer de sus soledades!-, y donde cada palabra parecía querer vendarles la boca.

¿Se podía penetrar, pues, en la realidad interior de los personajes a través del ojo de la cámara?... La aseveración de este "cine-alienación" hallará su mayor revelación en "L'avventura", 1959, que fue silbada y abucheada en Cannes por un público que, como se decía entonces, se creía al día -à la page- de cualquier impacto vanguardista, y fue incapaz de comprender las radicales novedades con que el cine de Antonioni pretendía hacer surgir ante la mirada del espectador el "sentido" íntimo del comportamiento humano al mismo tiempo que la "cosa" en que se hallaba integrado; y que, una vez bien comprendido, según se dijo, ninguna técnica literaria podría ser capaz de mostrar con tal potencia.




Su simbología cinematográfica


"Cronaca di un amore", 1950, fue su primera incursión en la etapa postneorrealista en el que ciertos temas proletarios se desplazaban hacia un inicial examen crítico de los estamentos más favorecidos por la industrialización del norte de Italia, a través de una historia de adulterio con sus consabidas implicaciones delictivas.







"Le amíche", 1955, (basada en Cesare Pavese, con una sensacional actuación de la bellísima y menospreciada Eleonora Rossi Drago), o sus "imaginerías" originales, "L'avventura", 1959, "La notte", 1960, "L'eclisse", 1962, "Desserto rosso", 1964, se erigirían ya en auténticos análisis existenciales capaces de avanzar a grandes zancadas entre determinadas élites de personajes a los que se delimitaba en una sintomática semblanza con el contorno en que habrían de enseñorearse. Ese milagro económico de la nueva Italia que proyectaría una próspera andadura entre burguesías industriales o intelectuales. Senda creciente, que se encarrilaba, lejos de los ambientes populares, hacia horizontes de una envergadura reaccionaria insospechada. Heredades ahora holladas por los condicionamientos sociales de un conservadurismo al que Antonioni incorporaría un flamante mundo de silencios. Un mundo de dueños absolutos, que pese a tener en sus manos toda la modelación que el hombre cree asimilar por medio del bienestar, ni siquiera parecía gozarse en él. Antonioni se adentra en las más profundas crisis sentimentales, y se atreve (como haría también en Suecia otro gigantesco, insólito y minoritario diseccionador del drama intimista en que nos vemos inmersos los seres humanos: Ingmar Bergman) a poner al desnudo las embarazosas, pesantes, insuficiencias de nuestra moral de vínculo o relación.

















Frente a la grandiosa sutileza de su emblemático lenguaje cinematográfico, pleno de tiempos muertos, larguísimos planos, magníficas composiciones en profundidad, ritmo de una morosidad preciosista, alienantes paisajes urbanos entre objetos de estilo extravagante, más o menos reconocibles, pese a que parezcan cobrar formas dislocadas, de industriales reminiscencias y de una antiestética amenazadora, aptos para crear los más subjetivistas climas psicológicos, sus personajes traducen su visión del mundo (al contrario de Fellini, en el que predomina el desorden y la confusión, el barroquismo desatado y las obsesiones íntimas que se unen a los mitos de la infancia) entendido desde la incomunicación, los sentimientos vampirizados por la tortura más flagrante de la fragilidad, la contingencia que no halla más medio expresivo que el de la desorientación, y por último la decrepitud tiránica de la moral, que en ese espacio-tiempo en que nos vemos relegados adopta soluciones formales de fuerte tradicionalismo realista.

Antonioni perturbó, sedujo e irritó el medio expresivo del celuloide. Sus discípulos y detractores brotaron "como hongos después de la lluvia". Y fue el más epidérmico fenómeno de una moda cinematográfica, capaz (quizás como nadie lo había logrado hasta entonces) de hacer del cine un arte más adulto, y de ofrecer, en consecuencia, una de las más valiosas aportaciones al patrimonio del Séptimo Arte, merced a la excepcional complejidad y riqueza psicológica que reflejan los personajes de sus películas.






A propósito de ello, declararía: "El hombre actúa constantemente. Todas sus orientaciones psicológicas van encaminadas hacia el amor y el odio. Continúa y continuará sufriendo impulsado siempre por ímpetus que jamás podrá controlar. Y sus mitos morales siguen perteneciendo a la época de Homero, actitud del todo irracional y absurda en nuestro tiempo, en el que los seres humanos son capaces de surcar el espacio"





No es tan sólo la experimentación con nuevos estilos de narrar y de encuadrar lo que hoy nos seduce de Antonioni, sino esa agudeza de entomólogo con que estudia el comportamiento y el intimismo de la incomunicación humana (que tanto le obsesionó). Hombres y mujeres que siempre tratan de huir de su soledad a través de aventuras eróticas, de la incomprensión que suscitan sus relaciones, lanzándolos al adulterio, o como última vía de escape, al suicidio.


Fue capaz también de legarnos uno de los más depurados lenguajes "icónicos" de experimentación con narrativas de doble lectura. Su célebre "Blow-Up", que supuso un exito descomunal en el mundo entero, que le valió la Palma de Oro en Cannes, único film ambientado en el por entonces conocido como "Swinging London", y basado en un relato corto de Julio Cortázar. Un fotógrafo enfebrecido que parece disociarse del mundo que le rodea, pese a transitar en su veloz automóvil, como atacado por una erratil y patológica obsesión, por las calles londinenses, y que semeja hallarse atrapado por la expresividad de la imagen, de los ruidos, y, finalmente, a través de la monotonía coreográfica de sus evoluciones, por el más controvertido de los silencios. Un silencio trasplantado a la culminación engañosa de la imagen que plantea "conflicto y ruptura" entre los "significantes" vitales que impulsan nuestra imaginación y los verdaderos "significados" de la realidad que nos envuelve.


Su primera obra maestra indiscutible


Dos años antes de la ilógicamente subestimada "L'avventura" y de su impagable colaboración con Monica Vitti (con quien mantuvo una relación sentimental) vería la luz, en 1957, "Il grido" (Gran Premio de los Críticos en el Décimo Festival Internacional de Locarno), el único film con que el gran maestro llevaría a cabo uno de sus más bellos ejercicios estilísticos, a través de aquella característica línea de un "grafismo de patética veracidad" surgido de sus inolvidables encuadres, y siempre entendido como conjunción, conflicto o contrapunto de sus dos elementos más obsesivos: análisis existencial y alienación sentimental.



Hoy considerada como su primera obra maestra absoluta, enriqueció, concienzuda y meticulosamente el soporte narrativo de la evolución psicológica femenina, cuya personalidad, según Antonioni, es siempre mucho más lúcida que la de sus oponentes masculinos. En efecto, insertado en el minucioso y bien definido marco proletario de una pequeña ciudad de provincias (antes de penetrar en la premisas convencionales de los paroximos existencialistas de aquella revulsiva "razón burguesa" que retrataría más tarde), aplica, como se dijo entonces, su fino escalpelo sobre la psicopatía sentimentalmente obsesiva de un obrero, Aldo, que ve su vida fragmentada en mil pedazos por el caos emocional que le supone el abandono de la mujer con la que convive, Irma, y que le impulsa a huir y deambular sin rumbo fijo, con su hija, Rosina (conmovedora Mirna Girardi), fruto de su concubinato, por entre un mundo de nieblas, de lluvia y frío constante, a través de las comarcas rurales próximas al Po. La sabiduría fotográfica y la recreada morosidad de Antonioni propala la tremenda sacudida de una crisis existencial traumatizante a la que se reincorpora un triste y helado paisaje que ensombrece el rostro del país, y que condicionará cada instante del éxodo que representa esa pérdida de valores que trastorna al protagonista, víctima también del desempleo.

Y que al tratar de hallar un nuevo tono de serenidad, como quien revisita la herencia perdida del recuerdo, reaparecerá, poniendo el dedo en la llaga que más escuece, ante la mujer que una vez también él abandonó, Elvia; pero aprisionándola por segunda vez entre la reja de su mutismo emocional, sin dejar de dolerse y agrandar ante ella el desamparo en que lo ha sumido su desastrosa experiencia sentimental (que Elvia deplora en silencio).

Aldo, que parece sumergido en una atmósfera "sin más contenido humano" que el de su desaliento psicológicamente exánime, iniciará una nueva relación romántica con la dueña de una gasolinera, Virginia, obsesionada también por la soledad en que se desarrolla su existencia; y que, a caballo de cierta ingenua perversidad, impondrá su presencia sensual sobre la descomposición existencial de Aldo. Ante la sordidez decadente, morbosa y monótona en que se halla polarizada la vida cotidiana de Virginia (desgarradora Dorian Gray), que, en un postrer intento por retenerle, tratará de liberarse del yugo a que la somete un padre alcoholizado, e instará a su amante a deshacerse también de Rosina, su hija, restituyéndosela a su madre, Aldo reiniciará su itinerario fugitivo, poco preocupado por el mundo de los sentimientos de Virginia.

A lo largo de imágenes que poseen toda la veracidad documentalista de una Italia sumida en una depresión laboral escalofriante; por entre visiones impregnadas de pesadumbre y de efluvios dolientes y melancólicos, un nuevo personaje, la prostituta Andreina (impagable Lynn Shaw), se fusionará, entre acentos de dimensión masoquista, a la tragedia íntima de Aldo. La cotidianeidad desgarrada de su convivencia imposible se muestra a través de las sugerencias visuales de la paisajística primitiva y tercermundista que ofrendaran las miserables chozas que bordeaban por aquella época las riberas del Po, una de ellas habitada por Andreina. Acosado en la barraca aislada, el equívoco que suscita la imposible relación, y las hirientes acusaciones con que la prostituta caricaturiza la inutilidad de Aldo, responden, finalmente, al feble conformismo mental del personaje, y al esquematismo de fácil aceptación que supone su debilidad, pese a su desesperada búsqueda de una imposible estabilidad emocional.

De nuevo asistimos a la tremenda soledad del hombre empujada hasta límites patológicos, al inestable equilibrio que le lleva a considerar perdida su conciencia de clase, y que desentendiéndose de los cambios sociales (la huelga que se produce a su regreso al pueblo) que condicionarán los nuevos devenires obreros, tras espiar a Irma a través del ventanal doméstico que adquiere la única dimensión del mundo que llegó a amar, y que la deserción de ella desengranó en los turbios torbellinos del desamor, decidirá, tras un tremendo crescendo dramático que Irma tratará de evitar, poner fin a su vida, articulando su suicidio desde la larga panorámica oblicua del angustioso travelling que supone la subida de Aldo a la amenazante y obsesiva torre-objeto (de alienante clima paroxístico) de la factoría (ahora en huelga) en la cual una vez trabajó.






El creador


Michelangelo Antonioni: Economista por la Universidad de Bolonia, estudió en el Centro Sperimentale di Cinematografía de Cinecittá, en Roma, ciudad a la que se había desplazado en 1942, y donde conoció a Roberto Rossellini, padre del neorrealismo, y que, de una forma u otra, influiría en la obra posterior de Antonioni. Sus ideologías anti-fascistas (se describía también a sí mismo como acérrimo "marxista intelectual") fueron puestas en duda por muchos autores, ya que, con excepción de "Il grido", la mayor parte de su obra se centró en las vivenciales representaciones de la burguesía dominante del nuevo renacer económico italiano, pese a que la incomunicación en que se encerraran dichas élites se empantanase continuamente en un entorno que apenas parecen entender. Nació en Ferrara, el 29 de septiembre de 1912, y falleció en Roma, el 30 de julio de 2007. (La fecha de su óbito coincidiría con la de otro gigante del siglo XX, el genial cineasta sueco Ingmar Bergman)


Dramatis personae


Steve Cochran (Aldo): -Mayo 25, 1917- Junio 15, 1965- Había nacido en Eureka, California. Hijo de un maderero, se graduó en la universidad de Wyoming en 1939. Trabajó como vaquero, y, finalmente, atraído por la interpretación, intervino en pequeñas obras de teatros locales en Broadway. Contratado por "Warner Brothers", se especializó en papeles de boxeador y gángster. Logró una de sus mejores composiciones en "White Heat" (1949), como psicótico secuaz de James Cagney. Consiguió imponer su imagen egocéntrica, atractiva y violenta en el opresivo mundo del thriller, pese a la escasa relevancia de los films que jalonaron su recorrido hollywoodense: "Higway 301", "The damned don't cry", 1950, "Inside the walls of Folsom Prison", 1951. Su rol de alcohólico granjero itinerante en "Come next spring", 1956, obtuvo un magnífico reconocimiento por parte de la crítica. Esa extraña carga emocional y ternurista que logró infundir por primera vez en el citado film, tan alejada de los febriles climas gangsteriles de sus anteriores películas, resultó altamente reveladora para su elección como protagonista de "Il grido" (dado que Antonioni deseaba contratar a un actor no italiano para su primera y única obra de trazo proletario), y Cochran tuvo ocasión de incorporar con enorme maestría, pese a hallarse en las antípodas estéticas hollywoodenses, los recursos procedentes de su etapa teatral al famoso experimento vanguardista de Antonioni. Su interpretación parece, pues, animada por un idéntico aliento renovador como el que impulsara a su director. Cochran es capaz de infundir a su personaje la febricitante objetividad integral del desmoronamiento implacable en que se sume su mundo tras el abandono a que se ve sometido, y potencia la indefensión angustiosa de su éxodo sin sentido con un expresivo brío de incontenible grandeza interpretativa, que siempre permanecerá unida a la consumada sabiduría técnica y emotiva con que Antonioni jalonó esta auténtica e indiscutible obra maestra, de gran veracidad documental y naturalista, que es hoy "Il grido".

La muerte de Steve Cochran, a los 48 años, ofrece cierta visión sombría que le emparenta con aquellas interpretaciones de atormentada distorsión formal característica de sus thrillers. Fue hallado, ya cadáver, en su yate, en la costa de Guatemala. Una aguda infección de pulmón pareció ser la causa de su muerte, aunque los rumores generales apuntaran hacia algún brutal ajuste de cuentas y posterior envenenamiento. Las investigaciones policiales no revelaron jamás la menor luz aclarativa sobre este hecho.


Alida Valli (Irma): -Pola, Italia, 31 de mayo 1921-Roma, 22 abril 2006- Sus orígenes aristocráticos, no impidieron sus deseos de graduarse en el Centro Experimentale de Cinematografía de Roma. En 1942, su interpretación en la película "Piccolo mondo antico" le valió un premio en el Festival de Venecia. Goffredo Alessandrini le ofreció el personaje principal de Kira en su adaptación de la novela de Ayn Rand "Los que vivimos". Valli vería revalidada su carrera, alcanzando en este film, injustamente olvidado, una de sus mejores interpretaciones. Se negó a ser utilizada como propagandista del Fascio por el Gobierno de Mussolini durante la II Guerra Mundial. Abandonó el cine momentáneamente, y se mantuvo en la sombra, ya que en muchas ocasiones estuvo a punto de ser detenida. Un escándalo de drogas, asesinato y sexo, en 1954, en el que se hallaba involucrado el hijo del Ministro de Asuntos Exteriores italiano, y cuya coartada fue ella, arruinó su carrera cinematográfica en Italia. Llegó a Hollywood bajo contrato de David O. Selznick, sustituyendo a Greta Garbo, que se negó a volver a la pantalla, en "El proceso Paradine", 1947, de Alfred Hitchcock. Carol Reed la inmortalizaría en "El tercer hombre", 1949. En "Senso", 1953, de Luchino Visconti, estuvo inconmensurable. Lujo, aventura, y sexo (Alida Valli se enamoró de su partenaire, Farley Granger) convenientemente dosificado por uno de los más geniales artífices de la cinematografía italiana, concedieron a esta actriz versátil el más elegante y apasionado de los perfiles interpretativos, y le abrieron las puertas de par en par hacia el ámbito de los valores mitológicos, a través de los cuales su inconfundible mirada y su fascinante presencia artística obtuvieron esa acepción universal de "magna eternidad cinematográfica"

"Il grido" la acoge de nuevo en la magnificencia de su madurez interpretativa. Antonioni le aplica su fino estilete crítico caracterizado, esta vez, por cierto comedimiento y frialdad pasional. Y la sumerge en el abismo trágico del ámbito proletario de la Italia de los 50, en el que sus violentos desniveles emocionales, perfectamente plasmados en su fascinante rostro, jamás quebrarán su decisión de dar por finalizada una relación amorosa que la atormenta.

Alida Valli, entre otras muchas actrices europeas, fue uno de nuestros más concretos soportes físicos del mito cinematográfico nacido en este continente.

Betsy Blair (Elvia): Estrella poco conocida (aunque encumbrada por Delbert Mann en "Marty", 1954, y, muy especialmente por Juan Antonio Bardem en la excepcional "Calle Mayor", 1956), capaz, no obstante, de ofrendar, a través de una breve interpretación, ese salto cualitativo o viejo principio mágico de la transferencia artística más sublime. No es de extrañar, por tanto, que Betsy Blair se vea, todavía hoy, mitificada por la adoración colectiva de ciertas minorías de fans.



¡Título ferviente de la magnífica personalidad de Michelangelo Antonioni! Fue un sacudimiento inolvidable tras el definitivo tambaleo del neorrealismo. Un precioso documento de la primera vocación experimental del vanguardismo que llevó a su autor hasta la audacia de legar al hombre la dureza que implica la incomunicación humana. ¡Meticulosa y fascinante!